Cara y cruz. José Miguel Cejas
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Se propalaron patrañas en los barrios extremos, como que los curas y los frailes habían envenenado el agua de las fuentes públicas. Y en el resto del país ardió un centenar de conventos más.
La indiferencia del gobierno republicano ante los incendios (que siguió una política concreta: «dejar hacer y no permitir excesos»24), junto con las versiones distorsionadas que la prensa republicana de Madrid ofreció de ellos (El Liberal llegó a afirmar que los frailes habían quemado sus propios conventos para desprestigiar al gobierno), acabaron envenenando el ambiente político; y, en opinión de Montero y Cervera, a partir de aquel momento el enfrentamiento se hizo radical25.
Ante el temor de que las masas incendiaran la iglesia y el edificio del Patronato, Escrivá (que iba de paisano, siguiendo las normas del obispo, que había indicado que los sacerdotes vistieran así hasta que se calmaran los ánimos) retiró el día 11 la Eucaristía de la iglesia del Patronato y la trasladó al domicilio de su amigo Manuel Romeo, que quedaba algo distante de allí, casi en Cuatro Caminos26.
Como persistían los rumores de una posible quema, dos días después, el 13, se trasladó, junto con su madre y sus hermanos, a una vivienda situada en el segundo piso del nº 22 de la calle Viriato, que estaba relativamente cerca. Era un piso pequeño y sombrío, de aspecto tristón y desagradable. Su cuarto era tan reducido que no cabía siquiera una silla, lo que le obligaba a escribir de rodillas, utilizando la cama como mesa27. Allí, en aquel espacio minúsculo que daba a un estrecho pozo de ventilación, Escrivá seguía soñando con la difusión del mensaje del Opus Dei en los cinco continentes.
No sabían cuánto tiempo deberían permanecer en aquella vivienda estrecha, oscura e incómoda: unas cuantas semanas, o meses quizá, hasta que se pacificara la situación.
Ante los ataques, su consejo siempre fue el mismo: «rezar, perdonar, comprender, disculpar». Seguía tratando apostólicamente a personas de perfiles políticos distintos, porque como sacerdote –explicaba– debía tener los brazos abiertos a todos.
Intentaba tender, en la medida de sus fuerzas, puentes de amistad y compresión en medio de una sociedad que se fracturaba, envenenada por ideologías radicales de diverso signo.
* * *
Muchas personas de buena voluntad –y entre ellos numerosos católicos– deseaban un cambio económico y social; pero rechazaban la violencia y la lucha de clases, que era, para otros, el único camino para alcanzarlo.
Tanto unos como otros coincidían en que la justicia social no podía reducirse a la puesta en práctica de las llamadas «obras de beneficencia», que –además de ser insuficientes para remediar los grandes problemas sociales– no iban siempre unidas con la caridad y la comprensión cristiana.
Santiago, el hermano menor de Escrivá, recuerda un suceso menor, anecdótico, que pone de manifiesto la mentalidad de algunas personas que ejercían ese tipo de beneficencia: un día, durante un reparto de comidas para personas necesitadas, una señora, al ver lo sucia que estaba una niña de seis o siete años que había acudido para tomar su ración, hizo un comentario peyorativo en su presencia. «Josemaría excusó a la niña –cuenta Santiago– diciendo que en su casa no tenían agua caliente; que esa suciedad estaría mal en mí, que estaba presente, pero no en la niña»28.
«La caridad cristiana –escribiría Josemaría Escrivá tiempo después– no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender al individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador»29. No concebía una caridad «oficial», «seca», que consideraba «una aberración»30.
Para Escrivá –recuerda Illanes– «el cristiano no es alguien que, además de ser cristiano, tiene una responsabilidad social, sino alguien que, al saberse cristiano, se reconoce situado en el mundo para desarrollar allí todas sus implicaciones, también sociales, de la fe. La responsabilidad social es, en suma, elemento integrante, dimensión constitutiva de la vocación cristiana»31.
* * *
El odio a la religión era cada vez más patente y los sacerdotes empezaron a padecer de forma generalizada un acoso callejero que solo conocían por los libros de historia del siglo XIX. Con frecuencia, cuando Escrivá salía a la calle, los niños de las barriadas extremas, los obreros que iban en un transporte público o los albañiles que trabajaban en una construcción y le veían pasar, comenzaban a insultarle: «¡Una cucaracha! ¡Hay que pisarla!», «¡La España negra!».
Escribía en sus apuntes el 26 de julio de 1931:
Como es costumbre desde la República, esa multitud envenenada por periódicos, folletos y hojas pornográfico-anticlericales, también me insultó a gusto en mis idas y venidas al cementerio.
Anotaré un par de casos curiosos: uno de esos días había, junto a una de las dos fuentes que hay en el camino que va desde la carretera de Aragón al Este, un grupo de chiquillos y mujeres haciendo cola, para llenar de agua sus cántaros, botijos, latas... Del grupo de chiquillos salió una voz: «¡Un cura! Vamos a apedrearlo». [...] Otros días, al pasar yo al lado de la cola hidrófila acostumbraba uno u otro de ellos o de ellas a cantar, en alto, aquello de «si los curas y frailes supieran...»32.
Esa canción, entonada con los compases del Himno de Riego, se había popularizado en los ambientes anticlericales: Si los curas y frailes supieran / la paliza que les vamos a dar / subirían al coro cantando: / libertad, libertad, libertad.
Escrivá se esforzaba por mantener la serenidad cuando le insultaban, le abucheaban por la calle o le tiraban piedras, como a tantos otros sacerdotes de la ciudad, y procuraba contestar en su interior «apedreando con avemarías»33 a sus atacantes, sin decirles nada. No siempre lo conseguía y en ocasiones se dejaba llevar por su temperamento fogoso y les hacía ver con firmeza la injusticia y gratuidad con la que actuaban.
En una ocasión, al pasar cerca de la iglesia de Jesús de Medinaceli, vio a unos niños jugando con una cesta de mimbre vieja, llena de paja y vuelta hacia abajo. Prendieron fuego, y cuando la paja comenzó a arder, palmotearon divertidos: «¡un convento, un convento!».
«¡Dios les perdone a todos!», anotó en sus apuntes34, considerando que muy posiblemente aquellos niños habían aprendido esas actitudes en sus casas.
7 de agosto de 1931. Una nueva luz
Durante aquel verano –el 7 de agosto, casi un año después de su encuentro con Isidoro– recibió una nueva iluminación interior durante la Misa: entendió «que serán los hombres y mujeres de Dios quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo hacia Sí todas las cosas»35. Comprendió la necesidad de que en todos los lugares del mundo hubiera «cristianos, con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos»36.
Aquella