La armonía que perdimos. Manuel Guzmán-Hennessey
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Pues bien, esta nueva ciencia (integradora de todas las demás) devendrá (lo puedo intuir) más desde el arte que de la ciencia, y más desde un nuevo sentido de lo humano que desde la física o la economía clásicas. Algo más de mi intuición que de mis certezas me dice que Salvador Dalí pudo entrever esta nueva disciplina (más adelante me referiré a ello), y algo también más desde mi intuición que desde mi razón me confirma la visión lúcida y profética de Wagensberg, un profesor de teoría de los procesos irreversibles que se interesó por la obra de Dalí y acabó escribiendo sobre ecología con el reconocido ambientalista J. Martínez Allier.
Alexander von Humboldt (1769-1858) intuyó a partir de la comprobación de nuestra enorme complejidad biológica que “todo es interacción”104, la evolución social que iría a tener la ecología: el ambientalismo complejo del siglo XXI, como lo concibe hoy Julio Carrizosa (1935-). Confluencia virtuosa de múltiples saberes alrededor de la protección de la vida, sabiduría que hunde sus raíces en las más antiguas prácticas de convivencia entre los hombres y la naturaleza, la antiquísima filosofía del Tai Zu Kun, a la que también se refirió Carrizosa en el año 2001: “La naturaleza y el hombre se comunican entre sí, todas las cosas en la Tierra están interrelacionadas, sus espíritus están influenciados por cada uno de los otros”. Otro visionario, el sociobiólogo Edward Wilson, conocido como el padre de la consiliencia, escribiría a finales del siglo XX que la mejor manera de garantizar la continuidad de la vida y de la cultura era propiciando la unión de todas las artes y las ciencias105. Tolstói había escrito: “El arte no es un ornamento que se adiciona a la vida; no es tan sólo placer, solaz o diversión, sino un órgano de la vida humana que transforma la percepción racional del hombre en sentimiento”. Herbert Read glosó de esta manera las palabras de Tolstói (según dijo Ramón de Zubiría en el Simposio Permanente sobre la Universidad de 1981, en Bogotá):
El arte no es únicamente un proceso equiparable en importancia con la ciencia para la vida y el progreso de la humanidad, sino que tiene la función única de unir a los hombres por el amor de los unos por los otros y el amor por la vida misma.
De Zubiría, pionero en llamar la atención sobre este vínculo, diría después: “la verdadera utilidad de la unión entre la ciencia y el arte no es otra que la de salvar la vida, estimulando el amor entre todos los seres humanos”106. Estos pensamientos, y muchos de otros autores, nutren nuestra propuesta educativa, llevada a cabo (ya lo he dicho) más desde el corazón que desde el cerebro, pero intentando mezclar adecuadamente las materias de la realidad con las de la ciencia.
Once años para cambiar la economía del carbono
Antes de la Cumbre de París los países trabajaron para alcanzar la meta de frenar el aumento de la temperatura antes del temido límite de los 2ºC. Hoy sabemos que ese límite es insuficiente. El límite actual (señalado por la ciencia: IPCC, 2018) es de 1,5ºC. Pero en el año 2015 no lo sabíamos. De manera que los países idearon un esquema de contribuciones nacionalmente determinadas (NDC, por sus siglas en inglés) que presentaron ante la Secretaría de la Convención Marco de Cambio Climático de la ONU (CMNUCC). De este esquema de negociaciones salió el Acuerdo de París. Los países trabajaron con base en metodologías muy diversas para definir sus metas, algunos tomando como base sus emisiones del año 1990, otros del 2005, otros del 2006, y otros (como Colombia) del 2010, pero todos dijeron que su “contribución” era “ambiciosa y justa”. ¿Qué quería decir, en el año 2015, que era ambiciosa y justa? Que alcanzaría para que no superáramos los 2ºC. Con ello frenaríamos las consecuencias del cambio climático.
¿Cómo se podía saber en 2015 si esas contribuciones nacionales eran “ambiciosas y justas”, si el escenario donde estas contribuciones actuarían, para frenar el problema, aún no había llegado: 2020-2030? No se podía saber con exactitud. ¿Y qué pasaba si descubríamos, en el camino, que estas contribuciones no resultaban ni ambiciosas ni justas? No pasaría nada, debido a que quienes así las calificaron ya no estarían al mando de las negociaciones de sus países y quizá debido a ello ya habían olvidado sus promesas o sus argumentos. No habría a quiénes preguntarle por sus criterios de “ambición y justicia”.
Y si extendemos un poco más el escenario: 2030-2050, ¿cómo podemos saber hoy cuál será la evolución del clima y sus efectos? ¿Acaso aquellas contribuciones fueron formuladas teniendo en cuenta las recomendaciones de la ciencia? Lo que sabemos es que, en la mayor parte de los países, no. Esto también lo sabíamos en el año 2015. ¿Por qué? Muy sencillo, porque no se puede reducir el consumo de carbono sin modificar la estructura fundamental de la economía basada en el uso creciente de combustibles fósiles. Cuando la crisis avance (¿2030-2050?) y haya más víctimas en el mundo debido a las olas de calor, las inundaciones, las sequías, y al aumento del nivel del mar, ¿asumiremos en serio la tarea de modificar la economía del carbono? ¿Será demasiado tarde para hacer la transición hacia una nueva economía basada en energías renovables? Y, en el evento de que la sociedad reaccione y decida emprender los cambios estructurales que se requieren, ¿habrá dinero en el mundo para ello en ese hipotético momento? ¿O todo el dinero de las precarias economías de entonces deberá destinarse a la atención de las emergencias y los desastres: a las víctimas de la crisis global?
La economía intensiva del carbono comprometía, en 2014, aproximadamente el 1,6 % del PIB global107 —algo así como 1,2 billones de dólares— pero los científicos nos advirtieron, a tiempo, que tal situación podía empeorar, debido a que antes del 2030 el mundo podría enfrentar la catástrofe humanitaria de seis millones de muertes al año. Entonces deberíamos invertir el 3,2 % del PIB global para atender esta emergencia. En noviembre de 2019 Oxford Economics reveló que la reducción del PIB global podría llegar al 20 % antes de 2100108. La economía intensiva del carbono está subvencionada con unos cinco billones de dólares anuales109. Si la situación de la emergencia climática de hoy sigue empeorando (sin contar los estragos de la pandemia), es decir, si el nivel actual de emisiones de carbono se mantiene (el actual, calculado sobre datos del 2009), según advierte el escenario rcp 8.8 del Grupo Intergubernamental de Científicos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas110, las pérdidas económicas globales podrán superar el compromiso del 10 % del ingreso bruto del mundo antes de 2100. Este escenario, que los entendidos conocen como el business as usual, le costaría al mundo 26 billones de dólares anuales desde el 2030111. Y un dato del Banco Mundial revela que si estos niveles de emisiones se mantienen, antes de 2030 ingresarán a la línea de pobreza extrema del mundo más de cien millones de personas112, y solo en el sudeste asiático, 800 millones de personas ingresarán a la línea de pobreza extrema antes de 2050113. Algunos estudios calculan que cada grado de calentamiento adicional equivale a 1 % del PIB, con lo cual si el mundo se mantiene por debajo de 1,5ºC sería veinte billones de dólares más rico que si la temperatura sube 2ºC (objetivo del Acuerdo de París, 2015)114. Otros datos indican que un calentamiento de 3,7ºC causaría daños por valor de 551 billones de dólares115.
Pero esa economía intensiva en carbono —¿una economía suicida u homicida?— no tiene que ser eterna. El informe The Energy Report, estudio desarrollado por WWF, AMO y Ecofys, afirma que el mundo puede depender en un 100 por ciento de la energía renovable para 2050116. Ahora bien, la economía intensiva en carbono no es el síntoma, es el problema. La economía de mercado no es necesariamente el problema, sino la economía desregulada que desbordó ‘la voluntad’ de los mercados atendiendo solo al paradigma del crecimiento ilimitado. La doctrina del desarrollo no es el problema, sino la idea de progreso ligada al desarrollo que basa sus postulados únicamente en el paradigma del crecimiento. Algunos han llamado a esta la economía del estado estacionario117.
El desarrollo sostenible (1992) ya no es la solución. Es la prolongación ‘artificial’ de una enfermedad diagnosticada como terminal. Es el espejismo o falso dilema de una cultura que no se resigna a perder