¿Qué es el Derecho global?. Rafael Domingo Oslé
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Contrario a la idea de Estado como actor de su “Derecho de los pueblos”177 y anclado en una concepción liberal de la justicia, el iusfilósofo de Baltimore formuló ocho conocidos principios infor-madores de este Derecho de los pueblos, como lo hicieron James Leslie Brierly o Terry Nardin, en ocasiones anteriores178. Éstos se resumen en: libertad, igualdad, independencia y solidaridad de los pueblos, cumplimiento de los tratados, derecho a la defensa propia y protección de los derechos humanos.
El propio Rawls reconoció abiertamente la imperfección de su construcción. Incluso del octavo principio sobre ayuda mutua entre pueblos advierte que es “especially controversial” (pg. 37 nt. 43), pero no por ello deja de constituir un loable intento: “This statement of principles is admittedly incomplete. Other principles need to be added, and the principles listed require much explanation and interpretation” (pg. 37). Me parece, sin embargo, que éste es el camino adecuado para configurar un ordenamiento jurídico que responda a las necesidades que surgen del nuevo orden mundial nacido de los escombros de las Torres Gemelas.
La gran diferencia entre la teoría de John Rawls y los principios globales que proponemos es que Rawls parte de la idea de pueblo —como “persona moral”— y nosotros de la misma persona, como portadora de derechos (nomóforo). La reinterpretación que hace de las ideas roussonianas sobre las personas (men as they are) aplicándolas a las instituciones y en definitiva a los pueblos (cfr. pgs. 7 y 13) son la clave de mi parcial distanciamiento. Por lo demás, su teoría no resuelve el principal problema del Derecho internacional moderno: la posición de la persona como sujeto de derecho en la sociedad cosmopolita en que vivimos. Cierto es que la “sociedad de pueblos” debe respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales, pero eso sigue siendo un criterio de mínimos, que no pone a la persona en el centro del sistema de Derecho global. Éste es un verdadero puesto.
El concepto de pueblo, con ser más adecuado que los de Estado y nación, no es suficiente, pues hay comunidades políticas más generales que han de formar parte de esta sociedad de “comunidades”, que no necesariamente deben ser de la misma naturaleza. Con todo, en este punto Rawls es flexible, porque con frecuencia habla de sociedades en el sentido amplio de un grupo humano autosuficiente para realizarse institucionalmente como tal. No veo, en cambio, problema alguno en que sociedades dependientes en cierta manera, pero en todo caso transnacionales, formen parte de esta “sociedad de pueblos”. Es decir, no sé hasta qué punto la independencia (principio 1, pg. 37) debe ser condicio sine qua non para la aplicación de The Law of Peoples. Así, comunidades dependientes pero decentes e incluso internamente democráticas nacidas en el seno de sociedades no decentes deberían incorporarse a este entramado.
D. La Geodierética, de Álvaro d’Ors
Fruto de medio siglo de diálogo intelectual con el jurista alemán Carl Schmitt179 son las originales reflexiones de Álvaro d’Ors en su libro La posesión del espacio (1998)180. Tras estudiar la relación —sólo aparentemente incongruente— entre los conceptos de espacio y posesión181, el romanista español ofrece una nueva prospectiva ante la actual crisis de la distribución del mundo por Estados soberanos y nacionales.
Sobre el espacio, concebido como “totalidad del ámbito sensible”182, y por tanto en cualquiera de sus concreciones, hay posesión y no dominio, señala d’Ors. Recupera así nuestro autor el antiguo concepto de possessio romana aplicado fundamentalmente a la tenencia del ager publicus. El derecho de propiedad sería, para d’Ors, “una preferencia sobre cosas determinadas judicialmente protegida”183, como lo es también la posesión, a la postre.
Álvaro d’Ors propone una nueva ciencia —la Geodierética184—, que, como parte de la Geonomía, se ocupa de la ordenación justa de las parcelas del espacio accesible a los hombres. Esta distribución no debe asignarse como si de un dominio soberano se tratara, sino más bien como una “preferencia personal” correspondiente a un administrador de algo común.
La diferencia más importante entre la Geodierética y la Geopolítica es que ésta presupone la idea de Estado, y no aquélla, que “abarca todos los niveles de adecuación del espacio a las necesidades objetivas de los hombres”185. Frente al territorialismo estatista propio de la Geopolítica, al servicio de la estrategia de las grandes potencias, Álvaro d’Ors, gran crítico del Estado moderno, defiende una distribución racional del espacio partiendo del principio de subsidiariedad conforme a “niveles de preferencias posesorias”, que van desde la familia —como primer nivel186— hasta los grandes espacios187. Son éstos una suerte de confederación de naciones no estatalizadas y que no forman entre sí un superestado. D’Ors pone el ejemplo de la Commonwealth británica, pero exige, al mismo tiempo, una mayor autonomía a los pueblos que la integren188.
Estas preferencias personales facultan a sus titulares para exigir judicialmente frente a terceros el respeto debido, y han de considerarse como “servicios” a los demás. Y es que, en el fondo, para d’Ors, todo derecho, es decir, toda preferencia, es en sí misma un servicio189. Aunque matizadas, el lector avisado observará que muchas ideas propuestas en este libro rezuman el pensamiento orsiano. Y no puede ser de otra manera, salvo que pretendiera renunciar a lo más preciado de la servidumbre universitaria: la filiación intelectual.
7. EL IUS NATURALE, A LA SOMBRA DEL IUS GENTIUM
No quiero acabar este primer capítulo histórico sin referirme expresamente al Derecho natural, que, como el Guadiana, aparece y desaparece a lo largo de la historia. Ante él, los juristas y teóricos políticos toman partido de maneras muy distintas, desde la defensa incondicional hasta el ataque frontal, pasando por todos los estadios intermedios. Sólo le rehúye la indiferencia, tan propia de la tiranía posmoderna, pero ni ella ha logrado opacar la impronta del Derecho natural.
No extraña que las frases más bellas de los más afamados filósofos y juristas se hayan escrito a favor y en contra del Derecho natural. No tiene reparo Henry S. Maine en afirmar, por ejemplo, que fue precisamente el Derecho natural lo que hizo superior al Derecho romano frente a otros ordenamientos190. Pero tampoco Jeremy Bentham, en su dura crítica a Blackstone, en calificar el Derecho natural de “formidable non-entity”191. En sus Principles of Moral and Legislation lo describe como “an obscure phantom”192, y, en su Theory of Legislation, denuncia como ficciones o metáforas los conceptos de natural law y natural rights193. Y es que la expresión Derecho natural, tan matizada por unos y por otros, ha pasado a tener significados bastante diferentes, incluso contradictorios194. Muchos de ellos, de una gran riqueza. Por eso constituiría una calamidad intelectual perder este concepto, que, por lo demás, de suceder, la ciencia jurídica no tardaría en recuperar. Así lo muestra la historia.
El ius naturale romano, como expresión de la physei dikaion griega195, acompaña en toda su andadura al Derecho de gentes, pues la sciencia iuris Romanorum no tuvo reparos en derivar las normas directamente de la contemplación de la vida196. Aunque distintos en su origen y objetivos, uno y otro han cabalgado durante siglos juntos, en ocasiones paralelamente, otras veces entrecruzándose, a modo de trenza. Incluso han llegado a identificarse tantas veces. Y esto ha sucedido desde que el propio Cicerón empleara por primera vez la expresión Derecho de gentes y lo hiciera a la luz del Derecho natural, hasta el punto de parecer en ocasiones una misma realidad observada desde diferentes ángulos.
Amparado