Prueba Vol. I. Luiz Guilherme Marinoni
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Asentado en el pensamiento de Susan Haack, Bernad Williams y Alvin Goldman, Taruffo basa su premisa en que, si es posible alcanzar la verdad, aceptada como la correspondencia entre el hecho y la afirmación que se hace sobre éste. Para tanto, Taruffo establece los siguientes argumentos: a) tiene sentido suponer que el mundo entero exista; b) cada enunciado referente al acontecimiento del mundo real es verdadero o falso, a raíz de su efectiva ocurrencia en ese mundo externo; c) esta verdad “objetiva” puede ser conocida73.
Delante de ello Taruffo no solo concluye por la inexistencia de una verdad objetivamente considerada, sino que afirma que esa verdad pueda ser obtenida y demostrada74. De otro lado, rechaza la idea de que la verdad sea el producto del consenso, considerando que algún hecho pueda ser verdadero aun cuando nadie crea en su ocurrencia75.
A pesar de parecer que esas ideas son absolutamente incompatibles con aquello que aquí se defiende, un examen más profundo de la obra de Taruffo demuestra que por más extraño que parezca, las diferencias son más de lenguaje que de los conceptos utilizados.
Es que, aunque Taruffo se refiera a una “verdad objetiva” también reconoce que esa verdad o al menos el conocimiento de ella, está condicionado a limitaciones culturales, técnicas y fácticas. Afirma que “anche senza condividere tesi ontologicamente realiste è possibile ipotizzare che vi sia una verità razionalmente conoscibile e dimostrabile. Si trata dela concezione epistemica della verità, risalente a Dewey ma riproposta più di recente da Michael Dummett, secondo la quale la verità di un enunciato corrisponde alla sua warranted assertibility, ossia all’esistenza di valide giustificazioni per ritenere che un enunciato sia vero”76.
Ahora bien, al aludirse al tema de la “verdad racionalmente cognoscible y demostrable” y a la necesidad de que busquen “justificaciones que muestren que un enunciado es verdadero” parece claro que Taruffo apunta a un concepto que está lejos de ser objetivo pero que sí es racionalizado y justificado. En otras palabras, parece cierto que incluso en la concepción adoptada por el autor, la verdad no está en el mundo externo, sino en el sujeto que la obtiene o crea.
Específicamente en el campo procesal —que es lo único que interesa aquí— la diversidad de la concepción parece mostrarse claramente lingüística. Afirma Taruffo que, en el campo procesal, aunque pueda hablarse de una verdad objetiva, ella es ciertamente relativa77. Y es relativa exactamente por las limitaciones de la cognición humana, al estar condicionada a la cantidad y calidad de las afirmaciones de las que dispone para la formación del conocimiento78.
Aunque fuese posible perseguir la obtención de una verdad objetiva y unívoca, no hay duda de que aquello que efectivamente se conseguirá, siempre es un conocimiento de esa verdad o, en otras palabras, una impresión de la verdad.
Así, tanto dentro como fuera del proceso, si apenas conseguimos obtener impresiones que nos parecen verdaderas —y que son, como afirma Taruffo, condicionadas por varios elementos— no hay sentido alguno en aferrarse al concepto de verdad (objetiva o sustancial) ya que este es un concepto operacional.
Al fin y al cabo, la conclusión de Taruffo no se distancia de aquella aquí expuesta. Aunque él fije la premisa de que existe una verdad externa y objetiva79 reconoce que, al menos para el proceso, su obtención depende de la cognición humana, la cual está naturalmente condicionada. En último análisis, entonces, se tiene que también aquello que se puede obtener en el proceso no es la mencionada “verdad objetiva”, sino apenas algo que tal vez se asemeje a ella al estar condicionada a las limitaciones humanas.
Taruffo llega incluso a realizar una distinción entre verdad y certeza —siendo aquella objetiva y esta subjetiva— pero parece preferir mantener la conclusión de que la relación del proceso sea con la primera y no con la segunda80.
A pesar de eso, parece claro que, siendo la cognición humana invariablemente limitada por varias circunstancias, trabajar con un concepto único y objetivo de verdad es exigir mucho, tanto del proceso como de las personas que se involucran dentro de este. Es por ello que parece más indicado emplear como concepto operativo para el derecho procesal la noción de verdad factible aquí defendida.
8. VERDAD, PRETENSIÓN DE VERDAD Y PROCESO
Lógicamente, apartar la posibilidad de encontrarse la verdad (objetiva, absoluta, externa) en el proceso no es lo mismo que negar alguna importancia para que este sea un parámetro de referencia.
Aunque en la óptica aquí sustentada la noción de verdad absoluta sea intangible, parece correcto que eso no significa adscribirse a alguna concepción radicalmente escéptica o concluir por el “imperio de la falsedad en el proceso”. Por el contrario, la postura aquí asumida pretende apenas mostrar que la “excusa de verdad”, así sea utilizada por muchos procesalistas para defender ciertas concepciones en el proceso civil nacional, parte de premisas manifiestamente equivocadas y absolutamente insustentables.
Así, por ejemplo, cuando se pretende “relativizar la cosa juzgada” bajo el argumento de que el “orden constitucional no tolera que se eternicen injusticias con el pretexto de no eternizar litigios”81 —como si fuese posible apartar la cosa juzgada porque la decisión no encontró la verdad sobre los hechos de la causa y por ende genera una solución injusta— parece evidente recurso a la idea de “verdad absoluta” como el soberano criterio del proceso. El argumento de la necesidad de revisar sentencias cuando la prueba entonces obtenida no refleja la “verdad de los hechos” o de que instrumentos más recientes de prueba deben siempre autorizar la revisión de juzgamientos anteriores parece claramente reflejar el pensamiento que queremos evitar.
Como afirma Laércio Becker, “la búsqueda frenética de la verdad no pasa de ser una barrera de automatismo y supuesta infalibilidad que intenta tornar innecesario cualquier prurito ético en la decisión judicial”82. En efecto, al cogerse un concepto claramente imposible y manifiestamente inalcanzable para ofrecer cierta respuesta a un problema ético judicial, la doctrina esconde el verdadero problema y abre la oportunidad a una solución cualquiera en la que quedan suspendidas todas las exigencias de argumentación razonable.
Recuérdese que el mito de la verdad ya fue el discurso que legitimó la tortura83 y las ordalías. En algunas culturas más recientes el mismo postulado autorizó la práctica de la magia y el recurso a oráculos en el campo procesal84. En la actualidad brasilera, no son raros los ejemplos de decisiones que sustentan sus conclusiones a la “verdad sustancial”85, dando mayor fuera al mito y mayor eco a esa ilusión de perspectiva.
Por cuenta de eso, aunque la pretensión de verdad constituya una de las premisas del discurso jurídico —y del discurso en general— es cierto que esa pretensión se impone, pero en sus propios límites deontológicos como ya se vio anteriormente86. O sea, esa pretensión es una de las condiciones que legitima y justifica el diálogo, pero está lejos de reflejar su producto o de pautar la confianza en las conclusiones a las que llega.
Como se observó a partir de las lecciones de Habermas antes expuestas, el discurso exige algunas condiciones previas de viabilidad. Dentro de estas está la pretensión de veracidad y a la sinceridad de los participantes. No obstante, esa pretensión no se equipará a decir que el discurso sólo existe si incidiera sobre algún objeto verdadero o algo de tal género.