Huye, Ángel Mío. Virginie T.
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—Es muy bonito.
Me sonríe dejando aparecer un hoyuelo en su mejilla izquierda.
—Gracias. La heredé de mi abuela hace unos años y la estoy restaurando desde entonces.
Da la vuelta al coche para abrirme la puerta, como un caballero.
—Ven. Te prepararé un buen té y hablaremos.
Me coge de la mano y tengo un movimiento de rechazo. Nadie salvo Brandon me había cogido de la mano desde hacía mucho tiempo, y esta mano extraña, más ancha y fuerte, me deja una desagradable impresión. Mi anfitrión no se da cuenta de mi incomodidad y me lleva al interior a través de una puerta roja de madera que se cierra tras mi paso. Tengo el tiempo justo de ver su entrada decorada con un espejo, y me lleva a una cocina de última moda, perfectamente equipada, con un inmenso aparato para cocinar y una isla rodeada de altos y confortables taburetes.
—Siéntate ahí. Te prepararé el té.
Aprovecho para mirar a mi alrededor, observando esta estancia con curiosidad. Todo es moderno, aparentemente fácil de manejar, pero siento como un malestar. No hay ninguna foto, ningún objeto decorativo, ningún rastro de vida. Todo es magnífico, pero insípido, como una casa piloto sin alma. Es difícil imaginar que un hombre soltero viva en este lugar. ¿Dónde está el desorden? ¿La ropa sucia por ahí tirada? ¡Señales de vida, caray!
—Tomas dos de azúcar, ¿verdad?
Centro la atención en mi amigo.
—Sí, gracias.
Me pone una taza delante y disfruto del calor en mis manos para volver a centrarme. Me sienta bien estar sentada. Sin embargo, debo reflexionar sobre qué voy a hacer ahora.
—¿Estás preparada para contarme lo ocurrido después de nuestra conversación?
Es verdad que cuando hemos hablado yo estaba llorando, confinada en mi coche. Mi excoche. Después de esa llamada, todo se ha vuelto ex.
—Te dije que me llamaras si lo necesitabas.
—No quería molestarte.
Y eso es cierto. En parte. Ya tengo la impresión de ser una carga para mi exnovio. No quería serlo también para Léon, el amigo que me ha apoyado estos últimos meses, contra viento y marea.
—Tú nunca me molestas, Mal, ya te lo he dicho.
Juega con mis dedos sobre la mesa y un escalofrío me recorre la espalda. Retiro mi mano y me rodeo los hombros para darme calor, aunque dudo que el frío sea responsable de mi piel de gallina.
—Brandon y yo nos hemos peleado.
El recuerdo de las últimas palabras que el antiguo amor de mi vida pronunció obstruye mi garganta con una bola tan grande como un balón de fútbol.
—Todo se arreglará, Mal. Como siempre.
La bola aumenta de tamaño en mi tráquea. Tengo la sensación de ahogarme.
—No. No, no se va a arreglar. Me ha pedido que me vaya. Quiere que hagamos una pausa.
Se me escapa una risa histérica y algo aterradora, incluso para mis propios oídos.
—Todo el mundo sabe lo que significa hacer una pausa. Ha roto conmigo. Me ha dejado. Definitivamente.
Léon aprieta los labios frente a mí dejándolos invisibles entre su barba negra y poblada.
—Brandon es un idiota. Será él quien lo lamente.
Mi risa se transforma poco a poco en sollozos desgarradores y un torrente de lágrimas invade mi rostro antes de que me dé cuenta. Al final, aún tenía lágrimas.
—Ha borrado más de dos años de relación como si nada. Como si ese tiempo juntos no tuviera ninguna importancia. La única que lo lamenta soy yo. Debería haberme esforzado más, debería haber escuchado sus temores. Solo quería que encontrara un trabajo y…
—Shhh. Calla, Mal. Respira. Estás conteniendo tu respiración.
Efectivamente, no he respirado ni una vez durante toda mi parrafada. Los remordimientos me cortan el aliento. Léon me acaricia la espalda de arriba abajo, animándome a inspirar y exhalar a su ritmo. El calor de su palma atraviesa el tejido de mi prenda superior y una vez más, me parece que se está acercando demasiado a mí.
—Me voy a ir.
—No digas tonterías, Mallory. No estás en condiciones de ir a ningún sitio. Ni siquiera tienes coche. ¿Tienes algún lugar adónde ir, al menos?
Me hundo un poco más en el asiento, con los hombros encorvados.
—Tendré que volver a casa de mis padres.
Aunque no me apetece nada, no tengo otra opción. De mis ojos se deslizan lágrimas de vergüenza. Pronto tendré 27 años y voy a tener que volver a vivir con mis padres como una niña. Estoy enfadada conmigo misma por no poder ser independiente.
—Puedes quedarte aquí algún tiempo.
Levanto bruscamente la cabeza y miro a Léon como si le hubiera crecido una tercera cabeza o un cuerno en la frente.
—Eres un cielo, Léon, pero no es una buena idea.
Se levanta cuan largo es y me mira desde toda su altura. Un semblante de miedo se insinúa en mí.
—Realmente, no era una proposición, Mal.
Me levanto y retrocedo en dirección a la puerta.
—Estás empezando a asustarme, Léon. Más vale que me vaya.
Se acerca a mí como un depredador arrinconando a su presa. Así me siento exactamente: una presa atrapada contra una puerta que no se abre a pesar de mis desesperados intentos para girar la manilla.
—Estaremos bien los dos, Mal.
Sus palabras apenas atraviesan la bruma de mi pánico. Sacudo la cabeza, pero tengo la sensación de tener la cabeza de algodón. Tengo serias dificultades para controlar mis ideas y cuando abro la boca, tengo la repentina impresión de que mi lengua pesa una tonelada. Me desplomo a medias contra la puerta mientras que Léon se acerca más. No parece estar preocupado por mi extraña debilidad y entonces surge en mí una sospecha.
—¿Qué me has hecho?
Mi voz apenas se oye. Posa su mano en mi mejilla y soy incapaz de esbozar el gesto de repulsión que quisiera hacer. Mis piernas me sujetan con dificultad. Siento que me deslizo poco a poco hacia el suelo. Antes de que me caiga del todo, Léon pasa un brazo bajo mis piernas y por mis espalda y me pega a su ancho torso. Mi cabeza se zarandea en un ángulo doloroso, pero soy incapaz de ponerla recta.
—Pensaba tener algo más de