Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón Bouchet

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Dulce y sabrosa - Jacinto Octavio Picón Bouchet страница 12

Dulce y sabrosa - Jacinto Octavio Picón Bouchet

Скачать книгу

pero usted no es para mí. La mujer debe buscar uno de su igual.

      En seguida bajó los ojos, fingió turbarse, y terminó diciendo:

      – Por Dios, don Quintín, déjeme usted vivir tranquila.

      Claramente comprendió el vejete que aquella mujer le consideraba como caballero, y además como peligroso. No le faltó más que oírse llamar guapo.

      En seguida sacó la chica un caramelo que llevaba oculto entre los pliegues del corpiño, le quitó el papel, se lo llevó a la boca, hizo como si quisiese y no pudiese partirlo con los dientes, y, por último, se lo presentó, húmedo todavía, a don Quintín, diciéndole:

      – Pártalo usted y deme la mitad.

      El estanquero no pudo más. Miró a uno y otro lado del pasillo, vio que nadie venía, y cogiendo a la avispa por el talle, a riesgo de quebrarle un ala, la atrajo hacia sí y le plantó en el cuello un beso como no se lo había dado a mujer alguna desde la regencia de Espartero, exclamando:

      – ¡Tú vas a ser mi perdición!

      – ¡Y usted la mía! – repuso ella con la voz trémula, como desposada que viera descorrerse las cortinas del tálamo.

      El momento fue solemne. Los dedos del ex – miliciano oprimían la cintura de la corista, cuyo cuerpo temblaba como pájaro en poder de niño.

      Mariquita murmuró con extraordinaria dulzura:

      – ¡Por Dios, don Quintín!

      – Él, estrechándola con más fuerza, dijo:

      – ¡Llámame Quintín nada más!

      – ¡No, no quiero! – repuso balbuciente y medrosa – . ¡No sea usted malo… no quiero perderme… no me pierda usted!

* * *

      En los sucios pasillos del teatro comenzó a desarrollarse el idilio más conmovedor del mundo. ¿Dónde hay poesía tan intensa como la del tronco viejo que de improviso empieza a reverdecer y retoñar?

      Don Quintín se relajó en el cuidado y vigilancia de Cristeta, quien, a decir verdad, no lo sentía, porque mientras estaba con don Juan, para nada se acordaba de su tío y éste, prescindiendo de su sobrina, como en justa reciprocidad, siempre andaba en busca o en espera de Mariquita.

      La endiablada mozuela, ciñéndose a las instrucciones de don Juan, se hacía desear mucho, tardaba en acudir a las citas, luego venía armada de malicia, fingiendo estremecimientos, vacilaciones y sonrojos que la hacían más apetitosa; y si se dejaba tocar por el ex – miliciano remozado, en seguida se le escapaba de entre las manos, como si le tuviese condenado a eterna dedada de miel, sin esperanza de mayores goces. Las burlas de su amor eran muchas y frecuentes: las veras, escasas y tardías; de suerte que don Quintín pasaba, no las de Caín, sino las de Tántalo; pero era tal su pasión, que con un apretoncillo cada cuatro o seis días, con un abrazo de cuando en cuando, tenía bastante para seguir entusiasmado. No había cosa que no estuviera pronto a sacrificar por Mariquita: el estanco con anaquelería, puros, carteras de sellos, papeles de matrículas, todo se le antojaba poco para arrojarlo a los pies de aquella sirena. ¡Cuán horrible le parecía, al volver a casa, la severa figura de su esposa doña Frasquita! ¡Qué fea estaba con aquellos parches de alquitira en las sienes y aquella eterna labor de calceta azul entre las manos! Y no era lo malo que doña Frasquita hiciese medias, sino que luego se las ponía. ¡Qué diferencia entre aquellas groseras fundas de algodón, con que cubría sus escuálidas piernas, y las mallas que apretaban y contenían los bien formados encantos de Mariquita! ¡Oh amor, cómo pusiste al pobre don Quintín! ¡Desde la guerra de Troya no había hecho la pasión tan cruel estrago en un hogar como lo hizo en aquel estanco!

      Porque sucedió que mientras don Quintín y Mariquita pudieron verse en el teatro, de nada se enteró la esposa engañada; pero luego, al terminar el año cómico, ni él tuvo pretexto para salir a callejear todas las noches, ni su enamoramiento quiso transigir con la ausencia del bien amado. La corista entonces, cumpliendo órdenes de don Juan, tan bien dispuestas como generosamente pagadas, empezó a enviar misivas a don Quintín.

      En vano rogó éste a la que consideraba su amante que no le mandase chicos con recaditos, ni mozos de cordel con cartas.

      Mariquita llegó a decirle:

      – ¡Eres un mandria; anda, bayeta, si me quisieras de veras, no tendrías miedo a la estantigua de tu mujer!

      Por fin, la catástrofe se vino encima.

      Uno de aquellos billetes amorosos cayó en manos de doña Frasquita. ¡Y en qué momentos! Precisamente cuando era cosa resuelta que don Quintín acompañase a Cristeta en su campaña de verano. La carta interceptada estaba escrita con la peor intención del mundo; la fraguó don Juan, dijo luego a Mariquilla cuál había de ser su contenido, y después ella misma la redactó con espantables faltas de ortografía. Sus párrafos no dejaban lugar a duda. Doña Frasquita supo de un golpe que la querida de su marido era corista, que habían tenido sus diálogos pecadores en el teatro, y que, según ella le ofrecía, en el punto donde durante el verano había de trabajar Cristeta continuarían aquellos vergonzosos desórdenes. Para que nada faltase, la individua debía de ser una desuellabolsas y sacadineros, porque la epístola concluía de este modo:

      Quintín mío, esta es para decirte que no se te olbide benir a buscarme pronto una noche, para yevarme a desempeñar el mantón, que me lo as ofrecido, y a ber si me traes o me compras, para trabajar afuera este berano, media dozena de pares de medias muy vistosos, mono mío. Adiós, pichón, y es tullo el corazón de esta que te quiere y verte desea y no te olbida.

      Mariquita.

      La cólera de Jehová cuando supo los retozos de Adán y Eva, fue cosa de risa comparada con el furor de la estanquera. No bastaron a torcer la resolución que adoptó ni el temor a que se malease la sobrina ni siquiera los cuatro duros diarios que llevaba de sueldo. Doña Frasquita era algo avara; pero antes de tolerar que su marido acabase de corromperse y perderse comprando medias a una sinvergüenza, consintió en que Cristeta saliese de Madrid acompañada de una doncella, costara lo que costara. Menos ruinosa resultaría la doncella que la pérdida de su marido. La escena que pasó entre los cónyuges fue trágica. Primero Frasquita rogó, suplicó y lloró, mientras don Quintín aguantó, cruzado de brazos, jurando y perjurando que el origen de aquello debía de ser una broma pesada de algún mal intencionado; por último, exasperada la esposa, empuñó un formón viejo que servía para desclavar cajones, y amenazó enérgicamente a su marido, diciéndole:

      – ¡Te mato cuando estés durmiendo, y luego me mato yo! ¡Vamos a salir en los papeles!

      El pobre don Quintín cedió amedrentado.

      La maquinación del conquistador estaba bien urdida. El mismo día y en el mismo tren en que partió Cristeta para Santurroriaga salió el utilísimo Benigno, el ayuda de cámara de don Juan, destinado por éste a servicios análogos a los que el padre de los dioses exigía de Mercurio. Benigno iba vestido a lo burgués, llevaba instrucciones reservadas, y Cristeta no le conocía.

      Capítulo VII

En el cual hay viaje, separación, monólogo y principio de algo más grave

      No queriendo don Juan que su amada viajase en compañía de los demás cómicos ni en coche de segunda, como correspondía a su categoría artística, le proporcionó para sí y la doncella un reservado y fue a despedirla a la estación, donde cubrió el asiento que debía ocupar con un precioso ramillete de flores y una cestilla llena de exquisitas

Скачать книгу