Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón Bouchet

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Dulce y sabrosa - Jacinto Octavio Picón Bouchet

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de percal a comprar buñuelos para que sus tíos tomaran chocolate, ni recordaba en nada la humilde comiquilla de los primeros meses de contrata, en que iba a los ensayos con velo negro, como van al taller las oficialas de modista. Ahora parecía un figurín francés: llevaba un magnífico abrigo gris, largo y muy ajustado al talle; sombrero de anchas alas, adornado con lazos negros; en la mano un saquillo de piel de Rusia, y al subir al vagón mostró que, según su costumbre, iba primorosamente calzada. La doncella vestía con decencia, pero de modo que nadie pudiera dudar que fuese criada.

      Ella sentada dentro del vagón, y él de pie en el estribo, Cristeta y don Juan estuvieron hablando un buen rato y sin testigos enojosos, porque doña Frasquita no permitió que su marido fuese a la estación para despedir a su sobrina.

      – ¿Qué día vendrás? – preguntó ella a su amante.

      – Lo antes posible.

      – Piénsalo bien – dijo luego Cristeta mirándole con severidad no exenta de cariño – . Te agradezco mucho todas tus finezas; pero…, no puedo adivinar qué fin va a tener esto. Conozco que te quiero, y éste es un mal… ¡sabe Dios! Ahora estamos a tiempo… Si te has de portar mal conmigo… déjame. Por lo menos, el recuerdo que conserve de ti no tendrá nada de rencor.

      – ¡Tonta mía! ¡Qué cavilosa eres!

      – Es que… entiéndelo bien… nunca me resignaré a que mi amor sea cosa de juego. Yo podré no tener exigencias ridículas; pero tampoco me dejaré tratar como… ya me comprendes.

      Don Juan, no sabiendo qué responder a tan sinceros avisos, se contentaba con mirarla rendidamente.

      De pronto silbó la locomotora, lanzó tremendos resoplidos, crujieron los herrajes, arrancó el tren, dejando al galán en el andén con un «adiós, vida mía», en la boca y Cristeta permaneció asomada a la ventanilla hasta que le perdió de vista, agitando el pañuelo en la mano.

      Durante el viaje adquirió el convencimiento de que aquel hombre se le había entrado al corazón más de lo que acaso conviniera. Todo el camino fue pensando en lo distinto que era Juan de cuantos pretendientes tuvo.

      Echada en el fondo del vagón, sin dormir ni cambiar palabra con la doncella, se quedó como ensimismada. Unos ratos sus reflexiones semejaban examen de conciencia: mentalmente se hacía reproches por haber dado oídos al amor; otros momentos parecía complacerse en los recuerdos que su memoria iba evocando… En verdad que las galanterías de Juan habían sido de extraordinaria delicadeza: fue el único que, al dirigirse a ella, no tuvo en cuenta exclusivamente su belleza: no cabía duda de que le parecía, no hermosa, sino hermosísima; pero jamás se lo expresó con osadía ni se permitió atrevimientos de mal gusto… algún beso, eso sí; pero un beso casi respetuoso. Nunca mostró desconocer ni olvidarse del decoro debido a la mujer amada. Otros procuraron seducirla fingiéndose enloquecidos por su belleza, no elogiando más que sus encantos materiales: Juan le había dado a entender muchas veces que también apreciaba en ella el ingenio y la bondad: además, había hecho lo posible por despertar en su ánimo aversión a la vida teatral, en lo que tenía de peligrosa. Y sobre esto último pensó mucho Cristeta, porque el teatro y el arte que ella se había fingido leyendo dramas y comedias en la trastienda del estanco o apoyada de codos en el mostrador, no eran el arte y el teatro que la realidad le presentaba. Soñó con una vida toda poesía y encanto, y tropezó con una existencia llena de vulgaridad y desilusión. Por otra parte, ya no podía confundir su afición con su disposición: ya sabía que sus facultades no eran bastantes a eternizar su fama, ni muchísimo menos. Acaso estuviera predestinada a tener que contentarse con ser actriz mediana, de aquellas a quienes nadie echa de menos cuando mueren o se retiran. Era aplaudida por elegante, picaresca, graciosa y bonita, o por salir medio desnuda: todos decían al verla: «¡qué guapa!», rara vez la celebraban como artista. Harto lo comprendía ella, sin forjarse esas dañosas ilusiones con que el amor propio ciega y pierde a los vanidosos… y, además, recordaba que la única persona que había contribuido a promover estas ideas era Juan. Por supuesto, que sus indicaciones fueron hechas con exquisita discreción. Sí; aquel hombre lo tenía todo: galante, fino, cariñoso, espléndido, inteligente, bien educado… hasta guapo mozo, que es la última de las condiciones que debe exigir la mujer. ¡Vaya si era guapo! ¡Qué modo tenía de mirarla! Sus expresivos ojos sabían decir cuanto callaba su comedida lengua. Pero lo que causaba a Cristeta verdadera delicia era la convicción de que don Juan se apenaba cada vez que la veía salir a escena ligera de ropa. Indudablemente tenía celos del público, y por lo mismo que el seductor puso empeño en alejar del pensamiento de la mujer toda idea de pasión exclusivamente sensual, la mujer se obstinaba en persuadirse de que, no sólo con sus perfecciones morales, sino también con sus encantos físicos, le había enamorado.

      Toda la noche soñó despierta con don Juan, experimentando dulzura inefable ante la idea de que él compartiese el sentimiento que había inspirado. El monólogo fue muy largo, e innumerables las ideas que mientras duró se encadenaron y sucedieron, quedando al término de todas evidenciada la existencia de un grave peligro para Cristeta. Don Juan era hombre de posición social muy superior a la suya; ella no lo ignoraba, y a pesar de esto le había rendido el albedrío. Don Juan no se aventuró a una sola demostración que indicase atrevimiento, ni dio un paso en el camino de la conquista material; nunca tuvo ella que decirle: «las manos quietas», pero ¿qué pasaría si llegasen las cosas a este terreno? ¿Cómo ponerle a raya, si tal aconteciera? Pensar en boda, sería bobada: don Juan no había de casarse con una comiquilla. ¿Qué quedaba, pues, en el fondo de aquella mutua inclinación sino la perspectiva de unas relaciones predestinadas a morir sin madurar o a convertirse en contrato pasajero?

      Cristeta no quería acostumbrarse a la idea de que su pasión creciese fuera de la Iglesia y a espaldas del Registro civil; pero aún le repugnaba más la posibilidad de perder a don Juan.

      Mirando tristemente el ramo que le había dado al salir de Madrid, imaginaba que a veces el amor tiene igual destino que las flores: se cortan con mimo, se les quitan las espinas con cuidado, se agrupan con arte, se aspira su aroma con delicia, se conservan artificialmente unas cuantas horas, y luego quien las deseó con vehemencia, las tira con desprecio.

      En suma, Cristeta desconfiaba sinceramente de saber ni poder ni querer resistir a don Juan, y al mismo tiempo su dignidad femenina se sublevaba, temiendo que el abandono pudiera ser para ella el mismo despeñadero que para tantas otras. Acaso llegase a conformarse con la idea de perderse por amor; mas no podía transigir con la perspectiva de ser una pérdida. Amar y entregar el alma, y, considerándolo como miserable esclavo del alma, hacer también regalo de su cuerpo… tal vez; pero a un solo hombre, y ese había de ser él.

* * *

      Llegada que fue a Santurroriaga se hospedó en el piso segundo de la Fonda de España. El criado de don Juan, que no la perdió de vista desde que se apeó del tren, se albergó en el mismo establecimiento, y después de saber dónde se había alojado, a fuerza de propinas, consiguió que le trasladasen a una pieza contigua a la que ella ocupaba: en seguida de lo cual dirigió a su amo un telegrama. Después aquel hombre utilísimo, más digno de mandar que de servir, esperó a don Juan, el cual llegó a las cuarenta y ocho horas.

      Así urdida la trama, amo y criado se encontraron casualmente en la puerta del hospedaje, y ante el encargado de la fonda, como amigos a quienes el azar reúne, hablaron de este modo:

      El criado. – Si va usted a estar aquí muchos días, pida usted que le den el cuarto que yo tengo, porque la vista del mar es una delicia… Yo me voy pasado mañana.

      El señor. – Hombre, se lo agradezco a usted mucho. Y luego, dirigiéndose al encargado:

      – ¿Hay inconveniente en que ocupe la habitación de este caballero?

      El de la fonda. – Ninguno. ¿Qué más nos da?

      Don

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