Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón Bouchet
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– ¿Estás ahí, vida mía?
– Sí.
– ¿Quieres que hablemos por aquí?
– Bueno; ¡pero me da una risa!…
– ¡Qué angostos son a veces – dijo don Juan – los senderos que Dios nos deja para que caminemos hacia la dicha!
– Chico, parece que nos amamos por cerbatana.
– ¿Oyes bien?
– Sí, pero tengo que pegar la oreja a la cerradura.
– ¡Alma mía!
– ¡Juan de mis ojos! ¡Monín!
A la media docena de exclamaciones melosas sonaron simultáneamente dos carcajadas, y en seguida dijo don Juan:
– Cristeta, vida mía, esto me parece el colmo de la ridiculez.
– A mí también: tu voz suena como silbido de mirlo.
– Pues abre la puerta.
– ¡Calla, loco!
– Nada más que entornada.
– ¿Para qué?
– Tú lo has dicho: para no ponernos en ridículo ante nosotros mismos.
– Sí, pero, ¿y luego? Tengamos juicio.
– No seas tonta.
– ¿Quieres que sea loca?
– ¿No estoy yo loco por ti?
– Sí, pero tu locura buscará alivio en mi perdición, y para la mía no habría remedio.
– ¡Vaya un discreteo, y cómo se conoce que eres mujer de teatro!
– Y tú hombre de mucho mundo, que es uno de los tres enemigos del alma.
– Vamos, abre, paloma.
– ¿Y qué prometes?
– Cerrar cuando tú lo mandes.
– ¿Palabra de honor?
– Lo juro.
Oyose el estridente correrse del pestillo, entreabriose la puerta, y, merced a la luz que cada interlocutor tenía en su cuarto, pudieron ambos verse perfectamente.
La puerta quedó separada de su marco cosa de un palmo, y por aquel espacio alargó don Juan ambas manos, estrechando entre ellas una de Cristeta, que ésta tuvo la caridad de no retirar.
– ¡Parece mentira! – decía él – . La prueba de que te quiero está en la cobardía, en el temor de ofenderte con que te miro y te deseo.
– Sí, pero te agarras.
– ¡Maldita tormenta! ¡Estábamos tan bien en el balcón!…
La alegría retratada en el rostro de don Juan le acusaba claramente de mentiroso. Había empezado por no tomar a Cristeta más que una mano; después fue subiendo las suyas hasta cogerle la mórbida y delicada carnosidad del brazo, que mostraba desnudo fuera de la manga de la bata, y acabó por dar un golpecillo a la puerta con el pecho, dejándola medio abierta; de suerte que pudo acercarse mucho más a su novia y cogerle amorosamente la cintura, aunque sin oprimírsela con demasiada libertad.
– ¿Qué es esto? – exclamó ella fingiendo un enojo que no sentía, y moviendo la puerta con un pie.
– ¿Qué ha de ser? Que con esta maldita puerta me hago daño. ¿Pero qué tienes? ¿Desconfías de mí? ¿No hemos estado solos mil veces en tu cuarto del teatro en Madrid?
– Es verdad… esto es bufo, y vamos a concluir burlándonos uno de otro.
– Y en amor – añadió don Juan – no hay cosa peor que el ridículo.
Estaban en lo cierto. La situación era propia de sainete. Cristeta tenía el cuerpo echado hacia adelante, para que don Juan pudiera estrecharla el talle, y él, ansioso de no perder lo conquistado, había metido medio cuerpo por entre puerta y marco; con lo cual, en vez de personas formales, parecían chiquillos jugando al escondite.
– Basta de niñerías – dijo don Juan de repente, atrayendo hacia sí la puerta y abriéndola de par en par – . Entra en mi cuarto, o déjame que entre en el tuyo, y hablaremos tranquilamente.
– ¿Tranquilamente?
– ¿Lo dudas?
– ¡Como no me has avisado que venías, y luego has tomado ese cuarto!
– ¿Había de irme lejos pudiendo estar cerca? ¡Dilo, alma mía!
Don Juan se había ya entrado a la habitación de Cristeta, y con la mayor naturalidad, sin arranque de enamorado fogoso ni señal de ataque a lo que debía respetar, fue a sentarse en el sofá, ni más ni menos que si llegara de visita. Ella, sonriente, monísima, se colocó frente a él, en una silla baja, y durante unos segundos ambos permanecieron callados.
Don Juan pensaba: «Todavía no». Cristeta se decía: «¡Veremos!»
Luego hablaron de cómo hizo cada cual el viaje, del tiempo que Cristeta había de estar allí, de cuándo partiría él, hasta que, según costumbre en tales casos, sin saber por dónde, volvieron al eterno dúo en que las promesas de amor se resuelven en suspiros, y se acaban en mimos las frases comenzadas con palabras. Sin duda que andaba cerca de allí un diablo ocioso, y quiso atormentarles, que es, según San Macario, lo más grave que puede acaecer a cristianos, porque al poco rato sucedió que don Juan, alzando suavemente a Cristeta de la silla baja donde estaba y sentándosela muy junto a sí en el sofá, comenzó a decirle miles de cosas amorosísimas, que ella escuchaba dándole gracias con los ojos. No pretendió el diablo tentarles más, o don Juan quiso dejar la tentación para otro día, porque levantándose de repente, como quien se aparta de un grave peligro, se pasó las manos por el rostro, y dijo:
– No, Cristeta, esto es una locura… Adiós, hasta mañana; estás hermosísima y te quiero demasiado. – Y echando a andar hacía su cuarto, entró y cerró la puerta, mientras Cristeta quedaba en el sofá confusa y asombrada, no sabiendo qué sentimiento dominaba en su espíritu, si pena de amor contrariado o gratitud por el respeto que recibía.
Al encerrarse don Juan en su habitación se dejó caer sobre una silla, admirado de su propia heroicidad. No hubo en aquel momento rasgo de casta entereza que no recordara con desprecio. ¿Qué José, huyendo de la mujer de Putifar? ¿Qué Octavio, esquivando a Cleopatra, podían comparársele? Porque estas dos damas fueron caprichosas pervertidas, y estaban