Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

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Nubes de estio - Jose Maria de Pereda

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juro, mi respetable y respetado amigo— replicó el otro sin atragantarse con el pastel que mascaba,– que es justicia seca, por desgracia de usted. Sí, señor; y usted no sabe todo el placer y bienestar que me proporciona, cuando en mis tristes alegatos, como los de hoy, me devuelve ciento por uno, y particularmente si a cada nuevo fenómeno de los que le pinto en mí, me responde que le conoce usted treinta años hace por experiencia propia…

      – Tantísimas gracias,– recalcó el otro entonces, saludando con la cabeza.

      – Es la verdad— prosiguió el médico,– aunque usted se empeñe hoy en meter el asunto a barato; y no por la increíble enormidad de que yo fuera capaz de gozarme en los padecimientos de usted, sino por el absurdo disculpable y corriente de que antes hablábamos; porque cuanto más envejecido veo en otro paciente el mal que me atormenta a mí, más garantías de larga vida me ofrece. De todas maneras, amigo y señor mío de mi alma— continuó el mozo dando la primera dentellada al último pastel del platillo,– dure lo que durare este suplicio que padezco… y padecemos, es muy duro de sufrir: no hay hora placentera, ni rato con sosiego; se desmedra y aniquila uno tontamente…

      – Y ¿qué tal de apetito?– preguntó aquí de golpe y muy risueño el escuchante, después de echar una rápida ojeada al pedazo de pastel que tenía Casallena entre manos, y a la cacharrería desocupada que quedaba a su lado sobre la mesa.

      – Pues gracias a que no le he perdido por completo— respondió el interpelado muy serenamente y sin alterar el ritmo acompasado de su masticación.– Con el estómago sin lastre, soy hombre muerto.

      – Y por eso lastra usted a menudo, a lo que veo.

      – Maquinalmente, créalo usted.

      – ¿De modo que con este lastre, ya no necesita otro… hasta el de la cena?

      – Es posible que tome antes un sorbete… Me entonan mucho esas golosinas heladas cuando estoy nervioso, como estos días empecatados.

      Sonriose aquí el hombre maduro, y, cambiando súbitamente de gesto, preguntó al mozo:

      – Y dígame, compañero de plagas, y hablando con la mayor formalidad, sin que esto quiera significar que ha sido broma lo otro, ¿no ha hallado usted, en medio de las torturas de su neurosis, algo, relacionado con ella, que moleste más que la neurosis misma?

      Meditó unos instantes el interpelado, mirando de hito en hito al interpelante, y acabó por encogerse de hombros.

      – Pues yo lo he hallado muchas veces— dijo entonces el último:– ciertas gentes que le motejan a usted de huraño si sufre en silencio el azote de sus males; y le califican, con burla, de aprensivo, y le comparan con las mujeres dengosas, si les expone usted el motivo de la mala cara con que le ven y por lo cual le riñen. Para estas gentes, naturalezas de pedernal, nadie está enfermo mientras no lleve las tripas en la mano o la cabeza despachurrada. ¡Y esas mismas gentes, pletóricas de salud, llaman al médico a deshora porque tienen la lengua un poco blanquecina!

      – ¡No me hable usted de esas gentes!– exclamó el joven, exaltándose de golpe basta la indignación.– Las conozco bien; me han atormentado mucho con sus zumbas irracionales… No soy hombre sanguinario ni rencoroso; pero le aseguro a usted que, al oírlas, las hubiera pegado un tiro.

      – Justamente— asintió el otro con la mayor sinceridad.– Un tiro. Es lo único que se me ha ocurrido a mí en cada caso idéntico; pero un tiro en la misma boca del estómago. ¡Egoístas! Y vamos a otra cosa: ¿quiere usted, no sanar, porque eso es imposible, pero aliviarse algo de esas tarantainas?

      – Pero, hombre, ¡si llevo agotados cuantos recursos caben en todos los sistemas curativos, desde la hidroterapia hasta!…

      – ¡Qué hidroterapia ni qué camuesas! Todo eso es… barometría como dice un comprofesor de usted, que no ha querido ejercer desde que se toma la temperatura del enfermo con termómetro, y se le dan inyecciones de morfina entre cuero y carne. ¿Ha visto usted muchos carreteros con neurosis? ¿muchos cavadores?… ¿muchos hacendados de esos que parecen cavadores y carreteros?

      – Ni uno.

      – Pues ahí está el golpe: hágase usted un poco carretero, un poco cavador, un poco negociante; quiero decir, despréndase de aquello que más le separa espiritualmente del negociante adocenado, del cavador y del carretero, y verá usted cómo, poquito a poco, se va usted robusteciendo y entonando. El consejo no es nuevo ciertamente; pero no por viejo deja de parecerme más racional y recomendable cada día. Usted, como poeta, pero de los nacidos para serlo… Y note usted de paso, amigo Casallena, qué fino estoy esta tarde: antes le ponderé como médico, y ahora le ensalzo como poeta…

      – Así estoy yo de abochornado y de corrido…

      – Son más sinceros mis elogios que esa protesta; y si le he llamado la atención hacia ellos, es porque, como usted sabe muy bien, no los uso a diario… y vamos al asunto. Usted es poeta, repito; y como tal, lleva usted en el cerebro y en el corazón mayor cantidad de ideas y de sentimientos de la que proporcionalmente le correspondería si la distribución de esos dones la hiciera Dios por partes iguales entre sus criaturas más o menos racionales. Esa sobrecarga, amigo mío, es la que desequilibra y abruma, porque, con singularísimas excepciones, siempre cae en cuerpos que no pueden con ella. ¿Qué tiene usted que oponer a esta teoría?

      – Nada absolutamente como teoría; pero como caso práctico referente a mí, mucho, ¡muchísimo!

      – ¿A ver?

      – Ni yo soy poeta del calibre que usted me da, ni hay en mí esa sobrecarga de ideas ni…

      – Pura modestia, más o menos falsa.

      – Corriente; pues seamos inmodestos por un instante, y supongamos que llevo sobre mí ese excesivo bagaje que usted dice: ¿cómo me las arreglo para ser un poco carretero, y un poco cavador, y?…

      – Escandalícese del consejo, y llévenme a la cárcel, por dársele, los que no sean cavadores, ni carreteros, ni hacendados que lo parecen; pero tómele si tiene mucho apego a la pelleja: no haga usted coplas.

      – ¡Santas y buenas! Pues si no escribo una medio siglo ha…

      – El escribirlas es lo de menos: lo grave está en pensarlas, en el condenado vicio de estar revolviendo de día y de noche el rescoldo de la mollera. Eso es lo que mata. Haga por olvidar que le tiene allí, acostumbrándose poco a poco a mirar más hacia afuera que hacia adentro; déjese de ser haragán, y conviértase en hombre trabajador.

      – Perdone usted; pero me parece que no casa bien con lo otro de las fatigas y vigilias de que usted quiere descargarme, para mejorar de salud, eso de llamarme haragán…

      – Es que no soy yo quien se lo llama: se lo llaman el cavador y el carretero, y el negociante rico que parece carretero y cavador. Para estos vanidosos del trabajo, no merece tal nombre el que no pueda traducirse inmediatamente en fruto positivo y material, como el trabajo del buey. Pasarse las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, luchando a brazo partido con los fantasmas de la cabeza; perder la salud y la vida por dar forma, y color, y movimiento en un rimero de cuartillas a un mundo que le bulle a usted en embrión en la sesera, no es trabajar ni Cristo que lo fundó. Los trabajadores de esta especie son vagos de profesión en el concepto de aquellos caballeros admiradores del buey, lo cual no impide que, cuando son ponentes en un litigio sobre ochavos, o se quejan en público de una infracción de las leyes de policía urbana, hagan gemir las prensas con el dictamen o el «remitido,»

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