Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

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Nubes de estio - Jose Maria de Pereda

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señor y amigo de toda mi consideración y respeto; pero si tan racional y recomendable es el consejo que usted me da para curarme de mis males, ¿por qué no le utiliza usted para curarse de los suyos, que tienen la misma procedencia?

      – Porque no lo hice cuando era tiempo de hacerlo; hoy, comenzando a envejecer y encenagado ya en el vicio, no tengo fuerzas para desarraigarle ni tiempo para empeñarme en ello. Además, por cuestión de esos cuatro días más o menos que me quedan, ¿a qué cambiar de postura? Prefiero pasarlos de borrachera en borrachera, hasta morir, como el beodo del cuento, abrazado a la cuba de mis amores. Y con esto dejémoslo, que es peor meneallo; y siquiera para demostrarme que quiere usted poner en práctica mi consejo, mire usted hacia afuera y recree los ojos un instante en ese ramilletito que pasa. Cuatro son las flores, ¡y qué bizarras! ¿Quiénes son ellas? Quiero decir, dos de ellas, porque a las otras dos ya las conozco, así como a la señora que las acompaña.

      Volviose todo ojos Casallena, después de afirmar sus lentes sobre la nariz, y respondió, alargando mucho el cuello hacia el ramillete, como si intentara olerle:

      – Las dos desconocidas son forasteras: crema fina de Madrid.

      – Vamos, de esa que usted canta cuando pulsa la lira de los salones… ¡y ese sí que es vicio feo!

      Sonriose Casallena como si tomara el dicho por una de las cosas compasibles de su interlocutor, y díjole:

      – ¿Volvemos al ramillete?

      – Con mucho gusto; y digo a ese propósito que me han parecido mejor que las dos madrileñas, las otras dos de acá que las acompañaban… porque, o yo no he visto bien, o eran las de Brezales. Parece mentira que sean hijas de tal padre… buena persona en el fondo, eso sí; pero de un corte de todos los demonios. La morena es cosa superior: tiene una cara de enigma tebano, que se la doy al más valiente.

      – Sobre todo, de una temporadita acá,– apuntó maliciosamente Casallena.

      – ¡Hola, hola! Conque de una temporadita acá… ¿Y qué enfermedad es ella, señor doctor?

      – Pensé que usted la conocía, y por eso aventuré la observación.

      – Le juro a usted que no sé palabra.

      – ¿Es usted de fiar?

      – ¡Hombre! ¿Esas tenemos ahora?… ¡Tras de las intimidades que nos hemos confiado?

      – Es que la dolencia de que se trata, no es del cuadro patológico de las nuestras.

      – Tanto mejor para conocida..

      – Le aseguro a usted que si no mienten mis informes, y son el Evangelio, hay en el caso para un comienzo de novela.

      – ¡Para un comienzo de novela! ¡Y se lo callaba usted! ¡Ni que anduvieran tiradas por los sucios esas cosas!

      – ¿Ve usted cómo no resulta hombre de fiar? ¡Si conoceré yo a las gentes!

      – Señor de Casallena, tentador de apetitos contrariados: ¡el caso, o la vida!

      – ¡Canario! ¿Es seria la intimación?

      – A muerte.

      – Pues siendo así, no vacilo en la elección. Entrego el caso.. Oiga usted lo que se dice, y es la pura verdad…

      Pero no pasó de aquí la historia, porque aparecieron delante de los dos interlocutores, y en el vano de la puerta del café, hasta tres amigos de ambos, concurrentes infalibles a la mesa a aquellas horas. Mozos eran los tres, y, año arriba, año abajo, de la edad de Casallena. Soldados de una misma legión, también tenían su correspondiente nombre de guerra, por el cual eran bien conocidos; porque hay que advertir que Casallena no se llamaba así ni en los registros civiles ni en los libros parroquiales. Juntos peleaban a menudo en el revuelto campo de las letras; y aunque bisoños los cuatro, habían ganado ya lauros que los hacían bien merecedores del entusiasmo con que luchaban por ellos, en el vagar que les dejaban las tareas de sus deberes profesionales. Dicho sea en honra suya, eran, con sus no muy viriles frontispicios, desgarbados por la insulsa indumentaria que imponían las leyes de la crema elegante, una ejemplar excepción entre muchos de sus congéneres: esa juventud frívola que se conforma con vestir a la última moda y caer bien en los salones de tono, y tiene en poco a los que saben algo de más jugo que eso. Los tres saludaron al hombre de la cara hosca, de los lentes de oro y de las barbas grises, con un apelativo más cariñoso que puesto en razón, y fueron correspondidos con sendos y cordiales apretones de manos. El más mozo de los cuatro amigos, y, por ende, de los tres recién llegados, Juan Fernández de mote, era la encarnación palmaria de la alegría descuidada y bulliciosa. Hablaba a voces y se reía a carcajada seca; atestaba sus ocurrencias de equívocos chispeantes, y con el sombrero en la coronilla, las manos acá y allá, las piernas como las manos, los grises ojos retozones y la voz desembarazada y resonante, remataba sus vehementes períodos con citas atinadísimas de personajes estrafalarios o de autoridades de gran nota. Escribía mucho y con frecuencia; y con ser tan hablador, aún corría más su pluma que su palabra. Pero, por una de esas incongruencias fenomenales en que se complace a menudo la naturaleza, este mozo, tan regocijado y tan ligero en su trato familiar, tan chancero y risotón, no escribía jamás en broma. Dábale el naipe por los asuntos serios, y era un dogmatizador de todos los diantres y un crítico de los más hondos.

      Pues este tal, picando en muchos puntos a la vez y metiéndolos todos a barato, entre restregones de pies, crujidos de la banqueta y disparos de carcajadas, tuvo la culpa de que a Casallena se le olvidase, cuajada en la misma punta de su lengua, la historia que había prometido al señor de la cara hosca. Pero no era éste de los que renuncian fácilmente a satisfacer los antojos de la curiosidad, cuando les muerde de veras; y en aquella ocasión le mordía de firme por lo visto, pues apenas hubo pasado lo más recio y estruendoso de aquel coreado palabreo, encarose con Casallena y le dijo:

      – Venga ahora eso que iba usted a contarme cuando entró esta gentezuela.

      Pero también esta vez se le atascó la historia en la garganta, y fue causa de ello la presencia de un nuevo personaje que se acercaba entonces a la mesa desde el fondo del café.

      Mozo era también, como los otros cuatro; pálido, más que algo pálido; miope, afilado de faz y no muy medrado de cuerpo. Andaba con lentitud y sin hacer ruido con los pies. Llevaba entre los dientes una pipa de espuma, a medio culotar, y en la pipa un disforme tabaco con sortija; los brazos muy pegados al tronco, y las manos en los bolsillos del pantalón; el espinazo bastante encorvado, y el cuello muy erguido, por lo cual lo primero que se veía, y más chocaba en él, eran dos cosas: la cruz que formaba su puro descomedido encalabrinado en la pipa, con la línea horizontal de su fino bigote, y el centelleo de sus lentes, heridos de plano por la luz. Vestía y calzaba según los cánones más rigorosos de la moda reinante, y era limpio y atildado de pies a cabeza, en persona y en arreo. Los que sólo le conocían de verle en público tal como queda descrito, le tomaban por el prototipo del gomoso insubstancial y petulante, y abominaban de él. Después de tratado a fondo y de conocer sus gustos y su correa para conllevar impávido contrariedades y achaques que a otres hombres más fuertes los ponen a morir, se convenía en que era mozo de raro temple; cuando estos datos se sumaban con su estilo descarnado y lacónico y con ciertas y bien comprobadas genialidades, resultaba un carácter, cosa que no abunda en los tiempos que corren, y menos en los mozos que se usan; y, por último, después de añadir a esta ya respetable suma la cuenta que daba de lo que había visto, y sentido y observado en sus largos y extraños viajes, llegaba a confesar el más duro de convencerse, que en aquel cuerpo endeble había también un alma de artista. Y no quedaba otro remedio que

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