Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

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Nubes de estio - Jose Maria de Pereda

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yo me desvivo por hacer algo, por crear algo, que no se ha hecho aquí todavía, porque quizás no se ha sabido hacer, o no ha habido hombres con bastantes agallas para intentarlo. Yo con la pluma, yo con la palabra, yo con mi prestigio (que alguno tengo aquí y fuera de aquí; aunque me esté mal el decirlo), he trabajado, vengo trabajando, como todos sabéis, de muchos años a esta parte, en todos los ramos de los intereses materiales: desde la policía urbana, hasta lo que vais a tener el honor de conocer dentro de unos instantes; y todo por la prosperidad y engrandecimiento del pueblo que os vio nacer; y debo decirlo muy alto: me envanezco de verme poseído de este sentimiento patriótico; de ser tan patriota como el primero… ¡más patriota que ninguno de mis convecinos, por muy patriotas que sean! («¡Bravo, bravo!» en los sitios de costumbre.) Pues bien, señores, así y todo, yo tengo enemigos, y de muy varias calidades: hay quien pone tachas a mis concepciones, y más de dos sabiondos que llaman de zapatero a mi estilo. Así, señores, ¡de zapatero! Claro está, señores, que yo desprecio estas miserias, porque estoy a inmensa altura comparado con toda esa cáfila de charlatanes envidiosos. («¡Por ahí, por ahí!» en las sillas de siempre.) Sí, señores, ¡de envidiosos! ¡La envidia! Ésta es la rémora en este desdichado pueblo que casi me vio nacer (¡Bravo, bravo!), donde jamás habrá armonía entre los elementos pudientes, ni se llevará a cabo mejora que valga dos cominos, porque a los hombres de genio se les ahoga; y basta que una cosa la proponga Juan, para que la combata Pedro, su envidioso enemigo, por buena y útil que ella sea…

      Al llegar a esta palabra el orador, le atajó el presidente con un recio matraqueo de la campanilla acatarrada.

      – Estoy a las órdenes de Su Señoría,– dijo enfáticamente el atajado, soñando, quizás, en sus modestas alucinaciones, que en aquellos instantes estaba trabajando por el bien de la nación entera en los escaños del Parlamento, a la faz de la Europa, que le decretaba retratos de cuerpo entero en las cajas de cerillas.

      – Déjese usted, señor Vargas— contestole el presidente, con una suavidad que cortaba un pelo en el aire,– de pomposos tratamientos que no corresponden a la humilde categoría del puesto que aquí ocupo, y tenga la bondad de considerar que todo eso que usted nos cuenta está fuera de su lugar en esta ocasión y en este sitio, ademán de ser muy grave.

      – ¿Muy grave?– exclamó el de los tres proyectos, con fingida pesadumbre, porque se relamía de gusto interiormente al caer en la cuenta de que, sin pretenderlo, había revuelto un poquitín de cisco, a modo de incidente parlamentario.

      – Muy grave, sí— insistió el presidente,– y muy fuera de sazón, como se lo voy a demostrar a usted.

      Y se lo demostró en muy sencillos razonamientos. Sancho Vargas, como todos los humildes de su calaña, tenía por enemigos y por envidiosos a cuantos discrepaban de sus rotundos pareceres en lo más mínimo, y no acataban sus proyectos como a las palabras del Espíritu Santo, cuya sublime autoridad no había alcanzado todavía él. Siendo esto notorio, como igualmente lo era que a sus instancias estaba reunida allí la Sociedad para discutir la importancia de los proyectos que él sometía a su juicio y a su dictamen, o sobraba la reunión, o estaban de más las palabras duras con que el proyectista castigaba de antemano a los que pusieran tachas a sus obras.

      – Por lo demás— añadió el presidente,– ¡dichoso usted, que tiene enemigos que le envidien! Para mí los quisiera yo; porque, o no entiendo jota en achaques de la vida, o sólo es envidiable y envidiado lo que descuella sobre la masa anónima del vulgo. En ningún tonto se ceba jamás la envidia.

      Aquí se clavó el de los tres proyectos, tomando por donde más le halagaba la sutil ironía del presidente; y no fue poca fortuna para todos, porque con los razonamientos anteriores, que le escocían como un vapuleo, iba hinchándose de «noble indignación» el vapuleado; sus partidarios se retorcían en sus asientos, y a don Roque se le encrespaban los pelos grises: señales todas de una borrasca que, por poco que durara, había de durar más que la luz de las seis velucas, que se corrían como unas condenadas y se anegaban en lagrimones como rosarios de almendras.

      En fin, que tras del obligado tiroteo de explicaciones, y protestas, y salvedades entre el orador y el presidente; dos intentonas malogradas de don Roque de arenga fogosa a sus partidarios para que, «como un solo hombre,» empujaran avante en la Sociedad los grandiosos y salvadores proyectos de aquel perínclito ciudadano (paráclito dijo él), que de su cuenta quedaba después sacarlos triunfantes arriba con la fuerza de sus influjos, bien conocidos de todos; una ligera escaramuza, nacida de estos malogros, entre Butibambas y Muzibarrenas, por asomos de los nunca fenecidos resabios de prepotencia tradicional entre las dos dinastías, y vuelto a lanzar el quos ego por el presidente para calmar el agitado oleaje de aquel mar insulso, desenfundó el hombre de los tres proyectos los papelotes del primero, y comenzó a dar cuenta de él. Decía el rótulo:

      Medios de mejorar las condiciones higiénicas, económicas y morales de la masa obrera de esta capital.

      Después iba un preámbulo enorme, en que se discurría larga y perezosamente, hasta con citas en latín de Breviario, sobre la reciprocidad de deberes entre los pobres y los ricos; causas con causas, efectos mediatos e inmediatos de las crisis mercantiles del mundo conocido, y, por consecuencia, de las actuales penurias «del proletariado trabajador;» y por fin y remate se exponía el modo razonado, «en el humilde concepto» del razonador, de redimir al obrero de aquella localidad de las dos tiranías más insoportables y perniciosas: la tiranía del propietario, y «la del aire putrefacto o corrompido.» Para conseguir este gran triunfo, se fabricaría un barrio de obreros, al tenor de lo marcado en los croquis que acompañaban a la Memoria, en el extenso campo baldío «radicante» al extremo Oeste de la población. Las casas serían anchas y bajas, aisladas unas de otras, con su jardincito delante y su huertecito atrás; su comedor con estufa para el invierno, y una terraza al saliente para jugar las criaturas y tomar el fresco toda la familia en las noches de verano; amplia y bien soleada cocina, con servicio de agua a caño libre… y por el estilo lo restante.

      – Y ¿cuántas casas de esas entran en el proyecto?– preguntó un socio impaciente, no se sabe si con recta o torcida intención.

      – Todas las que se necesiten,– contestó con altivez el sustentante.

      – Vamos— replicó con suma humildad el otro,– a razón de una por cada obrero que se presente. ¡Pues casas son! Y suponiendo que haya terreno bastante para construir esa nueva ciudad, ¿de dónde ha de salir lo que cuesta tan grande obra?

      – De donde lo haya, y sin meter mano en las arcas de usted— respondió muy amoscado Sancho Vargas,– como hubiera usted visto inmediatamente sin necesidad de preguntármelo. ¡Bueno estaría, señores, mi proyecto, si, por aliviar las cargas de esa benemérita clase menesterosa, arrojara yo otra tan pesada sobre los hombros de los pudientes! ¡No, señores, no acabo de caerme de un nido! («¡Bravo!» en algunas sillas. Don Roque guarda la frase feliz en su memoria, para utilizarla en la primera ocasión que se le presente.) Se cuenta con que el Ayuntamiento, disponiendo de lo que es suyo, ceda el terreno gratis, y con que el Gobierno de la nación dé el dinero necesario para las obras. (Rumores de varias clases en todas las filas del salón. El presidente se rasca suavemente la cabeza con un dedo encorvado, y dice algunas palabras al vocal de su derecha, que cierra los ojos, y, a su vez, se rasca la barba con otro dedo, encorvado, también.)

      – ¿Tendría la bondad de decirnos el señor don Sancho— preguntó un socio muy cortés de la minoría,– si se ha de pagar algo por vivir en esas casas?

      – ¡Buen nabo arrancaría el pobre obrero con el regalo que tratamos de hacerle— respondió con olímpico desdén el sustentante,– si tuviera que pagarle en alquileres! Para no salir de tiranos, ¿a qué redimirle del casero, que le esquilma hoy?

      – Entiendo

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