Nubes de estio. Jose Maria de Pereda
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Se cuentan aquí todos estos pormenores, que a algún suspicaz pudieran sonarle a pujos de meterse de mala manera en la hacienda del excusado, o cuando menos a voto de censura a los araucanos de aquella mayoría, pura y simplemente porque no se dude de la veracidad del historiador, al describir, como se ha descrito, la desnudez y las tinieblas de aquellos ámbitos, tan ilustres por sus destinos. Se sabe ya, pues, por qué no había más luz ni mejores muebles en el local de La Alianza Mercantil e Industrial, etc., etc., y queda a salvo de la tacha de inverosímil, entre las gentes «despilfarradoras,» la pintura que se hizo de aquel cuadro. Y adelante ahora con el cuento, es decir, con la historia.
Cuando entró Brezales en la sala, aún no había comenzado la sesión, y los concurrentes, de pie y fumando los más de ellos, departían en corrillos sobre el triple objeto de la convocatoria, o sobre la importancia o impertinencia de cada uno de los tres proyectos; o bostezaban de fastidio, según las circunstancias y los genios; pero sobre todos los rumores del salón, descollaba la voz del proyectista, rebozada, digámoslo así, en el continuo y desacorde crepitar de los papeles que manoseaba y revolvía hacia un lado y hacia otro, hacia arriba y hacia abajo, golpeando sobre ellos a lo mejor y metiéndose los al más frío por los ojos. Tras el hechizo de aquella voz se fue el bueno de Brezales, paso a paso y de puntillas, con las manos cruzadas sobre los riñones, la cabeza un poco vuelta y el oído en acecho. Llego así al grupo, conteniendo hasta la respiración y haciendo señas con un dedo sobre los labios para que no se diera nadie por entendido de su llegada; se colocó detrás del sustentante, bajando mucho la cabeza y retorciendo un poco más el pescuezo para recoger, con el único oído que de algo le servía, hasta las migajas de aquel sabroso palabreo; y cuando el hombre que se desmedraba por el bien de sus ingratos convecinos puso fin al razonamiento que tenía entre dientes a la llegada de Brezales, éste, conmovido de entusiasmo, le abrazó por la espalda, exclamando al propio tiempo:
– ¡Eso es hablar con substancia! ¡Eso es pensar con aplome! ¡Eso es hacer algo por el verdadero progreso de la localidad! Señores— añadió dirigiéndose a todos los del grupo,– hay que votar eso y que apoyarlo… hay que echar hasta los hígados para que se realice, y para ello cuenten ustedes con lo que soy, con lo que tengo y con lo que valgo.
El de los proyectos se volvió hacia Brezales, de cuya presencia no se había percatado hasta entonces; y tras una mirada de alto abajo, que, bien leída, significaba «eso es lo menos que yo sé discurrir cuando me pongo a ello,» y respondió en voz melosa y con disfraces de tímida.
– Gracias, señor don Roque; pero verá usted cómo no pasa ninguno de los proyectos, como sucede con todo lo verdaderamente serio y útil que se presenta aquí. A mí, personalmente, poco me importa, porque confío en que no ha de faltar en el día de mañana quien haga justicia a mis desinteresados desvelos; pero lo siento por este pueblo que os vio nacer, en cuyo daño vienen a parar todas esas… miserias, por no decir otra cosa.
– ¡Envidias! dígalo usted, y muy alto, porque es la verdad— exclamó Brezales, decidido ya a todo por obra de sus entusiasmos.– Envidia, envidia y no más que envidia.
– Eso— dijo humildemente el otro,– a Dios que los juzgue; pero bien pudiera ser.
En esto se oyó, hacia la única mesa que había allí, el repiqueteo de una campanilla clueca, señal de que iba a comenzarse la sesión. Los concurrentes, sin dejar de fumar los que fumando estaban, fueron arrimándose a las paredes del local, descubriéndose poco a poco y sentándose en las sillas. Ocuparon las suyas detrás de la mesa el presidente y dos individuos de la junta directiva; y después de los trámites de reglamento, aquel señor, de buena traza por cierto, con palabra bastante fácil y no mal estilo, dio cuenta del objeto de la reunión. Hecho esto, dijo:
– El señor don Sancho Vargas tiene la palabra.
El aludido por el presidente era el hombre de los tres proyectos. Ocupaba una de las sillas arrimadas a la pared frontera a la mesa. Le hería de lleno la extenuada luz de uno de los cabos de la puerta, y se le distinguía bastante bien a tres o cuatro pasos de distancia. No había nada más visto que él en la población, y quizás consistiera en eso el poco relieve que daba su persona en el flujo y reflujo, en el ir y venir del público semoviente. No chocaba por alto ni por bajo, por flaco ni por gordo, por guapo ni por feo; lo mismo decía su cara afeitada al rape, que con barbas; igual le sentaba el vestido flojo y descuidado, que el traje de media etiqueta, y tanto daba suponerle una edad de cuarenta años, como de sesenta y cinco. Las dos caían bien en su físico adocenado e insignificante. No era nativo de aquella ciudad, a la cual, siendo él muchacho aún, se había trasladado su padre desde otra relativamente cercana y donde la suerte no se le mostraba muy propicia en sus especulaciones mercantiles. Mientras fue mozuelo, no se le conocieron otras aficiones que el atril del escritorio, el fisgoneo de las vidas ajenas y la compañía de los «señores mayores.» Muerto su padre, continuó él, su heredero único, los negocios de la casa, ni muchos ni muy lucidos. Esto acabó de afirmar allí su reputación de juicioso y serio; y como hablaba en juntas, comisiones y corrillos formales, y ponía comunicados en el «órgano de la plaza» sobre el ramo de policía y capítulos del arancel de Aduanas, y nunca se sonreía, y además desdeñaba el trato de los hombres algo mundanos, artistas, poetas y demás «gente perdida» de la sociedad, ciertos señores del comercio le admiraron, y aun le juraron por listo y por capaz de todo lo imaginable… Y como la espuma desde entonces.
Alzose el tal de la silla, con el rollo de sus papeles entre manos, y comenzó a hablar en estos términos, palabra más o menos, con voz lenta, algo flauteada y temblorosa, como la de aquel que tira del hilo de su estudiado discurso con miedo de que se rompa o se le trabe a lo mejor:
– Señores: me levanto con el temor y la cortedad que son propios de las personas humildes como yo, cuando, después de concebir grandes, colosales proyectos, se creen en el deber patriótico de exponerlos ante un concurso tan ilustrado como el que en este momento me presta su atención. («¡Bravo!» en varias Partes de la sala.) Además de estos motivos, hay otros particularísimos a mi humilde persona, que me hacen confiar muy poco en el buen éxito de mis tres últimos proyectos; y digo últimos, porque, amén de los ya bien conocidos de todo el mundo, tengo otros, igualmente vastos y transcendentales, que no conoce nadie más que el modesto ciudadano que tiene el honor de dirigiros la palabra en este instante, y que de día y de noche, robando las horas al sueño y al descanso corporal, se sacrifica al bienestar de sus semejantes y al engrandecimiento de la ciudad que casi le vio nacer. (¡Ah! ¡Oh! ¡Mucho! ¡Mucho!) ¡Gracias, señores míos; gracias por