Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

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Nubes de estio - Jose Maria de Pereda

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de la libra de velas de marras; pero fuera de estos casos, siempre que se las había con las falanges del presidente, que eran las mejor vestidas y de más gramática, perdía la batalla; y eso le pasó aquella noche con motivo del nombramiento de la comisión de tres individuos, por más que se brindó a ser candidato él mismo para dar mayor prestigio a la cosa, y los apasionados del autor del proyecto hicieron prodigios de fortaleza. Toda la comisión salió de los otros.

      Con la rescoldera de este trago en el cuerpo, se alzó nuevamente, después de reanudada la sesión, el heroico autor de los tres proyectos para dar cuenta del segundo. En el cual se trataba de una Indispensable y definitiva reforma del puerto de aquella ciudad.

      – Pido la palabra,– dijo, al enterarse del caso, un concurrente gordo, grandote, muy planchado y extenso de pechera, bigotes erizados y ojos de paquidermo.

      – ¿Para qué la pide usted?– le preguntó el presidente.

      – La pido— respondió el otro con un retintín muy singular,– porque de esos particulares tengo yo que hablar, ¡y mucho! (Risas y exclamaciones de un estilo nuevo allí aquella noche.)

      Prometiole el presidente que hablaría cuanto quisiera, pero a su debido tiempo, y mandó continuar en su tema al sempiterno preopinante. El cual dio lectura a una larga disertación, con latines también, en que se intentaba demostrar que las reformas actuales, que tantos caudales costaban ya al erario público, eran deficientes y absurdas; que se había cortado con miedo la bahía, y que era de imprescindible necesidad, para la conservación del puerto, sacar toda la línea de muelles construidos y proyectados medio kilómetro más al Sur.

      – ¿Otra tajadita más?– exclamó un oyente.– Pelo a pelo, se quedan los hombres calvos.

      – Esa es la opinión del vulgo, que no ve más allá de sus narices,– contestó con altivo desdén el de los proyectos.

      – Gracias, señor narigudo— replicó el oyente, que era de los bien vestidos.– Pero eso mismo nos solían responder los sabios que se empeñaron en la actual reforma, calificada de absurda ahora por usted, cuando los chatos la llamábamos disparate.

      – No es el caso el mismo— repuso el gran proyectista,– puesto que ustedes desaprobaban la reforma porque robaba mucha bahía, y yo la declaro absurda porque no roba todo lo que debe.

      – Pues por mí— dijo el otro,– que la roben de punta a cabo; ¡para lo que queda ya de ella!…

      – ¡Ah, señores!– exclamó el sustentante, tomando aires de profeta gemebundo,– y ¡cuán lamentable es hablar de memoria en tan delicados particulares! ¡Cuán lastimoso el desconocimiento de determinados principios científicos! ¡Si los hubiérais estudiado como yo, robando el tiempo al dormir, por no quitársele a los deberes mercantiles que sobre mí pesan! ¡Si hubiérais conversado largamente con los hombres de la facultad, como he conversado yo, una, dos, diez, ciento y mil veces, en este pueblo y fuera de él con vigilias y dispendios cuantiosísimos, y no del peculio ajeno, sino a expensas del propio, con el más honrado, con el más patriótico, sí, señores, con el más patriótico desinterés! ¡Ah, señores: si supiérais vosotros, como yo sé, lo que son los hilos de corriente, y la ley maravillosa de las arenas en suspensión! ¡Si supiérais, repito, que es un hecho, comprobado por la ciencia, en sus cálculos de gabinete, que cuanto más angosto es un canal, mayor es el tiro de la corriente, y mayor la cantidad de sedimentos que se lleva consigo!

      – ¡Vaya si sabemos eso, aunque chatos, quiero decir, aunque legos!– saltó de pronto el mismo concurrente bien vestido.– Y aún sabemos algo más: sabemos, sin habernos costado grandes vigilias ni cuantiosos dispendios; en fin, lo que se llama de balde, que cuando la anchura del canal sea cero, no entrará en él un mal grano de arena… ni tampoco una gota de agua.

      – Esa es una exageración de mal gusto,– replicó Vargas en tono despreciativo.

      – Esto es— afirmó el otro, sin enfadarse,– un corolario de las perogrulladas científicas que tan caras le han costado a usted… aunque no tanto como al puerto.

      El hombre gordo de bigotes erizados y ojos de paquidermo, que no cesaba de murmurar por lo bajo desde que había salido a relucir aquel asunto, pidió aquí la palabra; pero con tal interjección y de tal modo, que el presidente se apresuró a concedérsela, y lo hizo en estos términos:

      – Diga usted lo que guste, señor Acémilas.

      – Aceñas— rectificó el aludido, entre una explosión de risotadas del concurso.– Aceñas; Juan Aceñas, que no es lo mismo.

      – Es cierto— añadió el presidente,– y usted me perdone, señor don Juan, la equivocación, que fue motivada por la semejanza de las dos palabras.

      – Puede usted excusarse explicaciones— dijo Aceñas arrellenándose más a gusto en la silla,– y hasta quitarme el don, aunque me sobra din para llevarle, porque a mí me tienen sin cuidado lo mismo las pullas de arriba, que las risotadas de abajo; yo sé lo que soy, y sé lo que es cada uno de los demás aquí presentes, y a esto me atengo… Vamos, ¿no ha quedado sobrante un poco de risa para celebrar esta «animalada de Aceñas,» como se llama por ahí a todo lo que yo digo?… ¿No?… ¡Qué pobres hombres éstos, que ni siquiera saben reírse a punto y sazón! Señor presidente, yo empiezo por no levantarme para hablar, porque si las sillas no se han puesto aquí para comodidad de los que las pagamos, no sé yo para qué canastos se han puesto… Además, yo no entiendo de ese teatro que ahora se usa en estas reuniones, como si fuéramos a hacer leyes para la nación..¡Comedias! (Redobles de campanilla y advertencias del presidente.) Voy allá de contado; pero que conste lo dicho. Todo lo que aquí se ha manifestado, principalmente en lo que toca a reformas del puerto, en una sarta de disparates.. (Protestas de muchos, y en especial de Sancho Vargas y de Brezales.) No hay que picarse, caballeros, porque lo que digo de lo que aquí se ha dicho, lo extiendo a lo que en el puerto, se ha hecho… Porque (exaltándose brutalmente) yo tengo también mi proyecto correspondiente, pensado por mí… discurrido por mí… estudiado por mí, paso a paso sobre el terreno; y quiero que este proyecto se conozca, y se estudie, y se ejecute… y se ejecutará, porque tengo medios, sin contar con los de ustedes, que no necesito para hacer que se tome en consideración donde debe de tomarse. Este proyecto mío, que se imprimirá en su día para que le conozca el mundo entero, he querido explicarle aquí, aunque sólo por encima, porque supe que se iba a presentar otro esta noche, que es el del señor Sancho Panza… digo, Vargas… También yo confundo los nombres, señor presidente. (Éste se muerde los labios, por no reírse, mientras sacude la campanilla, y Vargas vomita tempestades de indignación, cortadas por sus idólatras.) Sólo que el señor don Sancho tiene menos correa que yo, a lo que veo… ¡Otro pobre hombre! ¡Apurarse ahora por una asnada más o menos de este borrico de Aceñas!… Sí, señor, de este borrico… Así me llama usté a mí cuando me mientan delante de usté… Pues ahora vamos a ver quién es más; y para ello, dígase y conózcase mi proyecto, y compárese con el suyo. (Atención con sonrisas y zozobras.) El proyecto mío no se anda con miseriucas y chapucerías de cuartillo de agua más o menos, quitado al caudal de la badía; yo tomo las cosas más en grande y más de lejos: o echarlas patas arriba de una vez, o no poner mano en ellas. En mi plan entra también la ciudad entera, con un desarrollo territorial de legua y media, por el Oeste y Norte, y poco menos por el Nordeste y Sur clavado. Diréis… «ésta es otra burrada de Aceñas.» (Risas y rumores varios.) Pues van a ver ahora los sabios de la matemática cómo no hay que estudiar en muchos libros para hacer esos milagros. Yo no me quedo en el puerto; yo salgo de él, y, siguiendo la costa de la parte de acá, me planto en Cabo Chico, y desde allí saco un espigón, mar afuera, de una largura de dos millas, vara más o menos; y de pronto, tuerzo a la derecha sesgándome un poco, y sigo con el muro hasta empalmarle con el peñasco

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