Nubes de estio. Jose Maria de Pereda
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Las excusas de don Roque y los relatos de su mujer anotados por Petrilla, dieron para los fríjoles, para las chuletas de ternera y hasta para unas frituras de lenguado que había por extraordinario aquella noche; pero cuando llegó el turno a los postres (pasta de guayaba contrahecha y queso de Flandes), ya no había de qué hablar, y reinó el silencio en el comedor, que, por más señas, ni era grande ni chocaba por lo bien vestido: un aparador embutido en la pared; un espejo mediano sobre una chimenea, en la de enfrente; un trinchero en la inmediata hacia la calle; papel de a peseta en todas ellas, más un reló y dos bodegones malos; una lámpara de pacotilla; la mesa, con muy modesto servicio; unas sillas de nogal… y nada más.
El estado de ánimo de Irene hacía muy violenta la situación en los demás comensales, sin otros ruidos allí que el de los platos y tenedores, y el ir y venir de la fámula que servía a la mesa. Había que romper de cualquier modo aquel silencio tan embarazoso para todos, y a Petrilla se le ocurrió pedir a su padre que contara lo que había pasado en la reunión de La Alianza. No podía ofrecérsele a don Roque un plato más de su gusto para fin y remate de la cena. Le daría el asunto para mucho más de lo que se necesitaba, y ocasión de nuevos desahogos de la bilis que aún le abrasaba.
Comenzó el relato con la mayor parsimonia, y poco a poco se fue calentando: puso a unos en los cuernos de la luna, y a otros para pelar; llegó hasta las lindes de lo elocuente en ciertas ocasiones, y en otras al foco mismo de lo desbaratado y feroz. Dijo hasta desvergüenzas. Pero el demonio de la chiquilla, fuera por el simple deseo de enredar más el asunto, o porque lo sintiera así, tuvo la ocurrencia de ponerse de parte de los otros; y remedó a varios de los de su padre, y los pintó de tal arte, que doña Angustias se atragantaba de risa, y a la misma Irene le apuntaban amagos de ella entre los labios. A Sancho le desolló vivo.
– ¡Eso sí que no te lo consiento!– exclamó entonces, hasta iracundo, don Roque, que ya se había amoscado de veras con la deslealtad de su hija.– Búrlate de los demás, búrlate de mí mismo, de tu mismo padre, si quieres; pero no me toques a ese hombre, ni en broma. ¡La única cabeza de ley que hay en el pueblo! Y en últimos y finalmente, ¿qué sabes tú de esas cosas, bachilleruca del diantre?
– No te me enfades, papá— respondió Petrilla con una sonrisa, y un acento, y un caer de ojos que pellizcaban,– porque no vale la pena; pero desengáñate: ese Sancho… Panza, es tonto, y tonto por lo serio, que es el peor género de tontería que se conoce.
– ¡Chiquilla!
– Corriente; que no lo sea— añadió Petrilla hecha una malva al ver a su padre tan sulfurado.– Después de todo, como yo no me he de casar con él…
Y como en esto acabara doña Angustias de guardar los postres en el aparador, y comenzara la doncella a recoger la cristalería y los mendrugos de pan; apagadas las iras de don Roque y vuelto a su ordinario y pacífico nivel por la virtud de cuatro zalamerías de Petra, diose por terminada la sobremesa, y cada mochuelo (salva sea la comparanza) se fue a su olivo.
Don Roque y su mujer salieron los últimos. Al abocar al corredor, y no habiendo nadie que los oyera, dijo al primero la segunda, en voz muy baja y en tono algo dolorido.
– Estas negruras de Irene no se despejan.
– Ya se le irán despejando— contestó, quizá de buena fe, don Roque.– Y de todas maneras, mañana… será otro día.
– V— El «Casino Recreativo»
Debe saberse cómo ejercía de miembro de aquella sociedad el señor don Roque Brezales. Desde luego entendía por Casino, no las salas de juego, ni los gabinetes de lectura, ni el amplio vestíbulo, ni tantas otras piezas «secundarias» del local: a todo esto lo miraba él con una indiferencia que rayaba en menosprecio. El verdadero Casino, el único Casino, lo que por Casino entendía y reverenciaba don Roque, era el salón «principal,» aquel salón de rojas colgaduras de terciopelo, espesa alfombra, mullidos sillones y voluptuosos divanes, gran chimenea de mármol con juego de reló y candelabros, espejos de «cuerpo entero» y vistoso mirador. Aquello sólo era el Casino para él, y apurándole un poco los entusiasmos, cierto camarín, de vara y media en cuadro, embutido entre el patio y el extremo más remoto de un pasadizo; y no por el mechinal en sí, sino por cierto aparato prodigioso de blanquísima porcelana que contenía, arrimado a la pared, con su impetuoso y abundante chorro de agua cristalina, que bajaba, no sabía él de dónde, pero que duraba en continua descarga tanto como permaneciera su dedo pulgar apretando el botón que había al alcance de la diestra. Las horas muertas se pasaba el buen hombre entre aquella porcelana fría y reluciente y aquel botón, aprieta que aprieta, por dar a sus oídos el regalo del estruendo de aquella catarata, que parecía, por el sonar, una cellisca, y se iba hundiendo, con rumores de hervor y gorgoritos, por el tragadero invisible de «este demonches de cosa.» Grande era el entusiasmo con que usaba y abusaba de ella; y mayor aún su indignación contra los inciviles socios que no se conducían allí con la compostura y los miramientos respetuosos que él.
Pero, al fin, se resignaba a que este mínimo departamento sirviera para todos. No así por lo que toca al salón. El salón era suyo, exclusivamente suyo y de una docena escasa de caballeros privilegiados como él. Y tal cual lo pensaba, sucedía. El salón, en rigor de verdad, era de ellos; y siéndolo venía de otros tales, como por juro de heredad, desde los tiempos más remotos. Para ellos solos era el calorcillo de la chimenea en los días invernizos; para ellos la frescura del salino ambiente que inundaba en verano aquellos ámbitos desocupados; para ellos el recreo del holgado mirador a las horas convenientes; para que ellos descabezaran el sueño después de la bazofia del mediodía, los cómodos sillones; para que desentumecieran las piernas sin la molestia del ruido de las pisadas, el alfombrado pavimento, y para ellos, en fin, antes que para nadie, la servidumbre de la casa, que les limpiaba el polvo de las botas cuando llegaban del paseo; iba a los respectivos domicilios a buscarles los paraguas o los abrigos, según los casos; les abría o les cerraba las vidrieras; aumentaba o disminuía la luz de los mecheros; les llevaba los recados para este amigo o para el otro pariente que estaban en el gabinete de lectura, o en la sala de tresillo, o en los claustros de la Catedral; o sufría pacientísimamente la catilinaria que le soltaban, porque habían hallado papeles rotos en el suelo, o sabían que los gemelos marinos se habían sacado de allí para hacer uso de ellos «los mequetrefes de la otra sala;» y así por este arte, y hasta para traerles, en casos muy singulares, el vaso de agua limpia, único regalo que se permitían dar al estómago durante sus largos solaces; y ese porque no costaba dinero.
En aquel vetusto Senado, cada cual de las senadores tenía su gracia especial, su papel asignado, o mejor dicho, el papel que le había ido resultando, por selección necesaria y forzosa de la vida de relación entre los demás organismos tan singulares y egoístas como el suyo. Uno poseía el «don de la lectura con sentido» en alta voz, para las sesiones de Cortes y las vistas de causas célebres; otro despuntaba por socarrón con gracia para chismes y cuentos de vecindad; otro tenía la comezón de las obras públicas, así del municipio como de los particulares, y se pintaba solo para llevarlas una cuenta corriente por hiladas de ladrillos y maseradas de mortero; a otro le poseía el ansia de la estadística inútil y hasta mal oliente: por ejemplo,