Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

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Nubes de estio - Jose Maria de Pereda

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aguardientes; bien transformados en materia putrefacta aplicable a la agricultura… y así sucesivamente, hasta el último de todos, el más viejo y descuajaringado, cuyo destino exclusivo era apurar los relatos y comentos de los demás por medio de interrupciones sagaces y de reparos maliciosos. Teníase por el Quevedo de aquel parnasillo en escabeche. Don Roque venía a ser como el Panglós de aquel recinto, el mejor de los posibles, a su entender.

      Aunque ninguno de los actores desempeñaba su papel con los honrados fines de divertir a los demás, ¡rescoldo para ellos! sino por pura vanidad de oficio, por afán de lucir sus talentos en aquel perenne certamen de indigestos regañones, como la censura era la fibra dominante en la naturaleza de todos ellos, convenían siquiera en el deleite de poner tachas a todo lo que caía por su banda, desde las obras de cal y canto, hasta las de misericordia. Todo iba mal hecho, todo caro, todo mal entendido; todo era excesivamente ancho y escandalosamente lujoso: así se daba al traste en cuatro días con los caudales más fuertes y con la administración mejor montada. Lo mismo que si lo pagaran ellos de su propio peculio.

      En honor de la verdad, don Roque era de lo más optimista o inofensivo que había allí: siempre votaba con los menos mordaces, y hallaba atenuaciones que exponer; quería una prudente tolerancia para los desaciertos, y mucha moderación en las censuras; y no se atrevía a cosas mayores, porque estaba muy agradecido a aquéllos sus consocios que medían con la misma vara que él a ciertas y determimadas personas de dentro y de fuera de la casa. De las primeras, es decir, de las que tenían acceso al salón principal del Casino y formaban como galanes, digámoslo así, en aquella compañía de actores «de carácter anciano;» entre las contadísimas que gozaban de este raro privilegio, eran Sancho Vargas y otro «buen muchacho» que era el ojo izquierdo de don Roque; y hubiera sido el derecho, a llegar un poco antes que el indiscutible, incomparable y sempiterno proyectista, al trato del admirador de ambos.

      Pero el tal ojo izquierdo veía por los dos, aunque parecía corto de vista. Era un mozo «de buen arte,» guapo sin ser hermoso, bien vestido siempre, y, mejor que elegante, pulcro y cepillado. Paseaba con método; se sentaba a pulso; nunca tenía rodilleras ni rebarba en los pantalones, ni barro en las bruñidas botas de becerro; usaba chanclos en invierno; sombrero de copa y bastón en todos los días claros del año; levita cerrada, a la inglesa, de mayo a octubre, y gabán entallado desde noviembre a junio. Era doctor en derecho, y no tenía «gran bufete;» pero ejercía de abogado, aunque de abogado pacífico y complaciente, en todos los actos de su vida social. Hablaba, sin ser elocuente, con agradable corrección, y sabía bastante de muchas cosas, y todo lo necesario para pasar por docto, sin esforzarse, entre las vulgaridades de su trato, y por discreto y sesudo entre los que sabían tanto como él. No se le descubrían vicios ni calaveradas, ni sus coetáneos recordaban haberle conocido muchacho. Parecía haber nacido así, graduado de doctor, de pies a cabeza, por dentro; y con aquellos atalajes de hombre formal, y al mismo tiempo de «guapo joven,» por fuera.

      Sancho Vargas creía que para merecer el dictado de grande hombre hacia donde caminaba él con pie seguro, era indispensable comenzar por no asombrarse de cosa alguna; por no reírse jamás, sobre todo cuando se riera el vulgo; por poner en cuarentena hasta lo más comprobado; por andar lentamente, con la cabeza erguida y contando las pisadas con el bastón; por hablar con ceño adusto y con voz algo plañidera, y, en fin, por desdeñar, hasta el desprecio, cuanto a él no le cupiera en el cacumen. Así se le vio en la sesión de La Alianza; así se conducía en todas partes, y así, por consiguiente, se portaba en el salón principal del Casino Recreativo, donde se le reverenciaba, y no soltaba la lengua sino para enconar las heridas, obscurecer lo dudoso y ennegrecer lo ya oscuro, aunque con la previa salvedad de que él ni entraba ni salía, ni tenía otra aspiración que el bien y el sosiego de todos, y particularmente la prosperidad del pueblo que casi le había visto nacer.

      Pepe Gómez, el ojo izquierdo de don Roque Brezales, era todo lo contrario, allí y fuera de allí. Frío, como sus manos, pálidas aun en el rigor del verano; con una sonrisa inalterable escondida entre el rubio y atusado bigotejo y el puño del bastón, que pasaba y repasaba dulcemente por él, con excursiones rápidas a los contornos inmediatos de las recortadas patillas; los ojos azules clavados en los interlocutores, y el cuerpo blandamente acomodado en el sillón, escuchaba en silencio el palabreo fogoso de la más enconada pelotera; y cuando le tocaba meter baza porque le pidieran su dictamen, o le provocaran a ello de cualquier modo, sin lo cual no desplegaba sus labios, jamás hallaba un desatino, por gordo que fuera, sin su lado sustentable, ni rasgo de cordura que, bien apurado, no se pudiera mermar en una buena porción. Esto era táctica en el avisado mozo para no quedar mal con nadie y restablecer el alterado equilibrio entre aquellos encrespados censores, incapaces de estimar la verdad verdadera, aunque se les metiera por los ojos, y mucho menos de humillar a su yugo las cervices. Y como este procedimiento le usaba el precavido Gómez sin perder el ritmo grato de su voz armoniosa, con la sonrisa en los labios, frase elegante y muy a tiempo lisonjera, el más adusto de los corregidos deponía el ceño y hasta quedaba muy satisfecho del corrector. Decíase que con esta táctica y su discreto modo de ser en todo, venía persiguiendo desde la Universidad la estimación de los hombres de dinero… y un buen acomodo con cualquiera de sus hijas. Dichos de las gentes, que si se declaran aquí es por puro escrúpulo de biógrafo imparcial y minucioso. Don Roque, que aunque era de los batalladores, nunca de los agresivos y siempre de los más lisonjeados por el dulce mediador, le aplaudía y le admiraba; y allá en sus adentros, después de contemplar alternativamente a Sancho Vargas y a Pepe Gómez, no podía menos de hacer un paralelo entre los dos.

      – Gran cosa— se decía entonces,– es ese Vargas, por su cabeza maravillosa para los grandes planes, y su correa para llevarlos a cabo, y su valentía para sostener que son los mejores del mundo; pero este Gómez, con esa finura de palabra, y ese saber de todo, y ese don de poner paz en las más reñidas guerras, y ese consejo tan sabio y tan bien dicho, que parece que se le va ocurriendo a uno, y se pasma de que no se le haya ocurrido antes que a él… ¡buen muchacho es igualmente; buen muchacho es de veras!… ¡Vaya un par de mozos esos!…

      Y por estas razones y otras tales, que también se les ocurrían a los demás consocios viejos del salón principal del Casino Recreativo, eran admitidos en él, no sólo sin protesta, sino con muchísimo gusto, Sancho Vargas y Pepe Gómez, amén de dos o tres actores de «medio carácter» que gozaban del mismo privilegio, porque, a faltas de lo proyectista del uno y de las altas prendas del otro, quizás servían allí de cabezas de turco para probar los bríos de la sátira, o el temple de la atrabilis de los barbas más intolerantes de aquella reducida hueste de censores de la legua.

      Ello es que en aquel medio desierto salón no entraba nadie más que ellos, ni otros ojos que los suyos se recreaban en el mirador contiguo y único de la sociedad. Se daban casos, muy raros, de que algún tertuliano del salón vecino, destinado a la gente joven, penetrara en el principal con algún motivo muy apremiante. ¡Era de ver cómo lo hacía!: asomando primero la cabeza, como para pedir permiso, y después andando de puntillas y medio a escape, como quien quiere indicar que lo hace por precisión y por un solo momento. Pero lo cierto es que, aunque nadie le pegaba por ello, había allí cada mirada y cada gesto, que equivalían a un silletazo.

      ¿Cómo don Roque, que era una poza en la cual se reflejaban en seguida todos los relumbrones, no había de tomar por lo serio aquellos prestigios, aquellos derechos, aquella inviolabilidad del salón privilegiado y, por inapelable jurisprudencia, hasta las genialidades de aquel casi augusto senado de que él era miembro?

      Había que verle cuando presentaba en el Casino a algún personaje de su amistad, o que le estuviera recomendado: le llevaba a trote vivo, como toro entre cabestros, de sala en sala y de pasillo en pasillo, por todo «lo secundario» de la casa. «El gabinete de lectura— iba diciéndole y andando.– Mucho papel, mucho libro, ¡psch! para calentarse la cabeza la gente curiosa que pierde aquí lo mejor del tiempo… La sala de los billares: bastante espaciosa… aquí se juega cuando no hay otra cosa que hacer, y se pasan los hombres las horas muertas, dale que dale y trastazo va y trastazo viene… ¡psch! Hay gentes que no se

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