Nubes de estio. Jose Maria de Pereda
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– Pero, hombre— interrumpió un concurrente algo socarrón,– ¿qué vamos a hacer de tantísimo terreno como adquirimos de esa manera?
El hombre gordo se le quedó mirando unos instantes, con gestos y contorsiones tan pronto de ira como de burla, y al fin le respondió:
– Pues mire usted: con ser tanto, y sin contar las dos leguas de ensanche que yo doy por el Oeste, puede que se necesite todo, si es que llega, para construir la ciudad que ha discurrido el señor don Sancho Panza… digo, Vargas.
Lo que aquí pasó no es para pintado. El aludido, puesto de pie, fulminó protestas contra el casi sacrílego agresor, y cargos durísimos contra el presidente. Sus idólatras, con Brezales a la cabeza, hacían otro tanto, y hasta pateaban y esgrimían los puños; el presidente desbadajó la campanilla a fuerza de zarandearla; otros señores declaraban que no les parecía el suceso para tanto vocerío, y esto sulfuraba más y más a los sulfurados; Aceñas, sin moverse de su silla, se reía como un inocente de los unos y de los otros, y azuzaba con sus gestos, provocativos de puro estúpidos, las iras de los más desbaratados. Se temió que iba a concluir a silletazos aquello, que por momentos se encrespaba; pero, por una feliz coincidencia, las luces de los cabos espirantes comenzaron a oscilar, como si el vocerío las asustara, produciéndolas desmayos; y el presidente, tomando pretexto de ello, dio por terminada la sesión cubriéndose la cabeza. Cubrirse, y espirar de golpe las seis luces de los cabos, no se sabe si por alguna corriente de aire establecida de pronto, o porque se anegaran al fin en el exceso de sus lágrimas, fue todo uno.
Esto acabó de aplacar la borrasca como por encanto. Oyéronse algunos charrasqueos de fósforos de cocina, frotados contra las cajas; viéronse varios puntitos luminosos en la densa obscuridad; y, guiándose con ellos, abandonó el salón la masa negra de los concurrentes, que parecía, por lo apiñada y presurosa, un rebaño de merinos.
Don Roque Brezales iba de los más zagueros, y aún logró quedarse el último, con otro socio, un sujeto que nunca desplegaba los labios en aquellas reuniones ni en otras parecidas, ni se apasionaba por nada ni por nadie.
– Pero ¿ve usted, hombre?– le dijo Brezales, sudando hieles todavía y con los pocos pelos erizados, tirándole de los faldones de la levita para que se pusiera a su lado.– ¿Ve usted qué cosas? Si esto se escribiera en libros, se diría que no era cierto, que era pintar por pintar. ¡Qué gentes, qué desatinos!
– ¿Por quién lo dice usted?– le preguntó el otro.
– ¿Por quién he de decirlo? Por ese bestia de Aceñas. ¡Qué proyecto el suyo! ¡Y consentir que eso se trate aquí!…
– ¡Pues mire usted que el del otro!…
– ¿Es posible que usted se atreva a compararlos?
– Sí, señor; y aún me quedo con Aceñas, que, siquiera, me divierte.
– Nada— exclamó aquí don Roque en el colmo del despecho:– el mal incurable, el mal de este pueblo; la tonía en unos, la burla en otros, la envidia en muchos y la inación en todos. Lo poco que se intenta, a nadie parece bien, y nada se hace al cabo. Aquí falta unión, aquí falta patriotismo, aquí falta…
– No se canse usted, don Roque— le interrumpió con mucha serenidad su acompañante:– aquí no hay más envidias ni más rencores que en otras partes; aquí no falta patriotismo ni deseo de hacer cosas buenas y bien hechas: lo que falta son hombres, porque aquí no hay más que hombrucos.
Con lo que don Roque, que se creía un gigante, y por otro tenía a Sancho Vargas, tachó a su desengañado amigo de envidioso, y no se dignó responderle.
– IV— Vista interior de don Roque
Llegó a la calle el pobre hombre, espeluznado y sudoroso, mucho de ello por las fatigas de la batalla reciente en la atmósfera caldeada del salón, y no poco por la subsiguiente brega para encontrar medio a tientas su abrigo, que, enredado entre los pies de sus consocios, había ido a parar, hecho un bodoque, a un montón de barreduras escondido detrás de la puerta de salida. Iba solo ya y tapándose la boca con su pañuelo de bolsillo, porque el relente era fresco y él tenía un miedo cerval a las pulmonías; eran algo pasadas las diez y media, y en las calles que recorría no encontraba un alma, porque el movimiento y los atractivos de la población, a aquellas horas, no estaban por allí. Las gentes bullían a rebaños hacia el sitio de las ferias recientemente inauguradas, o alrededor del templete de la gran plaza, en el cual tocaba de balde la música del Hospicio. Por aquella plaza, o muy cerca de ella, tenía que pasar él para dirigirse a su casa.
Siempre había considerado el buen hombre la música como uno de los ruidos más incómodos; pero aquella noche los halló verdaderamente insoportables. Le remedaban la voz del presidente de La Alianza, que, por más que hubiera negado el hecho, se había querido burlar, se había burlado más de dos veces, de la seriedad de su excelente amigo, el gran muchacho, el gran patriota Sancho Vargas, y los rumores provocativos de los que apoyaban la sospechosa actitud del enfatuado presidente, y, sobre todo, las gansadas, los rebuznos del animalote de Aceñas, que había conseguido, gracias a ciertas tolerancias de mal gusto y de peor ley, disolver a coces, materialmente a coces, una reunión de la cual debió haber salido en triunfo, con hachas encendidas y en un coche tirado por la junta directiva, para mayor solemnidad, el ilustre autor de tan atrevidos planes. ¡Cómo le mortificaban al buen señor los revolcones dados en la sesión a su ídolo, y a él mismo, y a todos los amigos de los dos! Pero ¿en qué consistiría que aún le mortificaba mucho más que todo ello el recuerdo de aquellas pocas palabras que acababa de oír de boca del hombre de hielo, lima sorda y traidorcillo?… ¡Cuidado si era cargante la música dormilona de aquellas palabras! «¡Pues mire usted que el del otro!…» Y este otro era, como quien no dice nada, su gran amigo Sancho Vargas; y el proyecto estrafalario y estúpido a que él, Brezales, se había referido con justa indignación, el de Aceñas. ¡Equiparar tales cosas y hombres tan desemejantes! ¡y con aquella frescura, y como quien no rompe un plato! Pues aún no eran estas palabras de su amigo las que más daño le habían hecho, sino las últimas. ¡Esas, esas sí que le habían escocido y mortificado! ¡esas eran las que verdaderamente daban la medida de cuanto había de dañino en aquella naturaleza de sorbete: «¡Aquí no hay hombres, sino hombrucos!»
– ¿A qué llamará hombres de verdad esa ave fría de los demonios?– preguntose al llegar a este punto con sus pensamientos, mientras torcía el paso por una de las avenidas laterales de la plaza para huir de la vista de las gentes ruido de la música, que le impedían entregarse a sus meditaciones con la atención ardorosa que él necesitaba en aquellos instantes de fiebre.– Vamos a ver— se decía.– ¿Cómo han de ser los hombres que tú necesitas? ¿Cómo son los hombres con quienes tratas? ¿Cómo soy yo, finalmente? Hice mal, muy mal, ahora lo conozco, en darle la callada por respuesta, en mostrarme tan desdeñoso y altanero. Verdad que, en aquellos momentos, no se me ocurrió cosa mejor que responderle, como ahora se me ocurre, como se me ocurrió en cuanto nos separamos, yo hecho un rescoldo, y él tan fresco como una lechuga. Pues sí, señor: