Los Hombres de Pro. Jose Maria de Pereda

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Los Hombres de Pro - Jose Maria de Pereda

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el caso, señor cura, que quisiéramos trasladarnos a la villa con la tienda y algo más que pudiéramos añadirla.

      – Si ese es vuestro gusto— dijo el cura,– ¿quién os lo ha de impedir?

      – No se trata de eso, sino del temor que yo tengo de que cambiemos, como el topo, y usted perdone la comparanza, los ojos por el rabo.

      – Pues si temes eso, ¿por qué te quieres mover de aquí?

      – Es que, por otra parte, parece que nos conviene ir a la villa.

      – Pues entonces id benditos de Dios.

      – No me explico bien, señor don Justo.

      – Pues explícate mejor.

      – Voy a hacerlo sin rodeos. A usted ¿qué le parece? ¿Nos conviene o no nos conviene salir de aquí?

      – Antes de responder a esa pregunta, necesito que tú me respondas a otra.

      – A cuantas usted quiera, señor cura.

      – Pregunto, pues: ¿es sólo el deseo de acrecentar vuestras ganancias, extendiendo el comercio y la parroquia, lo que os mueve a abandonar este pacífico rincón, o hay en vosotros alguna otra ambición de distinto género?

      Al sentir esta estocada al pecho, Simón miró a Juana, Juana miró a Simón; y el se ñor cura, mirando al uno y a la otra, adivinó lo que, al cabo de un rato y después de sonreír y vacilar mucho, contestó Simón en estas palabras:

      – Ya veo, don Justo, que para usted no hay secretos ni disculpas. La verdad es que tenemos una niña que no puede educarse aquí como nosotros quisiéramos. Por otra parte, Juana, como no ha nacido en este pueblo, no le tiene gran ley que digamos.... Además de que también yo tengo acá en mis adentros cierto escarabajeo que… en fin, señor cura, ya sabe usted que la paloma no vuela a su gusto en el palomar.

      – No te hacía yo pájaro de tan alto vuelo, Simón— dijo don Justo con sorna.

      – Es un decir, señor cura— añadió Simón algo confuso— . Por lo demás, esto es todo lo que tenía que decirle a usted. Conque hágame el favor de darme su parecer sin reparos ni miramientos.

      – Pues sin miramientos ni reparos voy a dártele desde el fondo de mi corazón, en vista de lo que me dices…, y de lo que te callas, y, sobre todo, de que me le pides:

      Lleváis aquí cuatro o cinco años de establecidos, y en ese tiempo habéis hecho una fortuna que os permite ser las personas más independientes del pueblo. Todos en él os necesitan, casi todos os respetan y muchos os envidian. Dejar esto, que es seguro y positivo, por la esperanza ilusoria de otra cosa mejor, téngolo por verdadera temeridad a más de insigne ingratitud. Dados vuestros antecedentes, vuestra procedencia, vuestra educación, concededme, y no os ofendáis por ello, que lo probable, lo racional, lo seguro, es que no hagáis en parte alguna papel más alto y más airoso que el que hacéis aquí. Y en cuanto a la educación de vuestra hija…, ¿qué he de deciros? Yo tengo para mí que el mejor colegio para una niña es una buena madre; especialmente cuando la niña, como la vuestra, se ha envuelto en toscos pañales y no conoce otras grandezas que las que Dios ha impreso en sus obras. Tal es mi parecer, en substancia; y si aún os resulta largo, os le condensaré en dos axiomas, que no por ser vulgarísimos, dejan de ser muy dignos de que meditéis sobre ellos:

      La dra movediza no cría moho.

      Más vale ser cabeza de ratón que cola de león.

      Pensativo dejó al matrimonio el desengañado parecer de don Justo; pero todavía se atrevió Simón a hacer este pequeño reparo:

      – En todo caso, señor cura, siempre nos quedará el recurso, si nos pinta mal fuera de esta casa, de volvernos a ella con los trastos.

      – ¡Por supuesto!– dijo con ironía don Justo— . Al salir de aquí dejáis a la fortuna clavada detrás de la puerta, hasta que vol váis a decirla que os ampare. ¡Como si no hubiera otros que se aprovecharán de ella en cuanto vosotros la abandonéis! ¡Inocentes!

      Volvió a mirar Simón a su mujer, como preguntándola: «¿qué te parece de esto?»; pero con tal mirada y tal semblante le contestó Juana, que, no pudiendo aquél resistirla sereno, volvió sus ojos al señor cura, y le dijo por decir algo:

      – Lo pensaremos, señor don Justo.

      – Y haréis bien— replicó éste.

      Y como había leído muy claro en la última mirada de Juana a su marido, comprendiendo que estaba allí de más, concluyó con estas palabras:

      – Conque, hijos míos: dicho lo dicho, me largo a mis quehaceres; pero conste que no me he mezclado en vuestros asuntos hasta que lo habéis solicitado, y no dudéis que aquí o dondequiera que la fortuna os coloque, no han de faltaros mis pobres oraciones ni mis deseos de que Dios, autor y dispensador de toda felicidad, os la dé tan cumplida como duradera.

      – ¡Amén!– dijo Juana en un arranque de despecho, mientras salía de la tienda el santo varón.

      Simón se quedó pensativo.

      Iba, de fijo, a promoverse un altercado entre la mujer, que estaba dominada por el demonio de la impaciencia, y el marido, que no lo estaba tanto, cuando entró la niña llorando en la tienda.

      – ¿Qué tienes, hija del alma?– le preguntó Juana entre iracunda y alarmada.

      – Te me peló… Titina… la del Toco.... Hi, hiiii…

      – ¿Que te pegó Cristina la del Cojo, hija mía?– dijo Juana, único intérprete capaz de traducir al castellano aquellas palabras, dichas por la media lengua de la inocente— . ¿Y por qué te pego, ángel de Dios?

      – Hi… hiii.... Polque telía tugal tomigo, y yo…, hi, hiii…, no telía tugal ton ella, y… y… y la llamé piojosa.

      – ¡Hiciste bien en llamárselo, hija mía! ¿Quién es ella para ponerse a jugar contigo?– exclamó, en un sincero arranque de soberbia, la mujer de Simón— . Y si después de esto no saca tu padre al suyo los ojos, o el dinero que le debe, te digo que no tendrá sangre ni vergüenza. ¡Miserables! ¡Tras de que si no fuera por uno, se morirían de hambre!… ¡Y todavía hemos de andar aquí en contemplaciones, pedriques y gazmoñerías, para hacer lo que nos dé la gana de nuestra hacienda! |Ah, si yo tuviera los calzones!…

      Disponíase a responder Simón a Juana desde la puerta, contra la cual estaba recostado, mirando a la calle, cuando salió botando, de hacia la cocina, un perrazo de áspero y sucio pelaje, con una morcilla chorreando caldo entre los dientes. Iba a enfilar la puerta como una exhalación; pero viéndola ocupada por el amo, saltó sobre el mostrador, sin duda para que le sirviera de trampolín; y derribando y haciendo añicos media docena de vasos y una botella, cruzó el espacio como un cohete; pasó, sin tocar, sobre la cabeza de Simón; cayó en la calle, sin soltar la morcilla, por supuesto, y desapareció en la calleja inmediata.

      – ¡El perro del sacristán!– gritó Simón al verle, disponiéndose a coger una tranca.

      Pero todo fue inútil: la aparición del animal, el desastre del mostrador, el salto sobre Simón y el desaparecer en la plaza, fué obra de un solo instante.

      Juana alcanzaba el cielo con las manos al contemplar los destrozos causados por

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