Los Hombres de Pro. Jose Maria de Pereda

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Los Hombres de Pro - Jose Maria de Pereda

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la campiña no puede negarlo nadie.

      – Conformes— dijeron todos.

      – Medios que se proponen para llevar a cabo esta empresa— continuó el presidente— : Que pague el Gobierno la mitad de los gastos calculados, y la otra mitad el pueblo.

      – Conformes— contestó la concurrencia.

      – Recursos con que cuenta el pueblo para pagar su parte, y cuya aprobación solicita— añadió el presidente hojeando la instancia en borrador, que estaba sobre la mesa— . Primero: la demolición de la capilla de San Roque que se halla a la vera del río… Señores— dijo volviéndose al auditorio, en ademán resuelto— : La comisión ha tenido presente, al hacer esta proposición, la proximidad de la capilla al sitio en que ha de abrirse el nuevo cauce; los sillares y la madera que puede darnos para la obra de fábrica que está indicada allí mismo, y el dinero que han de valernos los ornamentos y las esculturas, sacados oportunamente a remate. Se me dirá por algunos que en esa capilla se dice la primera misa en los días festivos, por lo cual es, hasta cierto punto, una necesidad para el vecindario la conservación de ese pequeño templo; pero, señores, lo cierto es también que esa necesidad es puramente moral, al paso que la otra se toca y se palpa, y afecta a la hacienda y hasta a la vida de muchos de nosotros; de nosotros, señores, que somos muy liberales.... Digo, por tales os tengo… (Voces estrepitosas: ¡Sí, sí!) Pues bueno: si, como liberales que somos, no nos pagamos de ciertas preocupaciones añejas… (Voces: ¡No, no!), ¿a qué desechar ese recurso, cuando con él podemos remediar en gran parte la calamidad que nos aflige cuatro, cinco y seis veces cada invierno, y, en sentido inverso, todo el verano? (Muchas voces: ¡Abajo la capilla de San Roque! ¡Abajo los curas!) ¡No tanto, señores, no tanto!; con la capilla hay bastante por ahora. (Bravos frenéticos en la sala.) Ábrese discusión sobre este asunto.

      Momentos de silencio, durante los cuales pudo creerse que todos estaban conformes con la opinión del presidente, o que nadie se atrevía a manifestar otra distinta.

      Creyendo lo primero, iba a dar la comisión por aprobada la base, cuando se levantó un pobre cura, viejo ya, y achacoso como viejo, que había obtenido voz, pero no voto, en el salón, por una especial merced de los congregados, a protestar contra las palabras del presidente. Demostró, en voz cascada y lenta, pero impávido, primero: que era una superchería lo de que la demolición de la capilla pudiese proporcionar los recursos a que se refería el presidente; que no había en el edificio más sillares que los pequeñísimos y carcomidos de la puerta; que los ornamentos no valdrían, en subasta, dos pesetas, y que no llegarían a treinta reales las esculturas del pobrísimo y desmantelado altar. Esto lo demostró como dos y dos son cuatro. Segundo: que aun en el caso de ser ciertos los risueños cálculos del presidente, la fe de un pueblo católico, las santas tradiciones, las exigencias del culto divino, el respeto al derecho de los demás y a la ley común, exigían que no se procediese tan de ligero en un asunto tan grave, siquiera porque no se dijese por algún malicioso que se obedecía a un resabio de partido más bien que al rigor de una apremiante necesidad.

      Todo lo cual valió al pobre sacerdote una tempestad de murmullos, entre los cuales tuvo que sentarse, abandonando en seguida el salón, por no autorizar con su presencia la discusión de un punto para él indiscutible.

      Por segunda vez iba a darse por terminado el asunto, cuando pidió la palabra un hombre joven, rechoncho, de escasa frente, pero de mucha cara, abultado de pecho, ancho de espaldas, muy atusado de pelo y crespo de bigote, grueso de manos y amanerado en el vestir. Aquel hombre era Simón Cerojo, que tenía ya toda la gordura y todo el lustre, y aun todo el traje, propios de un tratante en caldos que va en próspera fortuna, pero que no ha llegado todavía a la mitad de su carrera.

      – Señores— dijo Simón, después de carraspear mucho y de atusarse el pelo no poco— : Yo, el más incompetente y el más… y el más ineto (Risas hacia los bancos de la comisión), y el más ineto, digo, de los presentes que aquí estamos, me levanto a terciar en este debate, ya que nadie ha querido hacerlo después que usó de la palabra el dino señor cura. (Risas y jujeos a su lado.) Sí, señores, dinísimo… (Risas generales.) ¡Dinísimo digo, y circunspecto añado. (Carcajadas.) Pero voy al caso. Dice el señor presidente que el interés moral no es quién contra el interés material y del momento. No diré que no tenga razón el señor presidente; pero tampoco diré que la tenga. (Más jujeos.) Me explicaré, señores; que, por lo visto, aquí todos son eruditos y saben latinidades. (Risas de levita y aplausos de chaquetón) Que es respetable la necesidad de echar el río por otra parte, y respetable la cantidad que valga la ermita después de de rribada, y respetables los materiales que proporcione para la obra: concedido. Pero se dice: «No es respetable el interés moral.» Yo no diré que lo sea; ¡pero las aparencias tan siquiera, señores; las aparencias! (Risotadas acá y allá.)

      Reirvos lo que queráis, si eso vos engorda, que yo por ello no he de ser ni menos contingente… (Asombro), ni menos liberal. (Sensación.) Decía, señores, que debemos salvar las aparencias, ya que no pueda salvarse la ermita de San Roque. Yo soy cristiano, tan cristiano como el que más… Rumores. Sí, señores, tan cristiano como el que más; pero más liberal que el primero que se presente. (Estrepitosos aplausos.) Y claro está que mi concencia no se asusta porque haiga una iglesia más o menos…; ¡porque yo no soy de esos fariseos que especulan con la religión!… Frenéticos aplausos, ¡ni tampoco de esos otros que no quieren nada con ella! (Rumores.) Me gusta vivir bien y ser tolerante con todos. Por eso soy buen cristiano… (Murmullos), ¡buen católico!… (Risas) ¡y buen liberal! (Aplausos. El orador se limpia la cara con el pañuelo, y pide un vaso de agua con anisete, que no le sirven.) Repito que si el derribo de la capilla es tan necesario como se dice, que se lleve a efecto; pero que no se desoigan las palabras del señor cura, que, al cabo, todavía hay muchas almas que le escuchan. ¿Cómo yo había de oponerme a ningún proyecto de interés general? Que caiga la ermita, si está de Dios que ha de caer; pero que caiga con el respeto debido a los que se oponen a ello. Esto es lo que quería yo decir…, porque yo soy muy contingente, muy tolerante y muy liberal. He dicho. (Aplausos, risotadas y murmullos. El orador recibe las felicitaciones de algunos colegas; vuelve a limpiarse el sudor con el pañuelo, y escupe pegajoso varias veces en medio de la sala.)

      No habiendo quien quisiera ilustrar más el asunto, púsose a votación, y fué aceptado casi por unanimidad lo propuesto por la comisión.

      Y continuó el presidente:

      – Segundo medio de arbitrar recursos: «Se autoriza al municipio para imponer a los artículos de beber y arder un recargo de seis por ciento.»

      – Eso no, ¡voto al demonio!– dijo Simón Cerojo, poniéndose de sobre el banco y echando espumarajos de ira por la boca, contra su mesura, su tolerancia y su contingencia acostumbradas.

      – ¡Lo mismo digo!– gritaron otras muchas voces alrededor de Simón— . ¡Fuera ese artículo! ¡Abajo la comisión!

      – ¡Orden!– gritaba el presidente dando bastonazos sobre la mesa.

      – ¡Afuera la canalla!– vociferaban los señores protarios, encarándose con la masa tabernera.

      – ¡Abajo los tiranos!– gritaban algunos caldistas desde lo último de la sala— . ¡Viva el pueblo que trabaja!

      – ¡Viva el duque de la Victoria!– gritó un zapatero.

      – ¡Orrrden!

      – ¡Abajo los de arriba!

      – ¡A la calle los de abajo!

      – ¡Orrrrrdeeennn!

      Y

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