Los Hombres de Pro. Jose Maria de Pereda

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Los Hombres de Pro - Jose Maria de Pereda

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style="font-size:15px;">      – ¡Y se chancea!– exclamaron admiradas las otras.

      – ¡Ta… ta… ta!– repetía entre carcajada y carcajada la burlona.

      – ¡El demonio de la…!

      – ¡El diantre de…!

      – ¡Miren si…! ¡Atreverse a burlarse de una niña fina!

      – Y sí; y me río. ¿Y qué? «Ta… ta… ta....»

      – Ahora mismo voy a decírselo a mi papá— exclamó la que nos dijo ser hija del juez.

      – Y dile de paso que pague los doscien tos reales que debe a mi padre— replicó con desgarro la amenazada.

      – ¡Ay, qué atrevida!

      – Déjate, que yo traeré el perro— dijo la nerviosa.

      – ¡Fachenda traerás tú! Y no tendrás tanta cuando le ajusten las cuentas a tu padre en el Ayuntamiento.

      – ¡Ay, qué bribona!

      – ¡Chismosas!

      – ¡Pegotona, aceitera!

      – ¡Hambronas! ¡Tramposas, más que tramposas!

      – ¡Aldeana! ¡Tarasca!

      – ¡Golosas! ¡Relambidas!

      – Ta… ta… ta… tab… tabernera!– logró decir la tartamuda, después de un esfuerzo desesperado.

      – ¡Tar… tar… tartajosa!– la contestó, remedándola, la otra.

      En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar:

      – ¡Aquí, chucho, aquí!… ¡Éntrala, éntrala!…

      – ¡A ella, chucho, a ella, que aquí está!– gritaron a coro sus amigas.

      La amenazada chica comenzó a mirar, asustada, en todas direcciones, y aunque no se veía el perro, como los ladridos se oían cada vez más cerca, dió a correr desespera damente, buscando la entrada de la villa por un atajo.

      – ¡A ella, chucho!– seguían gritando las otras— . ¡Cómela, cómela!

      Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole dras, con una de las cuales la descalabraron al fin.

      – ¡Que me matan!– gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza.

      Pero cuando, al retirarlas, las vió manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.

      Entonces retrocedieron aterradas las perseguidoras, cuya intención no alcanzaba más que a meter miedo a la fugitiva; pero al volver a la alameda, se hallaron con el perro que, por desgracia, no era el del alcalde. Acabaron de aturdirse en su presencia, y huyeron a la desbandada; mas el animal, «a una quiero y a la otra la dejo», hartóse de romper vestidos; y sabe Dios qué más hubiera roto, si a los gritos y a los ladridos no hubieran acudido algunas personas que ahuyentaron a palos a la fiera, y condujeron al pueblo a las inocentes criaturas, bien merecedoras del susto que pasaron si se les toma en cuenta lo que hicieron padecer a la pobre descalabrada.

      CAPÍTULO IV

      Esquina a la plaza y a una de las calles que desembocaban en ella, había una casa más pequeña que cuantas la seguían en la fila. Debajo del balcón del único piso que tenía, y sobre la puerta principal, se leía, en un largo tablero coronado con las armas de España, lo siguiente:

      ESTANCO NACIONAL

      ESTABLECIMIENTO DE SAN QUINTÍN

      LÍQUIDOS Y OTROS COMESTIBLES

      Penetrando por aquella puerta, se veía la razón del letrero en un mostrador sobrecargado de cacharros menudos; en una gran aceitera con canilla, y algunas botellas blancas, llenas de aguardiente de otras tantas denominaciones; en una estantería espacio a, ocupada con paquetes de cigarros y de cajas de cerillas, libritos de fumar, grandes pedazos de bacalao, tortas de pan, madejas de hilo, garbanzos y otros artículos, tan varios en su naturaleza como reducidos en cantidad; en algunas mesas simétricamente colocadas fuera del mostrador; en tal cual barrica o hinchado pellejo que se vislumbraban entre la obscuridad del fondo…, y en otros mil detalles propios de semejantes establecimientos, los cuales conoce el discreto lector tan bien como yo.

      Detrás del mostrador estaba sentada, haciendo media, nuestra antigua conocida Juana, la mujer de Simón Cerojo. Como éste, había engordado y echado mejor pellejo, y dado a su vestido cierto corte presuntuoso. Pero, al revés que en su marido, su entrecejo se había ido frunciendo, y todo su semblante agriando, a medida que la suerte fué favoreciéndolos. Porque la suerte los había favorecido. Para convencerse de ello, bastaba echar una mirada a su establecimiento, en una sola de cuyas secciones había más capital empleado que el que representaba toda la antigua abacería…, y permítaseme una corta digresión a este propósito.

      Merced al estanco que obtuvo Simón sin dificultad, a los ahorros que trajo de la aldea y al crédito, aunque muy limitado, que no tardó en abrírsele en algunos depósitos al por mayor, en el primer año de estable cido en la villa duplicó su capital. En el segundo se dedicó, por extraordinario, a hacer ligeros préstamos, bien garantidos, a un interés variable, según las personas y las circunstancias: entre una peseta por duro a la semana, si el menesteroso era jugador de afición bien puesta, y treinta por ciento al año, si era artista establecido convenientemente. Esta nueva industria le permitió ensanchar un tanto sus negocios principales; con tan buena mano, que al concluir los dos años de su estancia en la villa, se encontró con un capitalito de más de seis mil duros, libre y desempeñado. Entonces se hizo caldista de veras; es decir, no se anduvo con parvidades de aceite, vino y aguardiente, sino que surtió de estos artículos su establecimiento, por mayor; lo cual le permitió hacer préstamos más en grande, más a menudo y en condiciones de mayor atractivo.– Resultado de estas y otras combinaciones: que el día en que nos hallamos con Simón en las Casas Consistoriales y con Juana en su establecimiento, eran dueños de la casa que éste ocupaba, de lo que la tienda contenía y de un respetable sobrante en continuo movimiento; todo lo cual representaba un valor de muchos miles de duros.

      Por este lado, pues, los asuntos de Simón y de Juana habían marchado viento en popa. No así los demás; es decir, aquellos que se relacionaban íntimamente con la vanidad de Juana, y las no más cortas, aunque más disimuladas, aspiraciones de Simón.

      Todos los esfuerzos de la primera, todas sus meditaciones, todos sus desvelos y todas sus consultas al espejo antes de darse a luz en los sitios más públicos de la villa, hecha un brazo de mar y cargada de relumbrones, no lograron colocarla en jerarquía más alta que la correspondiente al nombre de la tabernera, con el cual se la designó desde el primer día en que se hizo notar por sus humos estrafalarios. Aunque poco avisada, no desconoció que este descalabro la alejaba para siempre, en aquel centro, de la altura a que había querido trepar de un salto. El primer efecto de una presentación jamás se olvida en la sociedad, máxime cuando ésta es reducida y presuntuosa.

      Bien penetrada de esta verdad, Juana la sintió en su alma, como un toro siente en el morrillo el primer par de banderillas; hízose más áspera y brutal que de costumbre, y se prometió

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