Los Hombres de Pro. Jose Maria de Pereda
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– Es digno de observación, señores— dijo entonces el presidente— , lo que acaba de pasar aquí. Un hombre que, según él mismo nos ha dicho, es todo tolerancia, todo moderación y todo contingencia (Risas), es cabalmente quien ha amotinado el salón en cuanto ha visto que se tocaba al pelo, no más, de sus intereses particularísimos. (Simón Cerojo pide la palabra para una alusión personal.) ¡Así es, señores, el patriotismo de algunos hombres! Y no digo más.
– Señores diput…, digo circunstantes: cumple a mi hombría de bien, a mi lealtad y a mi… contingencia (Risas) dejar bien claro este punto. Yo no me he rebelado con tra la base que se ha leído sólo por lo que toca a mis intereses, sino por lo que no toca a los de los demás. (Murmullos.) Me explicaré. Se trata de hacer una obra que beneficie los terrenos que hoy cruza el río, y se propone que la paguemos, en su mayor parte, los que tratamos en artículos de beber y arder…, precisamente los que no tenemos media libra de tierra en la campiña. Contra esto me rebelo, porque no es justo. Pero tampoco es nuevo en este pueblo ese modo de proceder, y por lo mismo que no es nuevo, y ya estoy cansado de arrimar el hombro para que otros suban a lo alto, es por lo que me rebelo con más empeño. (Aplausos hacia abajo. Murmullos hacia arriba.) Yo soy muy liberal, pero no consiento que nadie me pise y me atropelle; y también muy tolerante, pero no a costa de mis intereses, que son el pan, y el sustento, y la… contingencia intelectual… (Jujeos) de mi familia. Yo pagaré la parte que me corresponda para echar el río por otro lado, de modo que no toque a la villa, que al cabo, y bien sabe Dios por qué, en ella vivo; pero el que quiera buenas tierras y bien regadas, que lo sude de su bolsillo. (Aplausos entre los caldistas.)
– El señor Cerojo— dijo con retintín un personaje muy soplado de la sección de protarios— , y los demás taberneros que le rodean, no son muy partidarios de que se aleje el río, o mejor dicho, el agua que lleva, de sus establecimientos. No me extraña.
– Oiga usté, sió pendón— respondió un caldista, asaz mugriento y desengañado— , ¿nsa usté que, aunque pobres, vivimos aquí de estafar a inocentes, como hace algún señorón que yo me sé?
– ¡Al orden, señores!– gritó el presidente deseando torcer el sesgo peligroso que tomaba el debate.
– Yo no sé cómo nsan en esto mis cólegas– objetó Simón, afectando desdén hacia las palabras del protario— ; pero sé cómo nso yo, y por eso he dicho lo que dije; y ahora añado que siempre somos la carne de pescuezo en este pueblo, los pobres artistas; que lo bueno, lo cómodo y lo de lustre, allá se lo reparten los manates. Entonces no se cuenta con nosotros ni para un triste saludo de cortesía, porque lo tienen a menos; pero cuando se trata de sacar dinero… (Protestas de arriba), se nos busca y se nos mima. (Aplausos abajo.) Y esto es insufrible, inominioso para nosotros; y yo reniego ya hasta del día en que puse los s en la geografía de este pueblo.
– ¡Señor Cerojo, señor Cerojo!– gritó el presidente sin poderse contener por más tiempo— , esas palabras son indignas de este sitio y de esta concurrencia, y yo espero que usted las retirará espontáneamente.
– Yo no tengo nada que retirar más que a mi persona, que voy a retirarla de aquí ahora mismo.
– No será sin que antes le demuestre yo, con una prueba sencillísima, todo lo importuno que ha sido su enojo, todo lo inconveniente que ha sido su conducta, ya que no se lo ha dado a entender la muy diferente y digna que han observado otros señores comerciantes que se hallan aquí presentes.
– Es que a esos señores no se les ha pedido nada.
– Eso es lo que usted no sabe.... ¡Señores, para que se comprenda toda la intemperancia del señor Cerojo y sus amigos, baste saber que de la base que tanto le ha sulfurado, no se ha leído más que la mitad! (Atención general.) La otra mitad dice así: «… y otro recargo de tres por ciento sobre la clavazón y quincalla (Protestas de los quincalleros), paños del reino.... (Enérgicos rumores entre los pañeros), y otros artículos de vestir y calzar.» (Alaridos en varias partes del salón.)
– ¡Ahora no soy yo el intemperante, señor presidente!– vociferó Simón, dominando con dificultad el tumulto que empezaba a reinar en la sala.
– ¡Orrrdeeen, señores!– gritó el presidente.
– ¡Justicia era mejor!– le contestaron muchas voces.
– ¡Catalana hay que hacerla en este pueblo!– añadieron otras.
– ¡Orrrrdeeeen!
– ¡Afuera esa gentuza!– gritaron otra vez los protarios.
– ¡Abajo la comisión!
– ¡Y los que quieran engordar a la sombra de ella!
– ¡Vivan los pobres honrados!
– ¡Viva el duque de la Victoria!– volvió a gritar el zapatero.
– ¡Orrrdeeen!
– ¡Canalla!
– ¡Ladrones!
Y se repite el tumulto, y la cosa se pone seria, y los prudentes desaparecen, y el presidente, enronquecido ya, sube sobre la mesa y logra hacerse oír breves momentos.
– Señores— dice— : Por la centésima vez en mi vida presencio este espectáculo, hijo de la misma causa que hoy le ha promovido. Esto me demuestra que los habitantes de este pueblo estamos condenados a sufrir cobardemente, y por los siglos de los siglos, los desafueros de ese mal regato. La comisión, al comprenderlo así también, hace respetuosa renuncia de su cargo y levanta la sesión.
Silbidos, denuestos, un estrépito espantoso y alguna que otra bofetada, fueron el resultado inmediato de esta arenga, y el término de aquella reunión.
CAPÍTULO III
Mientras tales cosas pasaban en las Casas Consistoriales, ocurrían otras de bien distinta naturaleza junto al mismo regato de que se ha tratado, a la escasa sombra que proyectaba el aún no bien formado follaje de dos cortas hileras de chopos, a las cuales se llamaba en la villa la Alameda grande.
Como el día era de trabajo y la hora la menos a propósito para el descanso, eran dueñas absolutas de todo el paseo, para correr por él sin estorbos ni trozos, hasta media docena de niñas, de nueve años la más esponjada; todas risueñas, todas ágiles, todas hechiceras, como son todas las niñas a esa edad, cuando no están cohibidas por la opresión del vestido de gala o de las botitas recién estrenadas.
Tras aquellas niñas tan alegres, que corrían y gritaban sin cesar un punto, no corría, sino andaba a lentos pasos, mustia y como recelosa, otra niña no menos agraciada y no más entrada en años que ellas. Había, sin embargo, notables diferencias entre una y otras. De éstas, las que no eran rubias eran muy blancas; aquélla era morena. Las que corrían eran ágiles como cabritillas, y al correr parecía que no tocaban el suelo con sus diminutos s; la que las seguía con la vista, era de formas más abultadas y de movimientos menos suaves y graciosos; y aunque vestía lo mismo que ellas en forma y calidad, en la combinación de los colores y en el aire de su vestido había algo que no era del mejor gusto. Indudablemente aquella niña no pertenecía, como las otras, al buen tono de la villa, y por eso no tomaba parte en sus juegos más que con la intención.
He observado muchas veces que las niñas de corta edad son