La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco
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Cada vez que aquellos generales, ministros y embajadores hablaban de este modo a su antiguo amigo, éste volvía a su casa más agitado que de costumbre, y muchas veces, encerrándose en su despacho, lloraba de rabia al ver que estaba ya próximo a la ancianidad, y era de todos sus amigos de la juventud quien menos había ilustrado su nombre.
¿Conque él no tenía ambición? Esta había sido su pasión dominante, y de la que no se había dado cuenta hasta verse en la vejez. Ambición era el sentimiento de bullicio y escándalo que le movió a sublevarse contra los liberales en 1822; ambición, lo que le hacía llevar a cabo tan estupendos actos de valor al frente de su regimiento carlista, y ambición lo que ahora le enloquecía y le impulsaba a realizar su aventurado plan de conquista, que de obtener completo éxito, haría su nombre inmortal.
Lo que él tenía de malo, el obstáculo en que tropezaba, es que era un incapaz, un bruto (y Baselga se aplicaba con fruición este calificativo), un hombre incompleto, que había subordinado su ambición a sus amores, y cuando no, había estado ligado al padre Claudio, siendo un ser sin voluntad, una máquina que se movía según las órdenes que emanaban de la voluntad de aquél.
Sus compañeros habían trabajado para sí completamente solos, sin el bagaje de amores que embrutecían, de pasiones póstumas que enervaban, y de protección que en vez de engrandecer, anulaba al protegido, y por esto, con menos esfuerzos y marchando con más arte, habían conseguido escalar la cima de la Fortuna. Pero aún era tiempo, y él estaba dispuesto a remediar todos sus antiguos desaciertos.
Allí estaba su plan, magnífico, sorprendente, digno por lo difícil y aventurado de los romancescos tiempos, el cual, de un solo golpe y en muy pocos días, le colocaría a mayor altura que todos sus afortunados compañeros.
La esperanza de conquistar con tan singular golpe de mano la fortuna hasta entonces esquiva, exaltaba al conde hasta el delirio.
Era rico; pero esto no le bastaba, y pronto sería universalmente célebre, que era lo que constituía su felicidad.
Aquella exaltación patriótica que le dominaba, había cambiado su exterior lo mismo que su carácter. Tenía en los ojos ese brillo propio de la fiebre que consume a los hombres empeñados en realizar por sí solos una empresa que raya en lo imposible, y tan obsesionado estaba por su proyecto, que oía mal y contestaba peor cuando le hablaban de algo que no fuese la conquista de Gibraltar.
Su familia era la que mejor notaba la transformación operada en el conde; sus distracciones, que muchas veces tomaban en la mesa del comedor un carácter cómico, y sus terribles e injustificadas cóleras, que ponían en conmoción toda la casa y que estallaban los días en que Baselga se desalentaba en su plan, convencido de los insuperables inconvenientes que se oponían a su realización.
Pretextando un viaje de inspección a sus posesiones de Castilla, para que ninguno de sus contados amigos pudiera concebir sospechas acerca del objeto de su excursión, abandonó Madrid y estuvo tres días en Gibraltar, teniendo que salir forzosamente pasado este tiempo, a causa de las indicaciones de la Policía inglesa, a quien debió llamar un tanto la atención las preguntas algo indiscretas y el examen interesado y detenido de cuantas obras fuertes pudo ver.
El viaje sólo sirvió para que el conde se indignase todavía más contra los ingleses que expulsaban a un español del suelo de su Península, y para que se convenciese de la imposibilidad de su empresa. Esto puso a Baselga de un humor endiablado, y tanto su servidumbre como su familia sufrieron por algunos días las consecuencias de aquel viaje, que les resultaba misterioso.
El apoyo prometido del padre Claudio fué en adelante su única esperanza, y esperó pacientemente a que éste le concediera el ansiado auxilio.
Tan vehemente era este deseo, que el conde, que nunca había apetecido las visitas del poderoso jesuíta, cuyo verdadero carácter creía ya conocer, las esperaba ahora con tanta impaciencia como la devota baronesa, desesperándose al ver que el padre Claudio no cumplía sus promesas.
El, tan altivo y deseoso poco antes de ir rompiendo poco a poco sus relaciones con los jesuítas, fué en busca del reverendo padre a la casa residencia de la Orden, pero en ninguna de sus visitas logró encontrar al padre Claudio. Parecía que lo había tragado la tierra o que se ocultaba intencionadamente, deseando con su ausencia excitar los deseos del conde.
Por esto la alegría de éste fué grande cuando Quirós le comunicó el recado del reverendo padre, y más aún cuando el criado le anunció su visita.
Entró el padre Claudio en el despacho, siempre sonriente y haciendo reverencias, y tras él apareció un hombrecillo moreno, de pelo rojizo, nerviosa movilidad, y una expresión en el rostro algo siniestra, que pretendía corregir con una sonrisa estúpida.
Miraba a todas partes con azoramiento no exento de curiosidad, y tuvo su vista fija algún tiempo en las vistas de Gibraltar, que adornaban el despacho del conde, diciendo después con acento atolondrado, de marcada pronunciación extranjera:
– ¡Oh! Está bien; muy bien.
El padre Claudio, después de saludar a Baselga, tomó asiento con su acompañado junto a la mesa de trabajo, y con voz misteriosa preguntó:
– ¿Estamos seguros aquí? ¿Podrá oirnos alguien?
– No acostumbran mis criados a escuchar tras las puertas; pero, sin embargo, tomaremos precauciones.
Y el conde, a quien le iba gustando mucho aquel misterio, por lo mismo que le presagiaba cosas muy interesantes, levantóse y salió del despacho, oyéndosele cerrar una puerta lejana y viniendo después a hacer lo mismo con la de la habitación.
– Ahora – dijo, volviendo a sentarse – , ya estamos seguros de que nadie nos oye. Diga usted cuanto quiera, padre Claudio.
Este se detuvo antes de contestar, como si saborease un golpe de efecto, y al fin dijo, dando cariñosas palmaditas en la espalda de su acompañante, que instintivamente tomaba la actitud de un perro acariciado:
– Este señor, que usted ve aquí, es el capitán Patricio O’Conell, caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.
Prodújose en el conde el efecto esperado por el jesuíta. En su rostro retratóse la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés, examinando con atención su personilla.
Baselga, a pesar de que estaba predispuesto a impresionarse favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en demasía, y, además, llevaba afeitado el labio superior, demasiado grueso y prolongado, ostentando unas patillas rojas y lacias, que le daban más aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en Waterlóo.
Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e internamente excusó al extranjero, diciéndose que en el ejército inglés, aunque había buenos mozos, también se veían figuras raquíticas y extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la ocasión.
Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su mano al extranjero.
– Tanto gusto en conocer a usted, señor conde – decía el capitán, con su acento extranjero, que cuidaba de extremar – .