La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La araña negra, t. 4 - Ibanez Vicente Blasco страница 6
– Efectivamente, señor…; ¿cómo ha dicho usted que se llamaba?
– Esteban Alvarez – contestó algo amoscado el capitán.
– ¡Ah!; sí, eso es. Pues como decía, señor Alvarez, el nombre de usted no me es desconocido; pero mentiría si dijera que antes de este momento lo había oído más de una sola vez.
– Según eso, ¿no me conoce usted? ¿No sabe quién soy yo?
– No digo tanto, señor capitán. Sé que usted era novio de la señorita Enriqueta Baselga; pero esto lo sé desde ayer, en que su familia tuvo a bien hacerme algunas consultas sobre tal asunto. Ya puede usted considerar que a un amigo antiguo de la casa como yo lo soy se le dispensan siempre algunas confianzas.
– Pues precisamente sobre el mismo asunto quiero hablarle yo, haciéndole algunas advertencias saludables.
El padre Claudio hizo un gesto de extrañeza ante el tonillo amenazador con que Alvarez dijo estas palabras, y contestó fríamente:
– Hable usted. Estoy dispuesto a escucharle.
Alvarez fué breve y expuso con gran claridad lo que pensaba. Enriqueta le amaba; estaba muy seguro de ello, porque la joven se lo había jurado mil veces por la memoria de su madre y era incapaz de mentir; y a pesar de esto, él había recibido una carta escrita en estilo seco y desesperante, en la que se daban por muertos los antiguos amores. ¿Era posible esto? ¿Resultaba racional? No, ¡vive Cristo!, y por esto él estaba convencido de que en el negocio andaba una mano oculta y que alguien se había encargado de dictar aquella carta que causaba su desesperación.
Alvarez no usaba anfibologías para decir quién podía ser aquel “alguien” tan fatal para su amor. Era franco hasta la rudeza, y manifestaba al padre Claudio sus vehementes sospechas de que hubiese sido él el autor de aquella trama miserable que amargaba su felicidad, y en tal caso…
Ya se encargaba el gesto sombrío de Alvarez de explicar lo que él era capaz de hacer con los que de un modo tan miserable se oponían a sus amores y pretendían robarle a Enriqueta.
El padre Claudio recibió sin pestañear aquella rociada de acusaciones y de amenazas.
Estaba acostumbrado a la explosión de las justas iras que provocaban muchas veces las intrigas jesuíticas, así es, que no se conmovió con tales acusaciones, antes al contrario, comenzó a sonreírse con la superioridad benigna del que se ve injustamente atacado y no se ofende por ello.
– ¿Es eso cuanto tenía usted que decirme? – preguntó a Alvarez cuando éste finalizó sus acusaciones.
– Sí, señor; eso es cuanto quería decirle, y por su bien le repito que si es usted quien ha obligado a Enriqueta a escribir esa carta, deshaga todo el mal que ha producido, pues de lo contrario podría usted tener más de un disgusto.
El padre Claudio seguía sonriendo, y después de reflexionar algunos minutos, dijo siempre con tono amable:
– Usted debe de tenernos a los jesuítas en muy mal concepto.
– No es muy bueno el que tengo formado de su Orden. ¿Pero a qué viene esa pregunta?
– La hago porque comprendo que únicamente uno que odie mucho a nuestra santa Compañía puede atribuirnos intervenciones oficiosas como esa que usted me achaca. No pretendo sincerarme ni tengo necesidad de ello, pues usted no tiene sobre mí derecho alguno; pero tampoco quiero que esté usted en un error tan lastimoso como ahora. Vamos a ver, ¿qué interés he de tener yo en mezclarme en los asuntos íntimos de la familia de Baselga y con qué fin he de obligar a una joven a escribir esa carta de que usted habla? El porvenir de Enriqueta no me es indiferente, pero tampoco soy su padre para inquietarme tanto por su suerte.
Entonces fué Alvarez quien sonrió con cierta expresión siniestra, y dijo maliciosamente:
– Los individuos de la Compañía de Jesús siempre tienen “interés” por las familias que visitan.
– ¿Qué quiere usted decir? Vamos – repuso fríamente el padre Claudio.
– Quiero decir que Enriqueta tiene muchos millones, es inmensamente rica y esto, en ciertas ocasiones, es una desgracia. Tal vez por esto se quiere impedir que ella ame, y su hermana la baronesa la inclina a entrar en un convento, como mil veces me lo ha dicho la misma Enriqueta.
El padre Claudio miró fijamente con aire de lástima al gallardo militar, y después, dijo por toda contestación:
– Indudablemente usted es de los que han leído "El judío errante", del impío Sué.
– Sí, señor; ¿pero a qué viene esa pregunta?
– Y del mismo modo habrá leído otros libros en que se calumnia del modo más infame a nuestra santa Compañía.
– He leído algo de lo mucho que contra ustedes se ha escrito, pero no comprendo el motivo de tales preguntas.
– Las hago, hijo mío, porque me causa compasión el ver que un militar distinguido e ilustrado, como usted parece serlo, cree en las mil paparruchas que viles escritores vendidos a los judíos y los protestantes, han propalado contra la sublime obra de nuestro santo padre San Ignacio.
Y el padre Claudio, al nombrar a su santo patrono, llevóse reverentemente una mano al ala de su sombrero de teja.
Alvarez, en vista del giro que el jesuíta daba a la conversación, no sabía qué decir, pero aquel continuó:
– Como si yo supiese leer en los corazones, adivino lo que usted piensa en estos instantes. Usted, que se ha empapado en la impía novela de Eugenio Sué, cree que los jesuítas somos gente que nos introducimos en las familias ricas para apoderarnos de su dinero, y está firmemente convencido de que yo entro en casa del conde de Baselga con el propósito de hacer monja a Enriqueta y robarle sus millones. ¿No piensa usted así?
– Sí, señor; así pienso y mentiría si dijera lo contrario. Toda persona ilustrada que conozca medianamente la historia sabe lo que ustedes han sido y de lo que hoy son capaces. Nada tendría de extraño que usted y los suyos se hubieran introducido en la familia de Baselga con tal propósito, y cualquier otro en mi lugar, viéndose víctima de una miserable intriga, pensaría de igual modo.
– Alabo la franqueza de usted; al menos no se puede dudar de que manifiesta con claridad su pensamiento. Pero, ¡ay, hijo mío! ¡En qué error tan grande está usted! Lástima me causan su ignorancia y la ceguera de su alma. ¿Sabe usted bien lo que es la Compañía de Jesús?
Alvarez estuvo a punto de contestar: "¡Una gavilla de malvados!", pero se contuvo, prefiriendo permanecer silencioso.
– La Compañía de Jesús – continuó el jesuíta en vista del silencio de su interlocutor – es una Institución alejada por completo de los fines terrenales y creada únicamente para la noble empresa de combatir al demonio y a su hijo el pecado, extirpando del mundo las infames herejías. ¡Cuán lejos estamos los hijos de San Ignacio de mezclarnos en las miserias de la vida social! ¡Cuán engañados están los que creen que únicamente buscamos el poder universal en lo que esto tiene de agradable, queriendo con este fin apoderarnos del dinero de todos! Nosotros somos únicamente los humildes soldados de la Fe, los obedientes servidores del Papa, representante de Dios en la tierra; y así como llegamos hasta el martirio cuando se trata de defender los sacrosantos intereses