La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco

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La araña negra, t. 4 - Ibanez Vicente  Blasco

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sus amores al conde de Baselga.

      Cuando éste supo quién era Esteban Alvarez su rostro obscurecióse un poco; pero la mala impresión fué fugaz, y reapareció aquella expresión benévola que tenía por objeta animar a Enriqueta en su confesión amorosa.

      Así que ésta terminó, el padre quedóse pensativo, intentando después sondear más hondamente el alma de Enriqueta.

      – ¿Y amas tú verdaderamente a ese joven capitán?

      – Sí papá – contestó la joven ruborizándose – . Conozco que le amo. Y… ¡la verdad, es que él lo merece! ¡Si usted supiera cuán bueno es!

      Y Enriqueta, al decir esto, miraba fijamente a su padre para adivinar el efecto que le producían sus palabras; pero el conde permanecía impasible.

      – No me cabe duda alguna – continuó la joven – de que él me ama honradamente. Es hombre incapaz de mentir y muchas veces me ha dicho con lágrimas en los ojos que quisiera que yo fuese pobre y de humilde origen para que nadie pudiera atribuir su pasión a un mezquino y egoísta interés.

      Baselga, al oir esto, salió al fin, de su mutismo.

      – Piensa muy bien ese joven al hablar así, y demuestra que es un hombre honrado. Efectivamente; para un hombre tan pobre como él es, pues sólo tiene su espada, es peligroso amar a una joven noble y rica como la hija del conde de Baselga. Siendo él tu esposo, todo el mundo tendría derecho a creer que te amaba por tus millones, y eso resultaría deshonroso para él y para tí. Por eso me opongo a esos amores y te ruego, como padre cariñoso, que olvides al capitán.

      Enriqueta experimentó una profunda conmoción. ¡Adiós sus ilusiones! Su padre también se oponía a aquellos amores, y aunque no usaba las formas rudas y brutales de la baronesa, no por eso su resolución era menos firme.

      – Pero eso no está bien – arguyó con tono quejumbroso – . Esteban y yo nos amamos, ¿y por lo que pueda decir la gente nos separan?

      – Hija mía, vivimos en la esfera más alta de la sociedad y ésta impone pesados deberes que todos hemos de cumplir. Tú, por el apellido que llevas, mereces un marido mejor.

      – ¡Pero si Alvarez es un hombre honrado, un perfecto caballero!

      – Así lo creo. Leyendo sus cartas hace un instante y oyendo tus revelaciones me he convencido de que es un buen chico, y además el empleo que hoy tiene y sus cruces le acreditan como militar valiente. No me es antipático y le perdono las ridiculeces de aquella tarde que tanto me molestaron y que me impulsaban a darle de palos. Pero… ¡fíjate bien en esto!, no es más que un militar obscuro, un capitán pobre y tal vez sin protección, que a fuerza de años y de salvar grandes obstáculos, puede ser que a la vejez llegue a coronel. ¿Te parece bien que una joven a quien la alta sociedad de Madrid considera de las más distinguidas y ricas se case con un hombre de tan humilde condición? No, hija mía. Aún hay clases, por más que se empeña en negarlo el espíritu revolucionario de estos tiempos. Tú debes casarte con un hombre de tu alcurnia, que tenga una posición brillante que unir a la tuya. Ahora eres aún muy joven y no debes separarte tan pronto de tu padre, so pena de pasar por mala hija. Cuando llegue el momento propicio, ya encontrarás un hombre digno de ti. De sobra los hay en nuestra clase que puedan hacer tu felicidad. ¡Vaya, muchacha! Yo te buscaré un novio que te convenga, y te advierto que para estas comisiones no tengo mal gusto.

      Baselga, viendo que su negativa iba a hacer llorar a Enriqueta, reía y bromeaba, procurando quitar toda importancia al asunto y dando a su conversación un carácter trivial y ligero.

      El conde se valió de todos los recursos para que la negativa no resultase a la joven muy dolorosa. Trazó un sonriente y hermoso cuadro de la vida que en adelante llevarían padre e hija, y todas sus aficiones de la juventud volvieron a renacer al eco de sus palabras.

      – Yo, aquí donde me ves – decía Baselga riendo como un niño – , he sido un calavera en mis tiempos. La muerte de tu pobre madre me convirtió en hurón, pero en adelante te aseguro que en tu obsequio volveré a ser lo que fuí. Se acabaron mis tétricas meditaciones y las largas encerronas en este despacho. Desde hoy, ¡al mundo!, ¡a divertirse! No perderás ni una sola fiesta; se acabará para siempre esa educación monjil que quería darte Fernanda; serás la reina de la moda, brillarás en todas las “soirées”, y cuando no tengas con quien bailar, bailarás conmigo. ¡Qué diablo! Yo, aunque viejo, no estoy del todo mal y puede ser que llame la atención como en otro tiempo en los salones de Palacio. Vas a tener en mí un caballero sirviente, que muchas jóvenes te envidiarán. Entonces te curarás de esa pasioncilla romántica y agradecerás a tu padre el haberte lanzado al mundo en el que todas las jóvenes ambicionan figurar.

      Baselga estaba transfigurado. La idea de hacer nuevamente el galán y el hombre de mundo en los salones acompañando a su hija, le rejuvenecía, sintiendo además un secreto placer con la esperanza de que por este medio Enriqueta olvidaría sus actuales amores.

      Tan contento estaba, que acompañaba sus palabras con alegres carcajadas y gestos maliciosos, interrumpiéndose muchas veces para estrechar fuertemente a la joven contra sus brazos, como si quisiera ahuyentar de este modo la tristeza que de ella se apoderaba.

      Enriqueta acogía con indiferencia aquellas promesas de vida alegre y brillante que quitaban a su pasión toda esperanza.

      Atrevióse a protestar varias veces, manifestando que nunca podría olvidar a Esteban Alvarez; pero aquel viejo, que tan dominado estaba por una pasión póstuma y sin esperanza, mostrábase escéptico con los amores de la juventud y no creía en su firmeza indestructible.

      – ¡Oh! Eso se dice siempre – exclamaba Baselga riendo – . La juventud es en todas las épocas lo mismo. ¡Cuántas veces, cuando yo era mozuelo, juré eterno amor, y a los cuatro días me olvidé del juramento! ¡Cuántas de esas viejas damas que tú conoces en las reuniones me prometieron en la primavera de su vida no olvidarme nunca, y, sin embargo, poco después se casaron con otros! Esas protestas de amor son muy bonitas, pero mira, yo estoy seguro de que sólo se cumplen en novelas. El corazón a los veinte años es olvidadizo; necesita muchas emociones, y éstas sólo se encuentran cambiando mucho. Lánzate al gran mundo, obedéceme divirtiéndote todo lo que puede una joven aristocrática y bien educada, y yo te aseguro que antes de medio año te has de olvidar de tu capitán.

      El conde siguió hablando en este tono, y tan ocupado estaba en pintar a su hija un risueño porvenir, que se olvidaba de su célebre conquista de Gibraltar y de la posibilidad de dejar abandonada a Enriqueta para ir a cumplir sus aspiraciones patrióticas.

      La joven conocía ya completamente el deseo de su padre. Nada de ser monja ni de hacer caso de las pérfidas sugestiones de la baronesa, pero menos aún de continuar las relaciones amorosas con un hombre de tan humilde posición como Alvarez. El conde ya le buscaría para marido un general, un embajador o un grande de España, que aumentase el lustre y prestigio de la casa de Baselga. Esta no había de ir abajo como otras casas nobiliarias; antes perecer que consentir la decadencia, pues él, don Fernando Baselga, se había empeñado en que su nombre llegara a ser el primero entre toda la aristocracia española.

      Enriqueta estaba en peor situación que en su escandalosa conferencia con la baronesa. Al menos en ésta, al oír cómo insultaban a su novio, había sabido defenderle y sostener su pasión; pero ahora, en presencia de su padre, carecía de tal recurso, pues el conde le hablaba con bondad y le pedía que olvidase sus amores haciendo valer sus canas y su cariño de padre.

      Notaba la joven en ella misma una impresión reciente y extraña, y era que el cariño que ahora sentía por su padre, inmenso y ardiente, ejercía sobre su ánimo tal seducción, que hacía vacilar un

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