La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco

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La araña negra, t. 4 - Ibanez Vicente  Blasco

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como un monje, huyendo hasta de tratarme mucho con mis hijos, y especialmente contigo, pues tu rostro me recuerda la inocente hermosura de esa infeliz a quien nunca lloraré bastante.

      Y Baselga, al decir esto, miraba el retrato de María, que sonreía melancólicamente, alegrando la sombría habitación con el brillante negro de sus ojos y su rosada palidez.

      El conde hacía esfuerzos por contener las lágrimas que producían aquellos recuerdos, y en su rostro se notaba la expresión sublime de un alma grande y amorosa que llora la perdida felicidad.

      Enriqueta también lloraba, pero su llanto era por su padre, por aquel hombre desconocido que ahora se le revelaba con toda la grandeza de un mártir del amor. Los corazones jóvenes, que se abren como capullos primaverales al sol del cariño, guardan siempre cierta inmensa admiración para los que sufren por haber amado mucho.

      Aquella pasión que vivía más allá de la tumba, aquel amor póstumo, conmovía a Enriqueta y le hacía mirar a su padre con la adoración respetuosa que siente un artista principiante ante el genio que lucha buscando la inmortalidad.

      El ogro había desaparecido, y como en los cuentos de hadas, se transformaba en un amante entusiasta. Era ya viejo, pero su pasión tenía la grandeza meritoria de no ser rosa inclinada sobre el hermoso pecho de una Venus, sino melancólico sauce llorando sobre una tumba que encerraba la nada.

      Enriqueta sentía ya una inmensa tranquilidad. Su padre había amado y amaba aún; su padre sabría comprenderla.

      En su presencia sentía nacer una confianza que nunca había experimentado al lado de doña Fernanda, aquella solterona egoísta y malhumorada que era el ser con el que había vivido en mayor intimidad.

      El exterior frío y antipático de su padre acababa de rasgarse y por el jirón escapábase el fulgor de aquella pasión póstuma que ardía en el pecho de Baselga. Enriqueta se analizaba a sí misma, sin darse cuenta de ello, y se convencía de que, aunque amaba mucho al capitán Alvarez, nunca llegaría a tal grado de apasionamiento. Esto la hacía sentir una admiración sin límites por su padre.

      El conde, después de haberse frotado con fuerza los ojos, como para rechazar las lágrimas que a ellos hacían afluir los recuerdos, continuó, siempre con su dulce acento:

      – Conozco que he obrado mal al vivir tan alejado de mis hijos, y es fácil que Dios me castigue por mi criminal desvío. Tú debes de quererme poco, Enriqueta.

      – Yo, papá mío – se apresuró a decir la joven – , le quiero a usted con toda mi alma.

      Y Enriqueta dijo estas palabras con gran expresión de sinceridad, pues el cariño que profesaba a su padre, por ser reciente, no la daba lugar a dudas.

      – Pues debías odiarme – continuó Baselga – ; o por lo menos mirarme con indiferencia. Apenas si he sido para ti algo más que un extraño de aspecto taciturno y antipático. Pero hoy… todo ha cambiado, y estoy arrepentido de mi dolor egoísta que me hacía huir de la familia. Quiero ser padre; deseo que mi hija no me mire como un ser extraño, y busco su cariño inmenso que me ayude y haga más llevadera mi triste vida.

      El conde se había levantado de su asiento. Sus palabras habían sido acompañadas de una excitación que le hizo avanzar hacia su hija. Experimentaba la necesidad de estrecharla entre sus brazos, de besarla, de convencerse de que era suya, y que su anterior conducta misantrópica y egoísta no había desvanecido la cariñosa inclinación que aquel ser debía sentir hacia él.

      Cuando la tuvo sentada sobre las rodillas y se hubo saciado del puro goce que le producía pasar su mano por entre los rizos de su adorable cabecita, retuvo las lágrimas que pugnaban otra vez por salir, y separándose un poco de aquella boca fresca e inocente que besaba sus curtidas mejillas, preguntó con ingenuidad:

      – Dime, ¿es verdad que piensas abandonarme y entrar en un convento?

      La joven experimentó la misma turbación que cuando era interrogada por doña Fernanda.

      – Habla con franqueza – dijo el padre al notar su impresión – . Eso de abandonar el mundo es una resolución de gran importancia que no puede tomarse a la ligera. La vida del claustro es pesada y para ella se necesita gran vocación. ¿La tienes tú?

      Enriqueta no contestó. Después de lo que había ocurrido con doña Fernanda sentíase más atemorizada que de costumbre. Temía que las paredes, oyendo su contestación franca y leal, fuesen a contárselo todo a la baronesa, y que ésta repitiese sus vergonzosos arranques de poco antes. Su única contestación fué estrecharse más contra el robusto pecho de su padre ocultando el rostro sobre su hombro.

      Baselga adivinó la preocupación que sufría su hija.

      – Comprendo tu miedo – la dijo – . Temes disgustar a alguien, y tiemblas pensando en tu castigo. Pues bien, yo te aseguro que nadie pondrá la mano en ti, mientras viva tu padre, y que lo ocurrido en el salón de Fernanda no volverá a repetirse.

      Enriqueta, a pesar de esto, no habló, y entonces el conde dijo con su acento bondadoso:

      – Veo que no tienes confianza en mí, y que tendré que ir adivinando tus pensamientos y anticipando tus contestaciones. Tú no quieres ser monja. Esas cartas que he leído me lo demuestran, y, además, tengo el convencimiento de que todo es obra de esa Fernanda, beata maligna, que aconsejada por su tertulia de curas es capaz de meter en un convento a todos los de esta casa. ¿No es ella la que te ha hecho pensar en la vida monjil?

      Enriqueta miró con azoramiento a todas partes, como si temiese ocultos espías que fuesen a contar a su hermana lo que decía, y después hizo con su cabeza un signo afirmativo.

      – Perfectamente – dijo el conde – . Veo que no me había equivocado, y me felicito de que tu vocación sea falsa. Tú no quieres ir a un convento, ¿no es eso?

      – No, papá mío. Amo mucho a Dios, pero no me siento con fuerzas para una vida tan dura, y prefiero, prefiero…

      El conde fué en auxilio de su hija, que no sabía cómo expresar su pensamiento.

      – Prefieres ser como son todas las mujeres honradas. Primero, una honesta joven que goza de cuantas alegrías decentes puede proporcionar la sociedad, y después, una honrada madre de familia, útil a la patria y sostenedora de la virtud en el hogar doméstico. Me alegro de ello, hija mía; yo pienso de igual modo.

      Enriqueta, oyendo expresarse a su padre de este modo, sentía crecer su confianza. Por esto no experimentó una gran turbación cuando el conde le dijo así:

      – Ya que no quieres ser monja, cuéntame tus amores, ¿Quién es el autor de esas cartas que acabo de leer?

      La joven se ruborizó; mas no por esto sintió deseos de ocultar la verdad.

      Mostrábase su padre tan amoroso y complaciente, que fácil era que accediese a autorizar sus relaciones con el capitán Alvarez.

      Esta dulce esperanza hizo que la joven se espontanease y con acento confidencial fuese relatando al conde la historia de su pasión. Ningún incidente escapó a la memoria de Enriqueta. Desde la mañana de invierno en que vió a Esteban Alvarez por primera vez, hasta la ruidosa escena de una hora antes provocada por la indignación de doña Fernanda al conocer los amores de su hermana, la crónica completa de aquella pasión fué relatada detalladamente, cuidando Enriqueta de aprovechar cuantas ocasiones se le presentaban de hacer una apología sencilla, pero completa, de su adorador.

      La joven no

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