La araña negra, t. 4. Ibanez Vicente Blasco
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– Yo sólo abandono a mis amigos cuando me ofenden y no por un vil interés. Admiro al marqués de los Castillejos como uno de los mayores héroes que ha tenido España, y lo mismo en la adversidad que en la fortuna, estaré siempre a su lado.
Aquello parecía gustarle al padre Claudio, a juzgar por su sonrisita, y después de estar silencioso un buen rato, con la vista fija en el suelo, como si reflexionase, dijo así:
– La verdad es que usted obra perfectamente no separándose del valiente Prim. ¡Quién sabe si éste será el medio más rápido de hacer fortuna! Esto se va, amigo mío; yo soy el primero en reconocerlo, a pesar de que estoy interesado en mantener lo existente. En aquella casa – y señaló al Palacio Real – el diablo anda suelto y no se hacen más que desatinos; así es que no será extraño que cualquier día el pueblo, excitado por la propaganda revolucionaria, dé al traste con todo lo que hay detrás de esos muros. Si ese momento llega, Prim será el encargado de dar el golpe, y usted, de un solo salto, subirá a gran altura, porque, indudablemente, le ayudará en su empresa revolucionaria. ¿No es esto?
– Yo – contestó Alvarez con sencillez – voy siempre donde van mis amigos.
Esta vez el padre Claudio fué más cauto y no se transparentó en su rostro la alegría que le causaba tal declaración.
– Aun siendo contra mis intereses – continuó el astuto clérigo – , lo reconozco. La nación está mal.
– ¡Y tan mal! – repuso Alvarez, a quien animaba tal conversación – . La mitad de las miserias que sufre España, vienen de ahí.
Y al decir esto, señalaba enérgicamente al Palacio Real.
– Sí – añadió el padre Claudio – ; y la otra mitad, de nosotros, los que vestimos sotana. ¿Le he adivinado el pensamiento?
– Así es. ¿Por qué he de mentir? En mi concepto, España sólo será un pueblo completo el día en que se emancipe de la tutela de la Monarquía y la Iglesia.
– ¡Ah, impío! – dijo el jesuíta en broma y sin escandalizarse por tales palabras – . Necesario es que sea usted amigo mío, que venga a verme y que hablemos largamente para que yo limpie su inteligencia de todas esas ideas pecaminosas, adquiridas en perversas lecturas. Paso porque esa monarquía que hoy tenemos es mala, pero ¡la Iglesia! ¿Por qué echar la culpa a la Iglesia de los males de la nación? Los pueblos nunca podrán pasar sin reyes y sin sacerdotes. Pero hablaremos de esto más despacio en otra ocasión, pues hora es ya de que entre en Palacio.
Los dos hombres se levantaron.
– Joven, ya sabe usted que le quiero y cuente con que haré cuanto pueda en su asunto. Cuando quiera verme o me necesite, me encontrará en la casa residencia de la Orden. Pregunte por mí, que para usted tengo siempre las puertas abiertas.
Cruzáronse entre los dos amistosos saludos y ofrecimientos, y después se separaron.
Alvarez iba con dirección a la calle del Arenal, pensando que el jesuitismo no era en el fondo tan malo como lo suponían, y que aquel célebre padre podría ser un malvado en otros asuntos, pero que en lo referente a la familia Baselga no tenía seguramente ningún fin secreto ni mostraba empeño en estorbar sus amores con Enriqueta. El capitán sentía un gozo inmenso, con la seguridad de que el bondadoso sacerdote, poniendo en juego su influencia, volvería los galanteos al mismo ser y estado que antes de la malhadada carta.
Mientras tanto, el padre Claudio entraba en Palacio. Llevaba el rostro casi oculto en el embozo de su manteo de seda para ocultar una risita que daba miedo, por lo mismo que era espontánea.
– Se ha vendido – murmuraba – . Ese muchacho es amigo de Prim y conspira en la actualidad. Estoy seguro: sus palabras lo indican. Haremos que lo vigilen, y muy listo ha de ser para que no lo coja por su cuenta el ministro de la Guerra y lo envíe a Ceuta. ¡Quién sabe si hará méritos suficientes para ser fusilado! Para esto hoy basta poco. De un modo o de otro nos libraremos de un novio romántico que estorba mis planes, y ese mequetrefe aprenderá a oír con más calma, sin amenazar con bofetadas… y a no burlarse de "mis faldas".
XX
El lazo tendido
Estaba don Fernando Baselga en el sombrío despacho, ocupado en su habitual tarea de estudiar las fortificaciones inglesas de Gibraltar, cuando entró un criado anunciándole la visita del padre Claudio, a quien acompañaba un caballero.
El conde experimentó cierta emoción al oir tal anuncio.
Hacía más de dos meses que no veía al poderoso jesuíta; pero aquel mismo día por la mañana había recibido la visita de Joaquinito Quirós, quien con aire misterioso, le había dicho de parte del padre Claudio que por la tarde iría éste a verle, acompañado de un caballero que acababa de llegar de Gibraltar, y que se comprometería indudablemente a tomar parte muy activa en la grande empresa.
Aquello alentaba mucho las esperanzas de Baselga. Este, siempre que reflexionaba en su soñada conquista del Peñón y teóricamente apreciaba sus inmensas dificultades, pensaba en el jefe de los jesuítas de España, comprendiendo que podía prestarle un auxilio poderosísimo.
Las promesas veladas, pero halagüeñas, que el padre Claudio le había hecho el día en que estuvo próximo a romper sus relaciones con él a causa de la educación que tanto él como la baronesa querían dar a Enriqueta, habían entusiasmado al conde, que con ciego optimismo se creía ya invencible si la Compañía protegía ocultamente su empresa patriótica. De aquí que acogiera con tanto júbilo el recado que Quirós le comunicó de parte del poderoso jesuíta.
Baselga, ocupándose continuamente de su empresa, obsesionado por ella, había llegado a los últimos límites de la exaltación.
Cumplía las promesas que había hecho a su hija para obligarla a olvidar sus amores, y continuamente se exhibía con ella en los paseos, los teatros y los salones; llevaba la vida de un hombre elegante que quiere hacer agradable su existencia y no pierde diversión; tenía empeño en lanzar a su hija en el dorado torbellino de la sociedad aristocrática, y para animarla la daba el ejemplo, haciéndose el viejo verde y mezclándose más entre los jóvenes que entre los amigos de su edad; pero todo esto no lograba borrar de su cerebro aquella idea de conquista que le perseguía hasta en el sueño y le impulsaba a fatigosos trabajos y a un cabildeo continuo.
Su regreso al gran mundo y a sus esplendorosas fiestas, en vez de distraerle, había servido para exacerbar el afán de gloria que le dominaba. En los aristocráticos salones o en los regios bailes de Palacio había encontrado a sus antiguos compañeros de la Guardia Real, que ahora eran generales famosos, políticos de gran renombre y jefes de gobierno, gozando de todas las dulzuras y satisfacciones que proporcionan el poder y el aura popular. Le habían hablado con la cariñosa franqueza que da una antigua amistad, bromeaban con él como si aún fuesen tenientes del Real Cuerpo y comentasen en el cuarto de guardia las locuras de su general en jefe, el estrafalario conde de España, o las alcahueterías del complaciente duque de Alagón; pero a pesar de tantas expansiones cariñosas, Baselga notaba que entre él y sus compañeros se levantaba un obstáculo infranqueable, el de la diferencia de clase, y que él, al lado de aquellos hombres célebres de cuya vida y actos se ocupaba toda la nación, no era más que un hombre rico, pero desconocido fuera del mundo de la aristocracia, y que sólo merecía el afecto desdeñoso que se dispensaba al desgraciado que ha malogrado su existencia y llega a la vejez sin haber hecho nada de provecho.
Su vida resultaba obscura y misteriosa