El mundo y la vida desconocida de los faraones. Eric Garnier
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Hacía largo tiempo que la casta guerrera luchaba por incrementar su influencia y equipararla a la de los sacerdotes. Los jefes militares de los distintos distritos fueron adquiriendo mayor autoridad. Tras conquistar el delta del Nilo, Narmer, originario del Alto Egipto, reunió a los jefes militares, concentró sus fuerzas y fue reconocido como rey único. Acababa de nacer la primera dinastía.
En aquel entonces, Egipto ya contaba con una civilización bastante avanzada. El Nilo se había canalizado, se habían construido canales y se había perfeccionado la agricultura. También habían nacido las artes, grandiosas y masivas. Narmer fundó la ciudad de Menfis, o Hat ka Ptah, que los griegos conocían como Aegyptos. Esta ciudad, dedicada al dios Ptah, se alzaba en el punto de unión entre el Alto y el Bajo Egipto. Para separar la ciudad del Nilo y protegerla de las inundaciones, Narmer ordenó construir un dique gigantesco, el Muro Blanco. Narmer fue un faraón muy popular que aportó unidad al valle del Nilo, una tierra en la que los trabajos de irrigación, para resultar eficaces, debían realizarse por acuerdo general.
La sociedad de Egipto era feudal. Los jefes de los nomos (distritos) respetaban al faraón como soberano, le ofrecían servicio militar y ordenaban ejecutar las obras públicas en su nombre.
Los descendientes de Narmer eran los faraones, hijos del dios sol. Para que su descendencia divina no se apagara nunca, los antiguos egipcios aceptaban la transmisión femenina. Cuando un faraón moría sin dejar un heredero varón (que podía ser hijo o sobrino), el jefe de la nueva dinastía contraía matrimonio con una princesa de la familia real precedente. De este modo, la sangre real de Narmer pasaba de una generación a otra sin diluirse.
Las dos primeras dinastías apenas dejaron huella en la historia. En esta época tan temprana ya se conocía la escritura, así que sabemos que las primeras dinastías establecieron el culto a los animales. Para poder imponerse a la aristocracia feudal, es posible que la realeza tuviera que luchar, como hizo la dinastía de los Capetos en Francia. Las inscripciones indican que varias dinastías colaterales estuvieron a punto de imponerse.
La dinastía III logró reforzar su autoridad y, después de unificar Egipto, preparó el terreno para la explosión civilizadora de la dinastía IV, que marcó el apogeo del Imperio Antiguo.
Durante este periodo se construyeron las pirámides y Menfis brilló con todo su esplendor.
La designación de Imperio Antiguo cubre el periodo posterior a la época tinita (de Tis/Tinis, capital real de las dos primeras dinastías) o Periodo Dinástico Temprano y comprende las dinastías III, IV, V y VI (2800 a. C.-2400 a. C.). Durante este periodo, la realeza faraónica afirmó su calidad casi divina. Las pirámides fueron edificadas por los reyes constructores del Imperio Antiguo, como Zoser, Seneferu, Keops, Kefrén y Micerino.
El faraón, situado en la cúspide de una estructura poderosa y organizada, reinaba sobre un Egipto unificado y ejercía su control sobre los hombres y los bienes. A cambio, garantizaba la seguridad de los ciudadanos egipcios y velaba por mantener un control eficaz de las fronteras.
En aquel entonces, los egipcios consideraban que Egipto era el centro del mundo. Poseían un vasto conocimiento de los desiertos que rodeaban su país y sabían explotar sus materias primas, desde el desierto de Libia hasta la península del Sinaí. Visitaban con frecuencia la Baja Nubia, situada al sur, y el mítico país de Punt les proporcionaba preciosas resinas odoríferas.
Asia, Biblos y el Líbano abrieron su comercio a los navíos procedentes del Nilo. Este contacto con los países vecinos permitió organizar expediciones de carácter más comercial que militar, que tenían como objetivo abastecer el país de productos raros o exóticos.
La familia real lo controlaba todo: la mano de obra, las materias primas y los productos elaborados. La producción se llevaba a la capital antes de ser redistribuida de forma más o menos equitativa. Esta centralización permitía disponer de reservas y equilibrar el aprovisionamiento de un año para otro, con el fin de evitar los periodos de hambruna.
Al no existir la moneda, los administradores recibían donaciones en forma de productos o de mano de obra. Una élite de altos funcionarios controlaba una administración numerosa y estructurada, cuyo armazón eran los escribas; el resto de la población era analfabeta.
Esta organización económica centralizada era un reflejo de la organización ideológica de la sociedad: una pirámide cuya cúspide ocupaba el faraón. Este era el único propietario de las tierras de Egipto y el único intermediario con los dioses, pues emanaba directamente de ellos y era su representante en la tierra. Las tumbas gigantescas que se ordenaba erigir en su honor en los límites del desierto son la prueba más deslumbrante de ello. El pueblo egipcio servía a su amo y debía alimentar a quienes ocupaban los escalafones superiores y, ante todo, al faraón, que era el motor del país.
Esta situación evolucionó durante el transcurso del Imperio Antiguo, cuando el faraón dejó de cumplir una función divina y se contentó con ser el hijo de Ra, un hijo electo más que biológico y un representante designado más que una verdadera encarnación del dios.
Esta evolución no se limitó únicamente a la función dinástica. Los altos cargos, antes reservados de forma exclusiva al entorno de la familia real, pasaron a ser ocupados por plebeyos, que empezaron a establecerse en dinastías hereditarias que controlaban buena parte de la pirámide social. Y estas muestras de independencia local acabaron provocando la disolución del poder centralizado.
Las exenciones con las que se recompensaba a los funcionarios que más lo merecían se multiplicaron de tal forma que el tesoro real se redujo en gran medida, como parece demostrar la disminución gradual del tamaño y la riqueza de las construcciones funerarias.
Es posible que el reinado de un faraón demasiado viejo y, quizás, un cambio climático que redujo en gran medida las lluvias y las inundaciones bastaran para que este imperio se hundiera a finales de la dinastía VI.
La caída no fue repentina, pues las dinastías VII y VIII siguieron gobernando desde Menfis, gracias a un aparato político que se mantenía por sí solo y era lo bastante sólido para perdurar. Sin embargo, estas dinastías carecieron del esplendor de las anteriores.
Como la estabilidad política se había desvanecido, los soberanos se sucedían a un ritmo demasiado rápido para que pudieran hacerse con el control del país. Fue necesario esperar a la llegada de un puño férreo del sur para que el país se unificara de nuevo.
Los monumentos del Imperio Antiguo no se construyeron con ladrillo, sino con piedra, símbolo de eternidad. Por eso, este periodo se convirtió en un modelo que seguir para todas las clases reinantes futuras.
La tumba egipcia tenía dos funciones distintas que influían en su forma: debía recibir al difunto y ser su lugar de descanso eterno, pero también tenía que ser un lugar de culto en el que pudieran depositarse ofrendas funerarias.
Cuando el francés Auguste Mariette descubrió la necrópolis de Saqqara, utilizó el término árabe que usaban sus obreros para designarla: mastaba («banco»). Una mastaba es un enorme edificio rectangular de paredes verticales y ligeramente curvadas que le confieren un aspecto trapezoidal característico, similar a un gran banco de piedra.
Las primeras tumbas reales fueron mastabas de ladrillo cuyas paredes exteriores estaban adornadas con relieves para evocar los