El sexto sentido. Ursula Fortiz

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El sexto sentido - Ursula Fortiz

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style="font-size:15px;">      Nuestros sentidos reciben las informaciones como una emisora de radio en la que la selección y la sensibilidad son más o menos afinadas.

      EJEMPLOS DE

      MANIFESTACIONES

      DEL SEXTO SENTIDO

      EN LA VIDA COTIDIANA

      Muchas de nuestras acciones tienen un significado a veces aparente y a veces inexplicable. El espíritu quiere profundizar en el sentido de aquello que le seduce y olvida el interés de lo que no le atrae. Las cosas de la vida cotidiana tienen sin embargo un sentido, aunque quede incluso fuera de nuestras explicaciones.

      Vamos a abordarlas aquí con la ayuda de ejemplos concretos en los que cada uno podrá verse reflejado.

      • El azar

      Un domingo había un concierto en la abadía de Royaumont, en Francia. Los cuatro miembros de la familia Dupond tomaron el tren por la mañana muy temprano. Las señoras iban con sombrero, y los señores, que iban en bicicleta, se pararon dieciséis kilómetros antes de llegar a su destino para practicar un poco de ejercicio. Gabrielle Dupond no coge el órgano, y por esta razón rehúsa también coger su bicicleta. A la salida del concierto, el señor Dupond decide que es mejor comer aquí que más tarde en París. Delante de la puerta de un restaurante que se suponía de calidad, se acerca un señor, al cual reconocen por haberlo visto unos instantes antes en el concierto. Intercambian una sonrisa e inician la conversación.

      – Creo poderles recomendar este restaurante – dice al señor Dupond el otro señor, que asegura ser el señor Durant.

      – Ah, bien, pero ¿por qué? –pregunta la señora Dupond.

      – Todo indica aquí, señora, que es una casa de prestigio – respondió el señor Durant–. La carta, por ejemplo, fíjese que propone pocos platos. Eso hace suponer que aquí se descongela menos que en otras partes. Vea también que las legumbres son de la estación y que los postres son de la casa. Observe en las ventanas las cortinas de viejo algodón.

      Después, examinando la carta con mirada miope, declara con aire de gourmet: «Creo que tomaré el pato con brócoli».

      La comida, a un precio razonable, fue excelente.

      «El señor de la conversación no se había equivocado – declaró Gabrielle, golosa, entre dos bocados de pastel de fruta–. Me pregunto cómo hace para estar tan seguro de sí mismo».

      Todavía era de día cuando salieron del restaurante. Bernard, el hijo Dupond, invocó la clemencia del tiempo para regresar en bicicleta. El argumento era poco razonable teniendo en cuenta que la distancia era grande, pero también él se sorprendió porque se le concedió el deseo. A veces hay caprichos que es preferible no contradecir.

      Llegó a casa antes que el resto de la familia, retrasada por un accidente en el tren. Los periódicos del día siguiente explicaron que, a causa de un descarrilamiento, murió una persona y veintiocho resultaron heridas en el tren que procedía de Royaumont. Por suerte, la familia Dupond no había pagado ningún tributo en este suceso.

      «Has tenido mucha suerte», dijo Gabrielle.

      • Los pensamientos de los demás

      Jeanne está sentada delante de su televisor. Sus ojos, más que mirarlas, ven las imágenes. Esta noche ha decidido que leería y que miraría la televisión. Ha consultado la programación y ha comprobado que no hay nada que le interese. Decide mirar cualquier cosa. De repente, sin razón alguna, se siente asaltada por una de esas crisis de nostalgia que le son familiares. Piensa en su hermano mayor, clarinetista en la orquesta filarmónica de la región del Loira, y, más concretamente, en su hija Louise, cuando era pequeña y su padre la llevaba por las mañanas a la guardería; Louise se obstinaba en no pasar por encima del muro de piedra del instituto, rodeado por una reja no muy alta. No quería o no podía explicarse. Mucho tiempo antes de que sus padres hubiesen dejado Tours, una ventana del cuarto piso crujió por un poderoso vendaval y un cristal se rompió y cayó sobre un niño. El asunto provocó un escándalo en la ciudad. Jeanne escuchó eso por azar y jamás se lo explicó a Louise.

      «La reja es la que debía de darle miedo – se decía a sí misma–, pero ¿por qué?».

      Varios años más tarde, todos fueron al circo Bouglione. Eso fue antes de que Albert, el marido de Jeanne, muriese. El pobre estaba tan mal que, a pesar de haber sido siempre ateo, no pensaba más que en Lourdes. La vida tiene estas contradicciones. Louise tenía unos doce años. El circo programaba, entre otros números, uno de telepatía que la había impresionado.

      –¿Cómo lo hacen, Jeanne? ¡Explícamelo!

      – No lo sé, querida. En el circo no se sabe nunca si es cierto o es falso. El mundo no es más que una ilusión.

      Mientras Jeanne se preguntaba si algún día podría tener la suerte de estar segura de algo, sonó el teléfono.

      –¡Soy Louise!

      –¡Hola! Louise, pensaba en ti. ¿Te acuerdas cuando eras pequeña? Tenías doce años, quizás, y habíamos ido…

      –¡Al circo Bouglione!

      • Átomos agudizados

      Las dos jóvenes que se han instalado recientemente en el quinto y último piso son estudiantes. Si se le pregunta a la señora Georget, la portera, lo que piensa de ellas, seguramente respondería: «Oh, señor, son dos muchachas de provincias que han recibido buena educación. Siempre dan los buenos días sonriendo». La señora Georget no se equivoca demasiado porque, en efecto, todo indica que estas jóvenes son muy educadas, una es de provincias y la otra es parisiense. El espíritu penetrante de la señora Georget padece a veces lagunas que su imaginación colma con holgura.

      Louise y Gabrielle se han reencontrado durante el verano delante de Belle-Île, donde sus padres se han alojado durante quince días. Más allá de la felicidad que da una amistad que nace, han descubierto con sorpresa que coincidieron en la escuela de la calle Ulm. Por eso, en cada una de ellas ha nacido enseguida el deseo de compartir un apartamento. Esta noche Gabrielle está feliz porque viene a cenar su hermano, al que no ha visto desde hace un año. Son las siete. Louise va y viene, curiosa, un poco nerviosa al pensar en este muchacho del que sabe tan poco, pero que no puede dejar de imaginarlo: más bien mayor, con los ojos azules como su hermana, gafas, y un viejo chaquetón de su padre.

      Abajo, la puerta del inmueble se abre y aparece un hombre joven que se dirige hacia el habitáculo de la portera y golpea el cristal:

      –¿Señor? – dice la señora Georget, al tiempo que un pensamiento espontáneo le recorre el espíritu–. Estoy segura de que preguntará por las muchachas del quinto.

      –¿La señorita Gabrielle Dupond?

      – Quinto izquierda, señor – y en su fuero interno añade–: qué raro, habría jurado que preguntaría por la otra.

      Cinco pisos más arriba la puerta de un pequeño apartamento se abre con prisa.

      –¡Bernard! – exclama Gabrielle, sonriendo.

      Detrás de ella aparece Louise, los brazos caídos, delgada y rubia, sonriente y tímida, aunque divertida.

      La puerta da un golpe

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