El sexto sentido. Ursula Fortiz

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El sexto sentido - Ursula Fortiz

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sobre esta isla una ciudad de tres millones de habitantes, y todavía una intuición mayor para decidir que sería allí y no en otro lugar donde se elevaría una ciudad, suburbios incluidos, de las dimensiones de Londres.

      Se puede admitir que la intuición no es más que la fase final de una cadena así compuesta: 1.o Un perfecto conocimiento/asimilación de un dato real analizado. 2.o Una patente capacidad de imaginación. 3.o La certidumbre de que entre todas las posibilidades imaginables sólo existirá una.

      En fin, será prudente hacer una diferenciación entre lo que se podría llamar la intuición activa y la intuición pasiva, si la hay.

      La intuición activa viene dictada por la certidumbre de que es preciso hacer alguna cosa, esa cosa y no otra. La intuición quizá también es eso: algo que no pone en marcha el cálculo analítico del espíritu, sino la sensibilidad. En cuanto a la intuición pasiva, obviando la misma sensibilidad, le faltaría la ineluctable espontaneidad de pasar a la acción. ¿Somos muy numerosos los que poseemos esta forma de intuición pasiva? Si la respuesta es sí, como podemos creer, ¿puede deducirse que el caso de la intuición pasiva, la que no conduce a la acción, no puede ser asimilado a la intuición? Aquí nos hallamos de nuevo en el punto de partida, casi con esta certidumbre: no puede haber intuición sin pasar a la acción.

      • ¿Azar, intuición o nada de eso?

      Es de noche. Un barco quiere entrar en el puerto. Una bruma espesa dificulta la visibilidad tanto del mar como de la tierra, de modo que se requieren planos para ver a diez metros de distancia. A bordo se encuentran el patrón, su mujer y sus tres hijos. El mar crece. Retroceder sería una locura, por la amenaza del viento, y además porque, con suerte, en media hora llegarán a buen puerto. La bruma se nota bien cerca, por todas partes, como siempre que hay niebla. El patrón se angustia. Los demás no se dan cuenta de nada, por ahora. Pero saben lo que va a ocurrir porque también notan la bruma.

      «¿Voy a babor o voy a estribor?».

      Nada, absolutamente nada, ayuda a tomar una decisión. Pero hay que decidir. «Y después ¡zas, todo a babor!».

      Esta decisión no es intuitiva, sino subordinada al azar. No hay datos en tales circunstancias que permitan elaborar un razonamiento funcional. En este caso, ni lo razonable ni lo no razonable están en juego. La única ley es la del azar, una posibilidad entre dos. Sin embargo, si el patrón hubiese querido confiar su elección al azar, sólo habría podido hacerlo a cara o cruz. Pero no, en última instancia, él mismo ha querido tomar la decisión, asumir su responsabilidad. Ha querido existir, como si creyera que en su interior había alguna cosa desconocida capaz de desafiar al azar y de saberlo todo, o bien alguna cosa lo suficientemente atractiva para que una voluntad divina se interesase en su caso y salvarlo. Por otra parte ha hecho bien, porque en los doce angustiosos minutos siguientes distinguirá, a través de la bruma, el final de los acantilados, el resplandor del faro que tan bien conoce y que debe dejar a estribor.

      Cuando por fin cierra el contacto del motor, un miedo retrospectivo, incontrolable, le recorre el estómago, mientras su hija de ocho años le dice en voz baja: «¿Dónde estamos, papá?».

      Durante este peligroso regreso al puerto, no hay lugar ni para la intuición ni para la imaginación, y el problema se plantea debido al hecho mismo de la inutilidad del análisis. Reflexionar o no, analizar o no, no conduce a ninguna presunción objetiva aceptable. Nada aparece en el espíritu que sea interpretable, conscientemente o no. Es lo que marca la diferencia con el caso de la intuición posible. Para que haya intuición es necesario que haya una realidad interpretable. Esto nos conduce a dos esquemas de comprensión.

      a) Primer tiempo: consciencia más o menos inmediata y analítica de alguna cosa. Segundo tiempo: imaginar una posible solución. Tercer tiempo: se decide por intuición que la solución imaginada es la correcta. Y, por fin, se pasa a la acción.

      b) El primer paso es siempre el mismo, con más consciencia y menos análisis. Lo que difiere enseguida es la evidencia de la intuición sin pasar por la imaginación.

      Finalmente, como en el primer caso, se pasa a la acción.

      El segundo caso revela una psicología más femenina.

      • Azar, intuición y resultado

      Durante este tiempo, en el casino de Trouville se juega. Es domingo por la tarde y la muchedumbre parisina está por todas partes. No se puede decir que los jugadores presentes sean profesionales, simplemente son clientes. Estas personas no han venido para divertirse, sino para jugar. Hay menos gente, menos ruido, como si uno estuviera allí solo consigo mismo. Una joven pareja se ha detenido delante de una ruleta. No tienen más de veinticinco años. Él le habla en voz baja mientras mira las mesas. Ella escucha amorosamente. Pero está nerviosa.

      – No se puede estar seguro de ganar – le explica él, ojo avizor sobre la pequeña bola que rueda y rueda–. La única martingala que permite ganar con seguridad devuelve 30 euros por tres horas de juego ininterrumpido en una ruleta. Al cabo de dos o tres veces eres localizado y te echan como si fueras un indeseable.

      Ella sonríe.

      –¿Cuál es ese método? Porque imagino que conoces uno.

      –¡Claro! Mi método está basado en un 85 % de técnica y un 15 % de azar.

      – Es verdad, ya lo he comprendido.

      Dejan de hablar para mirar el número que saldrá esta vez. «El treinta y dos rojo, par y pasa», escuchan.

      – Nadie había jugado al treinta y dos – constata ella.

      – Hagan juego, por favor – dice el crupier, y tres o cuatro minutos más tarde–: el juego está cerrado…

      El joven, con un gesto rápido, coloca una ficha de 30 euros sobre el tapete y dice:

      – El cuadrado treinta y dos/treinta y seis.

      – … No va más – acaba diciendo el crupier, que sitúa con cuidado la ficha en la intersección del cuadrado que delimita los números 32-33-35-36.

      La bola blanca rueda todavía por los bordes lisos y exteriores de su pequeño velódromo. Enseguida pierde la fuerza que le había dado el crupier y golpea el primer obstáculo. Con valentía, sigue adelante y se golpea contra el segundo. Con la seria obstinación de una bolita deseosa de cumplir con su trabajo continúa, pero pronto aumentarán las dificultades y, una vez más, desengañada –¡Dios mío, qué vida la mía! – , se dejará llevar en sentido contrario y de casilla en casilla, aunque todavía dudosa. En un último y violento esfuerzo, salta, se instala en el 12 rojo y… no, ya que en un último salto, quizá por coquetería, salva la separación intermedia, el infranqueable tabique, y cae al otro lado. El 35.

      – Treinta y cinco negro, impar y pasa – anuncia el crupier.

      – Has perdido – dice la joven.

      – No, he ganado.

      – El último cuadrado, ocho veces – anuncia el crupier levantando la vista hacia el joven, como pidiendo confirmación.

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