Horizonte Vacio. Daniel C. NARVÁEZ

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Horizonte Vacio - Daniel C. NARVÁEZ

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mucho a la hora de entrar en el hostal.

      Jukka comenzó a caminar mientras reanudaba el diálogo. No se daba cuenta, pero caminaba en círculos.

      – Pero, señor Melero, no acabo de entender muy bien – dijo intentando organizar una rápida excusa—. Estoy en Burgos. Estamos a jueves y aún tengo un par de clases mañana. En todo caso podría ver si el fin de semana existe alguna posibilidad de acercarme —mintió descaradamente.

      – No creo que mi hija aguante el fin de semana – respondió Melero.

      Jukka quedó en silencio otra vez. “Sí. Suena muy grave. ¿Le voy a negar una última alegría si está tan mal? ¿Pero qué es lo que tiene?” Pensó reflexivamente y preguntó en voz alta al mismo tiempo.

      – Un accidente – dijo lacónicamente Melero—. La atropellaron y… —no terminó la frase.

      – Vale. Salgo en un par de horas – respondió Jukka mirando el reloj—, si no hay problemas estaré en Elda a primera hora de la mañana. Mentalmente se planificó el tiempo: “Son las seis y media, me da tiempo de descansar un poco y saliendo a las doce puedo llegar al amanecer. No habrá mucho tráfico”.

      Tras preguntar la dirección, se encaminó a su casa. Hoy era uno de esos días que había venido al trabajo andando y a pesar de la premura que tenía no le seducía la idea de coger el autobús. Estaría demasiado saturado a esas horas y más con el frío del exterior. Se cerró bien su cazadora de cuero, una vieja prenda que había pertenecido a un piloto británico de la Segunda Guerra Mundial, y comenzó a caminar pasando por delante del antiguo Hospital Militar, reconvertido en centro de salud, para luego seguir a la inversa el curso del río Arlanzón, cuyas riberas comenzaban a destilar una gélida neblina que jugueteaba con las ramas esquiladas de los árboles. Pasó junto a la estatua del Cid y tras atravesar varias manzanas llegó a su piso.

      Preparó algo de equipaje, no sabía muy bien qué llevar, ni cuantos días iba a estar por allí, así que una bolsa de viaje y enseres de aseo eran lo básico. Luego, tras tomar algo de comer y apurar el café que quedaba en la cafetera se dirigió a su coche para en unos instantes iniciar el viaje por la autovía.

      Elda. Tranquilidad en las calles. El navegador le indicaba la dirección de destino, pero dio varias vueltas a la calle donde se encontraba el hospital. Aparcó y se dirigió a la entrada, donde se quedó un instante pensando. Entró. Se acercó al mostrador de la recepción para preguntar por la habitación 22. En ese momento escuchó que lo llamaban, se giró y vio a un hombre que debía estar en torno a la cincuentena que se dirigía hacia él. Tenía aspecto cansado y los ojos vidriosos, enrojecidos por una mezcla de dolor y desesperación. Jukka tomó aire. No prometía nada bueno lo que iba a encontrar.

      – ¡Señor Lehto! ¿Ha tenido buen viaje? Soy Rafael, el padre de Lorena – se estrecharon las manos—. Vamos a la cafetería. Querrá desayunar ¿no? De todas formas, ahora ella está durmiendo. Los calmantes la ayudan. No son horas de visita, pero lo he arreglado todo para que pueda pasar —Jukka recordó que Lorena le había comentado en alguna ocasión que su padre era alguien importante del ayuntamiento.

      – Gracias. La verdad es que necesito un café. —dijo Jukka mientras trataba de salir de la espesa nebulosa del cansancio.

      – Disculpe, pero no me lo imaginaba así. Tenía otra idea acerca de un profesor de Universidad. —dijo Melero con tono sorprendido.

      Jukka notó la mirada escrutadora de su interlocutor. Imaginaba lo que estaba pensando: “Ya estamos con lo de profesor. ¿Qué pensará que pinta hay que tener? Está desconcertado. No tanto por el metro ochenta de altura. Él también es alto. El pelo. La melena por los hombros lo desconcierta. La barba estilo ‘tercio de Flandes’ que diría Arantxa. Las botas, los vaqueros y la chaqueta de cuero lo tienen intrigado. Pero qué rayos. Explico cine. No soy uno de esos pijos de Económicas o de Derecho”. Sus pensamientos estaban a punto de perderlo en un punto de no retorno.

      – Si no es molestia… —comenzó Melero—, su apellido no es español ¿verdad?

      – Es una larga historia familiar. Es finlandés. —Llegaron a la cafetería y Jukka pidió un café bien cargado—. Mi abuelo, en los años 40, llegó a España y acabó instalándose en esta zona. Cambió los eternos inviernos del norte por el sol de la costa.

      – ¡Ah, bien! —dijo Melero con desgana para luego volver a la primera conversación—. Pero usted ya no vive aquí —inquirió Melero—, hace unos años sí ¿cierto? Cuando conoció a mi hija. Quiero decir, cuando le dio clases.

      – En efecto —Jukka comenzó a darse cuenta, quizás por efecto de la cafeína, que Melero estaba iniciando una especie de interrogatorio. Tenía curiosidad por saber cuál era la causa del interés de su hija en este profesor. “Pero la curiosidad mató al gato” pensó mientras preparaba su contestación—. Ya sabe. En la Academia Valenciana del Cine.

      – Sí. Sí. Recuerdo que hablaba muy bien de sus clases. La verdad es que eso alegró a toda la familia. Había empezado otra carrera y la abandonó.

      – Arquitectura —sentenció Jukka.

      – Exacto —replicó Melero observando con cierta sorpresa a Jukka—. Veo que está bien informado, que conoce cosas de mi hija. No imaginaba que se lo hubiera contado.

      – Bueno —comenzó a decir para suavizar la situación— tenga usted presente que yo era el responsable académico de ese centro. Tenía acceso a los expedientes de todos los alumnos y figuraba si habían cursado algo con anterioridad. No recuerdo que ella me contara nada al respecto —mintió mientras terminaba el café. En el fondo sabía la historia: una carrera iniciada por obligación, tradición familiar lo llamaban, un año en Barcelona lleno de desastres tanto a nivel académico como sobre todo personal. Y un nuevo inicio en este peculiar centro para hacer lo que realmente le gustaba. Jukka no había olvidado el contenido de las numerosas horas que pasaron juntos hablando.

      – Claro, claro —añadió Melero—. Parece ser que los alumnos sintieron mucho que se fuera.

      – No lo creo. Por cierto, señor Melero —inquirió Jukka dando un giro a la conversación— ¿qué es lo que ha ocurrido? Me comentó por teléfono algo de un accidente.

      – Fue hace una semana. Lorena había venido a vernos, quería decirnos algo muy importante. Se ha instalado en Alicante. ¿Sabe que ha montado una empresa por su cuenta? Se dedica a hacer fotos. Pues nada más llegar, justo cuando estaba cruzando una calle ocurrió una desgracia, venía un coche y el conductor no la vio. Quién sabe. El caso es que fue… —a Melero se le enrojecieron los ojos y la voz se le quebró durante un instante—, fue brutal señor Lehto. El impacto la lanzó varios metros más adelante y no sólo eso, sino que el coche siguió, frenando, y la arrastró varios metros hasta que ya finalmente pasó por encima.

      Jukka estaba lívido. En el fondo no es que sintiera aprehensión por el relato que le acababa de hacer su interlocutor de los hechos, sino por la circunstancia de que Lorena estuviera aún viva. Desde el 11 que había pasado todo hasta este día. Había leído noticias de accidentes similares y la muerte había sido instantánea. No pudo más que preguntar.

      – Pero… entonces su estado…

      – Muy malo. Los médicos no se explican cómo sigue aguantando. En el lugar del accidente sufrió una parada cardiorrespiratoria. La sacaron adelante, pero luego aquí… La han operado un par de veces, pero tiene órganos en muy mal estado… el coche le pasó por encima,

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