Horizonte Vacio. Daniel C. NARVÁEZ

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Horizonte Vacio - Daniel C. NARVÁEZ

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¿El conductor? ¿Se detuvo para ayudar?

      – Es lo más triste. Se dio a la fuga, y la descripción del coche que han hecho algunos testigos apenas ayuda a localizarlo. La Policía está en ello.

      Hubo un silencio por parte de los dos. Ambos se miraban como buscando preguntas y respuestas. Finalmente, Melero habló de nuevo.

      – Señor Lehto. ¿Por qué quiere verlo mi hija? Parece como si esa insistencia es lo que la mantiene con vida. Se ha pasado siete días medio dormida por los calmantes. Pero cuando despertó el primer día tras la operación lo primero que nos dijo fue que los avisáramos. Cada vez que se despierta sus palabras son las mismas, la misma pregunta: “Papá, ¿has llamado a Lehto?”.

      – No tengo ni idea. Desde que me fui de Alicante hace ya tres años no he tenido contacto con ella ni con nadie —mintió de nuevo Jukka—. Por cierto, ¿por qué han tardado seis días en llamarme? —pregunta que cayó como un mazazo sobre Melero.

      – En fin. Creo que lo mejor es que subamos —fue la única respuesta.

      Jukka asintió y le dijo que antes iba al aseo, “a poner orden en estas greñas” había tratado de bromear. Frente al espejo Jukka veía como resbalaba el agua sobre su rostro. Intentaba, también, poner en orden su melena. Comenzó a pensar en Melero y la escueta conversación que había tenido. Más que nada le intrigaba la actitud: “Su hija está jodida, y el tipo sólo intenta saber porque estoy aquí. Puede que sea lo normal. La última voluntad de alguien resulta ser un tipo de cuarenta y tantos años con aspecto de pirata. ¡Cielos! Hasta yo mismo me pregunto el por qué estoy aquí”.

      Salió del baño y volvió junto a Melero. En ese instante sonó el móvil. Melero lo miró, nuevamente sorprendido, los riffs de guitarra sonaban especialmente potentes esa mañana. “La cafeína está haciendo su efecto”, pensó Jukka. La llamada era de Arantxa. «¿Tan temprano? ¡Ah, no! Si ya son las nueve”.

      – Hola Arantxa, dime.

      – Jukka, ¿cómo estás? Ayer te fuiste de manera tan misteriosa que me dejaste intranquila. ¿Va todo bien?

      – Sí. No hay ningún problema —en el fondo se preguntaba que estaba pasando. Arantxa nunca se había interesado por él más allá de las conversaciones habituales. Nunca se habían llamado al móvil, que él recordara, ni habían cruzado correos de índole personal más allá de “te he dejado un DVD en el buzón”.

      – Ya. Bueno, oye… ¿Vas a estar en tu despacho esta mañana?

      – No —respondió sorprendido Jukka —. ¿No te marchas a Madrid esta mañana? De hecho, a estas horas siempre estás de viaje.

      – No, no, no, no… Hoy me he quedado. Por eso te pregunto a qué hora vas a estar por el despacho.

      Jukka se quedó pensativo. La verdad es que no había avisado a nadie de que se iba. Ni había puesto la preceptiva incidencia docente en el sistema. Normalmente los viernes no iban los alumnos, pero si el decano se enteraba de su ausencia le soltaría alguna de sus típicas y molestas puyas. Demasiado tenía que aguantar con los comentarios absurdos acerca del largo del pelo y “las pintas de rockero”.

      – Arantxa. Escucha. Es que no estoy en Burgos… —hizo una pausa para pensar si continuaba o no—. Estoy en Elda.

      – ¡Joder, tío! ¡Ya podías haber avisado!

      – Arantxa… —le desconcertaba el enfado de su colega— ¿Avisar de qué?

      – Tienes razón. Disculpa —se oyó como respiraba de manera profunda al otro lado del teléfono—. Oye, Jukka, cuando vuelvas me avisas y ya nos vemos otro día. Que te vaya bien.

      Jukka se quedó perplejo mientras guardaba el teléfono en el bolsillo. “A lo mejor necesita cambiar de hora o que la ayude con algún trabajo en esas comisiones que nos roban la vida” Pensó insistentemente. Su mirada se encontró con la de Melero, quien, rápidamente, le hizo una pregunta que se veía venir. Pregunta en la que se podía adivinar cierto grado de malicia.

      – ¿Su mujer? ¿Su pareja? No quisiera haberle causado molestia con este desplazamiento tan inesperado.

      – No. No tengo pareja, ni estoy casado —frase que trató de enfatizar—. Se trataba de una compañera de trabajo.

      – ¡Ya!

      En silencio llegaron al ascensor y subieron a la segunda planta. Caminaron por un largo pasillo. A Jukka, como a tanta gente, no le gustaban los hospitales. No es que los asociara a enfermedad, dolor y sufrimiento, que lo hacía, sino que le repelían esos espacios pulcros, los largos pasillos, la racionalidad de las ventanas, puertas y segmentación espacial. Los colores le producían un sentimiento contradictorio. Como en otras ocasiones en las que había acudido a un hospital bien por necesidad bien por cortesía, en cuanto divisó las paredes pintadas de blanco y crema, pensó en lo que él había identificado como una paradoja constante: “Si es tan necesario relajar con los colores, ¿por qué siempre la gama de blancos, grises y colores crema? Al final se degradan y dejan en evidencia lo que se quiere evitar: la mugre. Además, la cantidad de lugares en los que no hay luz al final crean bocas de lobo en los pasillos”. También sentía aversión por el olor. Un aroma que contenía la mezcla de cóctel de medicamentos, limpiadores ácidos y antideslizantes. Lo detestaba. Pero sabía que era necesario. Higiene. Sus pensamientos se detuvieron ahí, de manera abrupta una vez más. Habían llegado frente a la puerta de la habitación 22.

      Por primera vez desde que había llegado se sintió nervioso. ¿Qué iba a encontrar al otro lado de la puerta? Reencontrar una parte del pasado en las condiciones que le habían dicho no era lo más deseable. Notó que el pulso se le aceleraba. Intentó tranquilizarse intentando poner en orden su melena. Melero le dijo que esperara que iba a entrar para ver si su hija estaba despierta. Cuando abrió la puerta pudo escuchar, antes de que la cerrara de nuevo, como decía “el profesor ese ha llegado”. Se escuchó el ruido de alguna pesada silla al moverse, un diálogo entrecortado, y al abrirse de nuevo la puerta una voz de mujer, joven a juzgar por el tono, que decía algo así como “todo va a estar bien”. De la habitación salió Melero con una mujer, también en la cincuentena, que obviamente sería la madre de Lorena.

      – Mi esposa —indicó Melero—. María López.

      – Encantado… —comenzó a decir Jukka, pero cambió el sentido de la frase—, aunque lamento hacerlo en estas circunstancias.

      Mientras estrechaba la mano de la señora López, Jukka se dijo a sí mismo que había hecho el tonto. Esa falsa solemnidad de la frase hecha no era lo suyo. Se sintió no sólo observado, sino escrutado por ella. “La madre que protege a la cría” reflexionó mentalmente.

      – Pase —le indicó Melero—.

      Jukka abrió la puerta y entró en la habitación. La luz entraba y quedaba filtrada por unas cortinas blancas. Como un velo sobre la vista. “Parece un jodido sudario” pensó Jukka. La habitación tenía un tamaño medio. Había dos camas, orientadas hacia el sur, separadas por una cortina. En el lado derecho se encontraba un armario y en la pared de enfrente de las camas el omnipresente televisor colocado sobre un soporte. Estaba apagado y reinaba un profundo silencio. Debajo de había un sillón de aspecto cómodo, mullido y que invitaba a descabezar un sueño. Jukka miró hacia le ventana, intentando divisar el cuerpo que se apreciaba en la cama que estaba junto a ella. Distrajo su mirada al sentir unos pasos delante de él. Se percató en una chica joven que se parecía enormemente a Lorena.

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