Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín. Giovanni Odino

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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín - Giovanni Odino

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para mariquitas.

      Edoardo sonrió con expresión de resignación, y cogió con dos dedos, para no mancharlo, el cigarro toscano que le daban.

      â€”Démelo, señor Edoardo, he oído que le llaman así, así lo mantendré seco. Soy Carlotta Bianchi.

      â€”Edoardo Respighi, es un placer. Siento la que he montado...

      â€”No se preocupe. Lo importante es que no esté herido.

      â€”Entonces, hasta luego —dijo Maurizio.

      Carlotta precedió al piloto hasta el cuarto de baño. Cogió unas toallas limpias de un mueble apoyado en la pared, y un albornoz para hombre. Se aseguró de que en el estante de la ducha hubiera gel y champú y colocó una alfombrilla en el suelo y unas sandalias havaianas.

      â€”Están limpias —dijo—. Deberían ser de su talla.

      Edoardo la miró y se excusó otra vez:

      â€”Gracias, señora. Siento tanto las molestias...

      â€”No se preocupe, tómese su tiempo.

      Los ojos del hombre, que resaltaban en el azul de la cara, le hicieron el efecto de la mirada de un animal... de un animal herido, todavía peligroso, con toda su fuerza, pero que también necesitaba esconderse y curar sus heridas.

      Se acordó del gorila que había visto hacía muchos años —todavía era una muchacha joven— en un zoo llamado impropiamente jardín zoológico, ya que de jardín no tenía nada, instalado en un espacio que no bastaba para contener su deseo de libertad. Cuando Carlotta cruzó la mirada con él recibió un impulso de fuerza animal constreñida por la impotencia. Se había sentido asustada y al mismo tiempo atraída por aquella llama de humanidad primordial que había notado en la mirada del gorila. En su interior se había creado un estado de excitación que se calmó solo cuando, al reparo de un árbol enorme y algunos arbustos, convenció a su novio para hacer el amor.

      â€”Marcello, tesoro... más fuerte. Más fuerte —insistía con la voz ronca, mientras lo abrazaba con todas sus fuerzas. Solo en otras pocas ocasiones le había susurrado, casi como si no quisiera que le oyera, aquellas palabras que ahora sin embargo pronunciaba lentamente acompañándolas con potentes movimientos de cadera. No tardó mucho en alcanzar el culmen del placer, lo cual alivió a su compañero: no habría podido resistir mucho más un tal asalto. Después recordaría aquel episodio como una prueba del amor fuerte y el gran deseo que Carlotta, de joven, sentía por él. Ella, por el contrario, intentó olvidarlo, porque el recuerdo de aquella relación física le traía a la memoria, inevitablemente, la mirada triste e inquietante del gran simio.

      ***

      Oía el ruido del agua en la ducha. La historia no la había asustado, pero dentro de ella se había instalado una turbación sutil que no conseguía interpretar. Daba vueltas por la cocina, quitando el polvo a las superficies sin polvo y ordenando las cosas que ya estaban en su sitio.

      Se dirigió hacia el cuarto de baño. Seguía oyendo el ruido del agua que fluía, y nada más.

      Llamó a la puerta.

      â€”Señor Edoardo, ¿está bien? ¿Necesita algo?

      No hubo respuesta.

      Lo intentó de nuevo, llamando más fuerte.

      â€”¿Todo bien? ¿Necesita algo?

      Otra vez, ninguna respuesta. Solo el sonido del agua que cae.

      A lo mejor se encuentra mal, mejor controlar.

      Ya sabiendo por qué, pero sin querer admitirlo, entreabrió la puerta. El baño estaba envuelto en vapor. Lo entrevió apoyado con la frente a la pared, inmóvil. Dejaba que el agua se demarrase por su espalda.

      Entró en la sala y repitió:

      â€”¿Está bien? ¿Necesita algo?

      Edoardo salió del limbo en el que se hallaba y se giró de golpe hacia ella. La figura robusta surgió en el espacio de la ducha saturado de vapor. El agua que salía del grifo se derramaba desde arriba, fluyendo sobre su pelo negro corto, su cara y sus hombros y después sobre su tórax velludo, sobre su sexo y sobre sus piernas.

      â€”Perdone. No quería… —dijo Carlotta, dando un paso atrás.

      Edoardo se tapó con las manos en un gesto espontáneo de pudor.

      â€”Tiene razón, llevo mucho tiempo en el baño. Salgo ahora mismo.

      Los ojos marrones asumieron una vaga expresión de niño pillado infraganti. A Carlotta, ese hombre grande y fuerte le pareció indefenso. Le volvió a la mente ese día, ya lejano, cuando buscó en su novio, que después se convirtió en su evanescente marido, un hombre fuerte y tierno, protector y necesitado de protección, amante y necesitado de amor. El hombre despojado de las superestructuras culturales, el hombre en su esencia que entrevió por un momento en la llama vital de los ojos del gorila atrapado en la jaula del zoo.

      Se quitó el vestido ligero, que dejó caer al suelo. Se quitó el sujetador y las bragas y entró en la ducha. El impacto con el líquido caliente fue casi doloroso. La temperatura alta la proyectó a una dimensión paralela. El agua le parecía venir de una cascada altísima que, desde lo alto de la boca de un cráter volcánico, caía primero sobre ellos y luego sobre el magma, produciendo el vapor que les envolvía. La cercanía del cuerpo vigoroso del piloto, que la superaba sobradamente en altura y corpulencia, disolvió las últimas barreras.

      Entró en ese mundo que había portado siempre dentro de sí y al cual podía dar, finalmente, forma y acción. Hizo que el piloto se apoyara con la espalda en la pared, se agachó y cogió su sexo entre las manos. Lo tocó con el cuidado que reclaman las cosas preciosas, lo besó como un recuerdo de amor, lo saboreó como si fuera la primera comida después de un largo ayuno, lo movió en la boca hasta que sintió que se reforzaban la estructura y las contracciones. Cuando él empezó a mover la cadera y le sujetó la nuca con las manos para mantenerla quieta, la presión en la garganta se hizo demasiado fuerte, así que apoyó las manos en sus ingles y con una presión tierna y continua lo separó de su boca. Lo miró a los ojos buscando su alma desnuda en lo más profundo. Se tumbó en el suelo de la ducha y separó las piernas, abriendo su sexo con las manos, en una invitación que formaba parte del mismísimo origen del mundo. El piloto se tumbó encima de ella; el agua caía abundantemente sobre su espalda y que después se demarraba sobre la mujer que estaba debajo de él. Sujetando los pies contra una pared de la ducha amplia, con el cuerpo de ella bloqueado por la pared opuesta, salió de la condición de depresión incipiente a la que el accidente lo estaba llevando. Alivió la herida de su orgullo y encontró gratificación como siempre han hecho los hombres desde que la evolución los llevó a tener una psique compleja y frágil: creyó dominar a la mujer, solo porque ella estaba bajo la exuberancia de su cuerpo, creyó poseerla, solo porque ella había emitido gemidos lánguidos bajo

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