Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín. Giovanni Odino

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estallar su antiguo deseo de ser mujer. Era el mismo deseo que en su inconsciente la había empujado a seducir al piloto. Quería un hombre suficientemente fuerte como para protegerla y suficientemente frágil como para que la necesitara. Un hombre al que habría atendido y servido, cuyo deseo solo se encendiera con ella, y tan enamorado que no podría engañarla. Nunca.

      Le llegó desde el exterior el sonido de un claxon que avisaba de la vuelta de Maurizio, Carlo y Diego. Edoardo reaccionó rápidamente, se secó y se puso el albornoz que tenía a su disposición: le estaba un poco pequeño, pero bastaba. Se puso las sandalias, que eran de la talla justa. Antes de salir se acercó a Carlotta, la cual, mientras tanto, y sin hablar, se había vestido. Apoyó sus manos sobre sus costados, se acercó a ella y le dio un beso leve en los labios.

      â€”Me voy —dijo.

      A ella le pareció el sello de un pacto nuevo, suscrito entre él, ella y el resto del mundo. Le pareció leer en sus ojos todas las promesas que aquel amor grandísimo habría exigido; le pareció que sus labios pronunciaron todas las palabras que la amante de un amor inigualable desea oír. Percibió, a través de sus manos, todas las caricias futuras una mujer desea recibir de un hombre. El piloto se ofrecía a su sola propiedad, a condición de que ella lo amase, lo asistiera, lo satisficiera totalmente y sin escatimar nada. Y ella suscribió todos los artículos de aquel contrato que pensaba que él también había firmado.

      ***

      Carlo examinó atentamente el helicóptero. Sabía, mientras esperaban al encargado de la Dirección General de la Aviación Civil que iba a llegar próximamente desde Milán, que no debía tocar nada. En caso de accidente aéreo, aun cuando no hay heridos, como en este caso, es obligatoria la investigación de la Aviación Civil, y él no debía modificar la escena de la catástrofe.

      Había llamado inmediatamente a Casale Monferrato, al dueño de la empresa, Santino Panizza.

      â€”¡Me cago en la leche! —gritó—. ¿Por qué tiene que volar siempre tan bajo?

      â€”Porque es lo que prefieren los clientes. Él lo sabe y a veces se pasa.

      â€”Lo sé, lo sé, maldita mala suerte. ¿Qué tal está? ¿Seguro que no se ha hecho daño?

      â€”No se preocupe, se está lavando y dentro de nada, en cuanto me cambie, vuelvo a buscarlo. ¿Puede avisar usted a la Dirección de Linate?

      â€”Sí, llamo yo.

      â€”¿Se acuerda del área de descanso de Oliva Gessi? ¿Donde nos reunimos la semana pasada con Maurizio?

      â€”Sí, me acuerdo, la que está bajo la carretera, con los barriles de agua.

      â€”Exacto. La casa donde cayó el helicóptero está a unos doscientos metros siguiendo por la misma carretera.

      â€”Ahora llamo a Linate y voy para allá inmediatamente. Mejor, cogeré cita para acompañarlos, si no, no van a encontrar el sitio. Tardaremos unas tres horas. Hasta luego.

      â€”Allí estaré.

      Al final, Panizza, después del sobresalto inicial, se había mostrado comprensivo. Por lo demás, con ese trabajo, que obliga a los helicópteros a volar entre casas, tendidos eléctricos, y árboles varios, a pocos metros del terreno, sabía que antes o después alguien se iba a chocar con algo. Bastaba una falta de atención de un segundo para provocar un accidente. De hecho, solo se maravillaba de que le hubiera pasado a Edoardo, al que consideraba el mejor y el más atento de sus pilotos.

      â€”Qué pasa, gente —exclamó Edoardo—. ¿Cómo va todo por aquí fuera? ¿Estáis curando al pajarito?

      Había salido por la puerta de la cocina y se había parado en la veranda. Alto, envuelto en el albornoz blanco algo pequeño anudado a la cintura, miraba a los presentes con la cara iluminada con una sonrisa irónica. En la mano, entre el pulgar y el índice, sujetaba el puro que le había dado Maurizio y al cual daba unas caladas que luego exhalaba con grandes remolinos de humo.

      Maurizio, Carlo y Diego, que estaban cerca del helicóptero, se giraron para mirarlo.

      â€”Has recuperado un aspecto humano —dijo Carlo—. Te habías transformado en el Jolly Blue Giant [02]; de los valles y viñedos del Oltrepò Pavese, el gigante bueno que defiende las vides del mildiu.

      Carlo sonreía, divertido al provocar a Edoardo.

      â€”Solo que, ahora que el Jolly Blue Giant ha destrozado el helicóptero, tendrá que colgarse un gagarin [03] a la espalday pulverizar su esencia azul por todas las colinas. Además, ¿no es su trabajo?

      Había un tono de reproche en las bromas de Carlo. Estaba contrariado por el accidente. Sabía que ahora empezaría una discusión sobre las responsabilidades de cada uno, y que los inspectores de la Dirección General de la Aviación Civil empezarían a mirar con lupa todas sus operaciones de mantenimiento. Eso le preocupaba.

      Edoardo se dio cuenta, pero no se enfadó. Lo entendía, y comprendía sus temores.

      â€”No tienes que preocuparte —le dijo, acercándose al grupo, pero manteniéndose alejado del pantano azul—. Puedo afirmar, delante de todos, que todo ha sido mi culpa. Bajé demasiado y toqué aquel árbol, en el límite del jardín con la viña que estaba fumigando.

      Señaló un bonito cerezo con la mano, que desde hacía unos cuantos decenios prosperaba indiferente a las exigencias del vuelo de helicópteros.

      â€”He modificado la posición para subir, pero no pensé que, al hacerlo, la cola habría descendido. De esa manera he acabado tocando una rama. Me he dado cuenta de que se había dañado el rotor de cola. Solo he podido evitar que el helicóptero cayera encima de la casa.

      â€”Gracias. Sabía que eras una persona seria, además de un amigo —dijo Carlo, con expresión de alivio.

      â€”Hoy he aprendido cómo salvarte cuando golpeas un árbol. Menos mal que lo he aprendido en tierra y no a bordo —intervino Diego.

      Todos rieron, descargando la tensión.

      â€”No te preocupes por tus lecciones de vuelo. Sigue trabajando bien y te garantizo que las darás todas como estaba programado —lo tranquilizó Edoardo.

      â€”Vale, vale. Ni me lo había planteado.

      â€”Te he traído uno de mis monos —dijo Carlo—. Como los llevo un poco grandes debería valerte. Sale de la lavandería. Si te está cómodo, te he traído también una camiseta, dos calzoncillos y un par de calcetines. Todo limpio y perfumado.

      â€”Gracias, Carlo. Intentaré entrar en tu ropa. Más tarde te lo devolveré todo lavado y planchado.

      â€”Ni se te ocurra. Después de llevarlos tú lo único que se podrá hacer es quemarlo todo.

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