Capricho De Un Fantasma. Arlene Sabaris

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Capricho De Un Fantasma - Arlene Sabaris

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se deshizo del chal y entró al jacuzzi que burbujeaba incesante. El olor a lavanda impregnaba el ambiente y el agua tibia acariciaba con ternura su cuerpo. Se sumergió por unos agradables segundos que quiso hacer eternos y, cuando salió a la superficie, Andrés ya estaba entrando al agua. No pudo evitar el sobresalto y el grito ahogado que llegó con él, provocando las burlas de Andrés por su «valentía».

      â€”No esperaba verte de repente. ¡Me asustaste! ¡Tú también hubieras gritado! —dijo ella en tono defensivo. Y agregó, cambiando drásticamente el tema— ¿Por qué el agua huele a lavanda?

      â€”Mi mamá insiste en poner sales aromáticas cuando viene a meditar. Han de haberse quedado por allí —mintió Andrés; era él quien las usaba para meditar.

      â€”Pues el gusto de tu mamá es impecable. ¡Amo la lavanda! —dijo ella, mientras se sumergía otra vez.

      Andrés se sumergió también y tomó un largo y profundo respiro mientras se decía a sí mismo que había llegado el momento que por tantos años ambos habían procrastinado.

       Virginia lo sintió moverse a sus espaldas y rodear con sus manos su cintura, no sabía si quedarse sumergida o salir, en pocos segundos ya no tendría que decidirlo y, aunque no estaba segura de si ella había emergido o si él la había sacado, lo cierto es que ahora la mitad de sus cuerpos estaba debajo del agua y la otra mitad estaba fuera. Ella esperó impaciente y callada, pues estaba de espaldas. Él, sin soltar su cintura, la giró muy despacio en el agua hasta que finalmente quedaron frente a frente. Las burbujas reventaban estrepitosamente por todas partes y bajo la luna del solsticio, Andrés se inclinó hacia Virginia y la besó en los labios, primero con ternura y luego con la pasión de un amor colegial. Virginia pensó que seguía sumergida por completo en el agua. Sentía cómo sus cuerpos se acercaban hasta querer ocupar el mismo espacio, y sus manos, controladas por una fuerza superior a ella, subieron hasta alcanzar el rostro de Andrés. Sus cuerpos se enlazaban como imanes el uno al otro dentro y fuera del agua y, por un breve instante, fueron un solo cuerpo. Mientras tanto, la luna en cuarto menguante sonreía satisfecha.

      Capítulo 7

      Diez años atrás, el ambiente festivo de diciembre inundaba el ambiente tal y como ahora con prematura anticipación. Las luces y guirnaldas navideñas comenzaban a adornar las principales avenidas, a pesar de que el mes de octubre no había terminado. Como cada viernes, Andrés pasó a recoger a Virginia a su casa y enseguida se dirigieron a encontrarse con Marcelo, un amigo y excompañero de estudios de Andrés, que lo había ayudado a conseguir su antiguo puesto en la agencia de viajes y había sido su apoyo en esos meses en los que recién abría su empresa de traducciones. Se conocían desde hacía muchos años y habían compartido en múltiples ocasiones, sobre todo cuando acababa de llegar de Canadá.

      Marcelo, extrovertido y brillante como pocos, ya era buen amigo de Virginia, pues la conocía gracias a Iveth, con quien trabajaba en la agencia. Pero no fue sino hasta que Andrés se integró al grupo que pensó en lo genial que era la compañía de Virginia para tomar vino tinto los viernes en los parques de las grandes avenidas.

      Esa noche Andrés bromeó con ella al recogerla pasadas las siete y hablaron de un viaje que pronto haría todo el grupo a la playa. El teléfono de Virginia timbraba con desesperación mientras hablaban y, a pesar de que ella lo miraba e ignoraba la llamada, Andrés insistía para que lo levantara, pues alcanzaba a ver el nombre del interlocutor y moría de curiosidad. La situación se prolongó toda la noche, pues su exnovio, realmente enamorado, se negaba a dejarla ir y ella finalmente apagó en algún momento el celular. Llegaron a encontrarse en el parque de siempre, y, como siempre, Andrés sacó del baúl la botella de vino, las copas y el descorchador. En aquella época, Virginia trabajaba en el departamento de ventas de una constructora turística, había dejado a su novio de dos años porque ya no quería casarse con él, y exploraba la desconocida y emocionante sensación de sentarse a tomar vino con dos hombres que no eran nada más que sus amigos.

      La primera vez que Marcelo la llamó para una de estas aventuras, era ya tarde en la noche y cuando vio su número en el identificador de su celular, vestía su pijama. Se acostumbraba a sus primeras semanas sin novio y las llamadas nocturnas que recibía solían ser del pobre desdichado pidiendo que lo pensara mejor, así que cuando vio que no era él, tomó la llamada enseguida. Un escandaloso –y evidentemente tomado– Marcelo se escuchaba del otro lado en medio de la música diciendo: « ¡Te vamos a pasar a buscar, Andrés quiere salir contigo!». Su corazón latió violentamente, y no alcanzaba a entender con claridad el mensaje, no sabía qué significaba aquello y le respondió que ya era tarde y que estaba en pijama.

      Ese fin de semana, aquella llamada fue el plato fuerte de conversación con Iveth y Gabriela, sus mejores amigas. Quizá Osvaldo tenía razón después de todo y Andrés sí quería salir con ella, quizá era Marcelo quien realmente quería salir con ella, ¡todo tenía tantas aristas en su cabeza! Tuvo que esperar al viernes siguiente, esta vez comieron juntos, como solían hacer a veces en una plaza cercana al trabajo de ambos, y Marcelo le dijo que saldrían a las siete… Ella dijo que sí.

      Y a partir de aquel viernes esas salidas se hicieron una costumbre solo interrumpida por causas mayores o por salidas en grupos más grandes. La pasaban muy bien los tres hablando, riendo y, al llegar la medianoche, saliendo a buscar algo de comer. Ya lo habían hecho un par de veces y con el tiempo empezaron a integrarse al grupo otros amigos de Virginia, así que la noche de Navidad, Andrés y Marcelo estuvieron bailando hasta el amanecer con ella y sus amigos, en una noche que, aunque memorable, no todos podían recordar con claridad. Era un grupo realmente divertido y la pasaban bien… el coqueteo era infinito entre ellos dos, pero nunca –que ellos recordaran– había pasado de puro coqueteo.

      Y aquella noche, mientras tomaban su botella de vino, ella descubrió algo en su mirada que no podía descifrar. Quería arrancar las palabras de su boca, pero no podía. Moría por entrar en su cabeza, pero le preocupaba delatarse… Una doncella no puede permitirse revelar sus sentimientos jamás. Y cuando Andrés la llevaba de regreso a casa con el respeto y formalidad que lo caracterizaban, Virginia tuvo que luchar contra viento y marea para no preguntarle qué sentía por ella; quizá, de haberlo hecho, las burbujas de lavanda hubieran reventado diez años antes.

      Todos esos recuerdos pasaban por su cabeza cuando el agua tibia del jacuzzi comenzó repentinamente a tornarse fría como hielo, las burbujas de lavanda dejaron de reventar y las luces que iluminaban el fondo de la piscina de un tono azul brillante se apagaron. El resto de la casa seguía iluminado, pero todo el patio permanecía a oscuras. Ocurrió de pronto y no tuvieron más alternativa que salir del agua, pues la temperatura bajó tan de prisa que parecía que todo iba a congelarse. Andrés pensó que algo se había descompuesto y quiso ver los interruptores, pero Virginia le advirtió que dejara a los expertos electricistas que vinieran en la mañana a revisar y sugirió entrar a la casa.

      Las nubes comenzaron a ocultar la luna que minutos antes les sonreía y se desató una tormenta eléctrica que transformó el romántico escenario anterior. Se acurrucaron envueltos en las toallas en el sofá de la sala para calentarse y ninguno se animó a iniciar la conversación, así que se quedaron simplemente allí, recostados uno en el otro hasta que finalmente Andrés habló, pero ella ya estaba dormida… Así que se recostó otra vez y allí les encontró la mañana.

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