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lo siento”, dijo ella.

      “¿En serio?”, dijo el hombre.

      De repente no parecía tan borracho. Curiosamente, sonaba entretenido por el hecho de que alguien estaría tan a la defensiva por algo tan inocente como ayudar a un chico perdido en una ciudad con la que no estaba familiarizado. Eso le pareció extraño cuando empezó a darse la vuelta, con la intención de acelerar el paso.

      Pero un pequeño movimiento le llamó la atención y la hizo vacilar.

      El hombre estaba agarrándose el estómago, como si fuera a vomitar. El brazo había estado allí todo el tiempo, pero Kirsten estaba bastante segura de que era por otra cosa. Se metió la mano en la chaqueta y fue entonces cuando vio que estaba sosteniendo algo.

      “Un arma”, pensó su mente aterrada. Sus músculos le exigieron que corriera.

      Miró su cara por primera vez y vio que algo estaba mal. Había estado fingiendo. Este no era un hombre borracho y perdido en absoluto. Sus ojos se veían demasiado sobrios y, ahora que estaba entrando en pánico, también un poco dementes.

      Lo que parecía un arma se acercó a ella rápidamente. Abrió la boca para gritar y pedir ayuda a lo que se dio la vuelta para correr.

      Pero entonces sintió algo golpearla por detrás, en el lado de su cabeza, justo debajo de la oreja, agudo e inmediato. Ella tropezó y cayó. Probó sangre en su boca y luego sintió unas manos encima. Sintió otra sensación punzante en su cabeza, pequeña pero estruendosa al mismo tiempo.

      El dolor era inmenso, pero no fue capaz de experimentarlo bien ya que todo pareció oscurecerse. La calle se desvaneció, al igual que la cara del hombre, y luego todo se puso negro.

      Su último pensamiento fue que su vida había resultado ser bastante corta, y que el viaje que cambiaría todo jamás tendría lugar.

      CAPÍTULO UNO

      Avery se sentía como si hubiera pasado las últimas dos semanas en alguna extraña cámara de aislamiento. Había entrado en ella por voluntad propia porque, francamente, no había ningún otro lugar en el que quería estar, salvo en las paredes estériles de la habitación de hospital en el que Ramírez aún se aferraba a la vida por los pelos.

      Su teléfono sonaba cada cierto tiempo con llamadas o mensajes de texto, pero rara vez los miraba. Su soledad solo era interrumpida por las enfermeras, los médicos y Rose. Avery sabía que probablemente estaba asustando a su hija. A decir verdad, también estaba empezando a asustarse a sí misma. Había estado deprimida antes, durante sus años de adolescencia y después de su divorcio, pero esto era algo nuevo. Esto iba más allá de la depresión, a un lugar en el que se la pasaba preguntándose si la vida que estaba viviendo en realidad seguía siendo suya.

      Sucedió hace dos semanas, más bien trece días, para ser exactos. Ese día Ramírez empeoró después de una cirugía para reparar los daños causados por una herida de bala que estuvo a meros centímetros de perforar su corazón. Los médicos dijeron que ahora tenía insuficiencia cardíaca. La situación era delicada; podría llegar a recuperarse totalmente en cualquier momento o podría fallecer cuando menos se lo esperaban. No había forma de saberlo con certeza. Había perdido mucha sangre en el tiroteo, técnicamente estuvo muerto durante cuarenta y dos segundos después de la insuficiencia cardíaca, y las cosas no se veían bien.

      Todo eso había sido seguido por las otras noticias terribles que recibió tan solo veinte minutos después de hablar con el médico.

      Howard Randall se había escapado de prisión. Y ahora, dos semanas después, aún no había sido capturado. Y si necesitaba un recordatorio de ese hecho terrible (que realmente no era el caso), lo veía por televisión cada vez que se dignaba a encenderlo. Se quedaba sentada como un zombi en la habitación de Ramírez viendo las noticias. Incluso cuando el escape de Howard no era el titular, aparecía en el teletipo dinámico en la parte inferior de la pantalla.

      Howard Randall sigue prófugo. Las autoridades no tienen respuestas.

      Toda la ciudad de Boston estaba nerviosa. Era como estar al borde de la guerra con otro país sin nombre y estar esperando que las bombas comenzaran a caer. Finley había intentado llamarla varias veces y O’Malley incluso había asomado su cabeza en la habitación en dos ocasiones. Incluso Connelly parecía estar preocupado por su bienestar, expresándolo en un mensaje de texto simple que todavía miraba con una especie de apreciación muda.

      Tómate tu tiempo. Llama si necesitas algo.

      Le estaban dando espacio y tiempo para hacer el luto. Ella lo sabía y se sentía un poco tonta debido al hecho de que Ramírez aún no estaba muerto. Pero este tiempo también era para permitirle procesar el trauma de lo que le había sucedido durante el último caso. Aún sentía escalofríos al pensarlo, al recordar la sensación de casi haberse muerto de frío en dos ocasiones separadas, adentro de un congelador industrial y por caer en aguas casi congeladas.

      Pero también le atormentaba el hecho de que Howard Randall estaba prófugo. Se había escapado de alguna manera, promoviendo aún más su imagen ya enigmática. Había visto en las noticias que personas de mala reputación estaban elogiando a Howard por sus habilidades de escaparse de la cárcel sin dejar rastro.

      Avery pensó en todo esto sentada en uno de los sillones reclinables que una enfermera amable había colocado en la habitación al darse cuenta de que pasaría allí un buen rato. Sus pensamientos fueron interrumpidos por un ring de su teléfono. Era el único sonido que permitía últimamente, una señal de que Rose quería comunicarse con ella.

      Avery miró su teléfono y vio que su hija le había enviado un mensaje de texto. ¿Cómo estás, mamá? ¿Sigues en el hospital? Ya no puedes seguir así. Sal a tomarte un trago con tu hija.

      Por deber más que por cualquier otra cosa, Avery le respondió. Tú no tienes 21.

      La respuesta llegó de inmediato: Ay mamá, qué tierno. Hay muchas cosas que no sabes de mí. Y quizás te cuente algunos de esos secretos si sales conmigo. Solo una noche. Él estará bien sin ti.

      Avery colocó su teléfono a un lado. Sabía que Rose tenía razón, aunque no pudo evitar sentirse atormentada por la posibilidad de que Ramírez podría despertar mientras que ella estaba ausente. Y nadie estaría allí para darle la bienvenida, para tomar su mano y explicarle lo que había sucedido.

      Se bajó del sillón reclinable y se acercó a él. Había superado el hecho de que se veía débil, conectado a máquinas y con un tubo delgado que recorría su garganta. Cuando recordaba por qué estaba allí, cuando recordaba que había recibido un disparo que quizás la habría alcanzado a ella, se veía más fuerte que nunca. Pasó sus manos por su cabello y le besó la frente.

      Luego tomó su mano y se sentó en el borde de la cama. Aunque jamás se lo diría a nadie, le había hablado varias veces, con la esperanza de que pudiera oírla. Lo estaba haciendo ahora, sintiéndose un poco tonta al principio, como de costumbre, pero acostumbrándose poco después.

      “Mira, no he salido del hospital en tres días. Necesito ducharme. Quiero comerme algo decente y tomarme una taza de buen café. Voy a salir un rato, ¿de acuerdo?”, le dijo.

      Ella le apretó la mano, su corazón rompiéndose un poco cuando se dio cuenta de que estaba esperando ingenuamente que él le apretara la suya. Le dio una mirada suplicante, suspiró y luego cogió

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