Agente Cero . Джек Марс
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Читать онлайн книгу Agente Cero - Джек Марс страница 10
“Espere”, Reid suplicó. “Por favor, espere”.
Los otros dos hombres en la habitación se acercaron a ambos lados, observando con interés.
Desesperado, Reid tocó las cuerdas que sostenían las muñecas en su lugar. Era un nudo en línea con dos lazos opuestos, atados con medio enganche…
Un intenso escalofrío corrió desde la base de su espina dorsal hasta sus hombros. El sabía. De alguna forma el solo sabía. Tuvo un sentimiento intenso de déjà vu, como si ya hubiese estado en esa situación antes — o más bien, estas visiones dementes, de algún modo implantadas en su cabeza, le dijeron que lo había hecho.
Pero lo más importante, él sabía lo que tenía que hacer.
“¡Te lo diré!” Reid jadeó. “Te diré lo que quieres saber”.
El interrogador levantó la mirada. “¿Sí? Bien. Primero, sin embargo, todavía voy a remover este dedo del pie. No quisiera que creas que estaba blofeando”.
Detrás de la silla, Reid agarró su pulgar izquierdo con la mano opuesta. Contuvo el aliento y tiró con fuerza. Sintió el chasquido cuando el pulgar se dislocó. Esperó a que el dolor agudo e intenso llegara, pero era poco más que una pulsación sorda.
Una nueva comprensión lo golpeó — esta no era la primera vez que le pasaba.
El interrogador cortó la piel de su dedo y él gritó. Con el pulgar opuesto a su ángulo normal, él deslizó su mano librándose de sus ataduras. Con un lazo abierto, el otro cedió.
Sus manos estaban liberadas. Pero no tenía idea de qué hacer con ellas.
El interrogador levantó la mirada y frunció el ceño confundido. “¿Qué…?”
Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, la mano derecha de Reid salió disparada y agarró el primer implemento cercano a él — un cuchillo de precisión de mango negro. Mientras el interrogador trató de levantarse, Reid retiró su mano. La hoja del cuchillo recorrió la carótida del hombre.
Ambas manos volaron a su garganta. La sangre brotó entre sus dedos mientras el interrogador, con los ojos abiertos, colapsaba en el piso.
El enorme bruto gruñó en furia mientras se lanzaba hacia adelante. Él envolvió ambas manos carnosas alrededor del cuello de Reid y las exprimió. Reid trató de pensar, pero el miedo se apoderó de él.
Lo siguiente que supo, fue que levantó de nuevo el cuchillo de precisión y lo hundió dentro de la muñeca del bruto. Torció los hombros mientras empujaba, y abrió una avenida a lo largo del antebrazo del hombre. El bruto gritó y cayó, aferrándose a su grave herida.
El hombre alto y delgado miraba sin creerlo. Como antes, en la calle en frente de la casa de Reid, parecía dudar en acercarse a él. En cambio, buscó la bandeja de plástico y un arma. Agarró un cuchillo de hoja curva y apuñaló directamente al pecho de Reid.
Reid echó el peso de su cuerpo hacia atrás, tumbando la silla y por poco evitando el cuchillo. Al mismo tiempo, forzó sus piernas hacia afuera tan fuerte como pudo. Cuando la silla golpeó el concreto, las patas se separaron del marco. Reid se puso de pie y casi tropezó, sus piernas estaban débiles.
El hombre alto gritó por ayuda en Árabe y luego cortó el aire indiscriminadamente con el cuchillo, una y otra vez en amplios barridos para mantener a Reid a raya. Reid mantuvo su distancia, observando el girar del cuchillo plateado hipnóticamente. El hombre giró a la derecha y Reid se abalanzó, atrapando el brazo — y el cuchillo — entre sus cuerpos. Su impulso lo llevo hacia adelante y, cuando el Iraní tropezó, Reid se retorció y con destreza cortó a través de la arteria femoral en la parte posterior de su musculo. Plantó un pie y giró el cuchillo en dirección opuesta, perforando la yugular.
No sabía cómo lo supo, pero sabía que el hombre tenía alrededor de cuarenta y siete segundos de vida restantes.
Pies golpeaban una escalera cercana. Con los dedos temblando, Reid se deslizó a la puerta abierta y se aplastó contra un lado. El primera cosa que atravesó fue una pistola — inmediatamente la identifico como una Beretta 92 FS — y un brazo le siguió, y luego un torso. Reid giró, atrapó la pistola en el hueco de su codo e introdujo el cuchillo de precisión entre dos costillas. La hoja perforó el corazón del hombre. Un grito quedo atrapado en sus labios mientras se caía al suelo.
Luego sólo hubo silencio.
Reid se tambaleó hacia atrás. Su respiración vino en sorbos poco profundos.
“Oh Dios”, suspiró. “Oh Dios”.
Acababa de matar — no, el había asesinado a cuatro hombres en el lapso de varios segundos. Peor aún era que fue un juego de rodilla, reflexivo, como andar en bicicleta. O repentinamente hablando Árabe. O conocer el destino del jeque.
Él era un profesor. Tenía recuerdos. Tenía hijos. Una carrera. Pero claramente su cuerpo sabía cómo pelear, incluso si él no lo hacía. Sabía cómo escapar de las ataduras. Sabía dónde dar un golpe letal.
“¿Qué me está pasando?” jadeó.
Cubrió sus ojos brevemente mientras una oleada de náuseas se apoderaba de él. Había sangre en sus manos… literalmente. Sangre en su camisa. A medida que la adrenalina disminuía, los dolores se impregnaban a través de sus extremidades por estar inmóviles por tanto tiempo. Su tobillo aún palpitaba por saltar de su cubierta. Había sido apuñalado en la pierna. Tenía una herida abierta detrás de su oreja.
Ni siquiera quería pensar como se vería su cara.
Vete, le gritó su cerebro. Pueden venir más.
“Está bien”, dijo Reid en voz alta, como si estuviese asintiéndole con alguien más en la habitación. Calmó su respiración lo mejor que pudo y escaneó sus alrededores. Sus ojos desenfocados cayeron en ciertos detalles — la Beretta. Un bulto rectangular en el bolsillo del interrogador. Una extraña marca en el cuello del bruto.
Se arrodilló al lado del corpulento hombre y miró fijamente la cicatriz. Era cerca de la línea de la quijada, parcialmente oscurecida por la barba y no más grande que un centavo. Parecía ser algún tipo de marca, quemada en la piel y se veía como un glifo, como una letra en otro alfabeto. Pero no la reconoció. Reid la examinó por varios segundos, grabándolo en su memoria.
Rápidamente hurgó en el bolsillo del interrogador muerto y encontró un antiguo ladrillo de teléfono celular. Probablemente uno desechable, su cerebro le dijo. En el bolsillo trasero del hombre alto, encontró un trozo roto de papel blanco, una esquina manchada con sangre. En una mano con garabatos, casi ilegibles había una larga serie de dígitos que comenzaban con el 963 — el código para hacer una llamada internacional a Siria.
Ninguno de estos hombres tenía una identificación, pero el aspirante a tirador tenía una billetera gruesa en euros, fácilmente unos miles. Reid guardó eso también y, por último, tomó la Beretta. El peso de la pistola se sentía extrañamente natural en sus manos. Calibre de nueve milímetros. Cargador de quince tiros. Cañón de ciento veinticinco