Agente Cero . Джек Марс

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Agente Cero  - Джек Марс La Serie de Suspenso De Espías del Agente Cero

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      “En la ciudad”, repitió Reid.

      “Sí, Papá, en la ciudad. Y necesitaré un vestido. Es un lugar lujoso. En realidad no tengo nada que ponerme”.

      Hubo muchas ocasiones en las que Reid deseó desesperadamente que Kate estuviese ahí, pero quizás esto podría haberlas superado. Siempre había asumido que sus hijas tendrían citas en algún punto, pero el esperaba que no fuera sino hasta que tuviesen veinticinco. En tiempos como estos, el recurría a su acrónimo de padre favorito, QDK — ¿Qué diría Kate? Como un artista y un espíritu decididamente libre, ella probablemente habría manejado la situación muy diferente de lo que él lo haría, y el trató de mantenerse consciente de ello.

      Él debió parecer particularmente preocupado, porque Maya se rió un poco y puso sus manos en las de él. “¿Estás bien, Papá? Es sólo una cita. Nada va a suceder. No es gran cosa”.

      “Sí”, él dijo lentamente. “Tienes razón. Por supuesto, no es gran cosa. Podemos ver si tía Linda puede llevarte al centro comercial este fin de semana y…”

      “Quiero que tú me lleves”.

      “¿Tú quieres?”

      Ella se encogió. “Me refiero, no querría adquirir nada con lo que no estés de acuerdo”.

      Un vestido, cena en la ciudad y un chico… esto no era nada con lo que él realmente antes hubiese considerado lidiar.

      “Está bien entonces”, él dijo. “Iremos el Sábado. Pero tengo una condición — voy a elegir el juego de esta noche”.

      “Hmm”, dijo Maya. “Podemos hacer un trato. Déjame consultarlo con mi socio”. Maya se volteó hacia su hermana.

      Sara asistió. “Bien. Siempre que no sea Risk”.

      Reid se burló. “No sabes de lo que estás hablando. Risk es lo mejor”.

      Después de cenar, Sara limpió los platos mientras Maya hacia chocolate caliente. Reid colocó uno de sus favoritos, Ticket to Ride, un juego clásico acerca de construir rutas de trenes por todo Estados Unidos. Mientras acomodaba las cartas y los trenes de plástico, él se encontró así mismo pensando cuando esto había pasado. ¿Cuándo Maya había crecido tan rápido? En los últimos dos años, desde que Kate falleció, él ha tenido el rol de ambos padres (con la ayuda muy apreciada de su tía Linda). Ambas aún lo necesitaban o eso parecía, pero no tardarían mucho para irse a la universidad y luego sus carreras, y entonces…

      “¿Papá?” Sara entró al comedor y tomó asiento frente a él. Como si leyera su mente, ella dijo: “No te olvides, tengo un show de arte en la escuela el próximo Miércoles por la noche. Estarás allí, ¿verdad?”

      El sonrió. “Por supuesto cariño. No me lo perdería”. El aplaudió. “¡Ahora! Quién está listo para ser demolido — Quiero decir, ¿quién está listo para jugar un juego familiar?”

      “Adelante, viejo”, Maya dijo desde la cocina.

      “¿Viejo?” Reid dijo indignado. “¡Tengo treinta y ocho!”

      “Y lo ratifico”. Ella se rió mientras entraba al comedor. “Oh, el juego del tren”. Su mueca se disolvió en una delgada sonrisa. “Este era el favorito de mamá, ¿verdad?”

      “Oh… sí”. Reid frunció el ceño. “Era”.

      “¡Soy el azul!” Sara anunció, agarrando las piezas.

      “Naranja”, dijo Maya. “Papá, ¿qué color? Papá, ¿hola?”

      “Oh”. Reid salió de sus pensamientos. “Lo siento. Uh… verde”.

      Maya empujó algunas piezas hacia ella. Reid forzó una sonrisa, sin embargo, sus pensamientos eran turbulentos.

      *

      Después de dos juegos, de los cuales ambos ganó Maya, las chicas se fueron a la cama y Reid se retiró a su estudio, una habitación pequeña en el primer piso, justo al lado del vestíbulo.

      Riverdale no era un área económica, pero era importante para Reid asegurarse de que sus niñas tuvieran un ambiente seguro y feliz. Sólo habían dos dormitorios, así que él reclamó el estudio en el primer piso como su oficina. Todos sus libros y objetos memorables estaban amontonados en casi cada centímetro disponible del cuarto de diez por diez. Con su escritorio y un sillón de cuero, solamente un pequeño parche de alfombra desgastada estaba visible.

      Él se quedaba dormido con frecuencia en ese sillón, después de largas noches tomando notas, preparando lecturas y releyendo biografías. Estaba comenzando a darle problemas de espalda. Pero, si era honesto consigo mismo, no lo hacía más dormir en su propia cama. El lugar quizás haya cambiado — las niñas y él se mudaron a Nueva York poco después del fallecimiento de Kate — pero todavía tenía el colchón y el marco matrimonial que había sido de ellos, de Kate y de él.

      Él habría pensado que a estas alturas el dolor de perder a Kate podría haberse desvanecido, al menos ligeramente. A veces lo hacía, temporalmente, y entonces pasaba por su restaurante favorito o echaba un vistazo a una de sus películas favoritas en la TV y volvía con fuerza, tan fresco como si hubiese pasado ayer.

      Si cualquiera de las chicas experimentaba lo mismo, ellas no hablarían de ello. De hecho, con frecuencia hablaban de ella abiertamente, algo que Reid todavía no era capaz de hacer.

      Había una foto de ella en uno de sus estantes, tomada en una boda de un amigo hace una década. La mayoría de las noches, el marco sería girado hacia atrás, o de lo contrario, pasaría la tarde entera mirándolo fijamente.

      Qué increíblemente injusto podía ser el mundo. Un día, ellos lo tenían todo — un lindo hogar, niños maravillosos, grandes carreras. Vivían en McLean, Virginia; él trabajaba como profesor adjunto en la cercana Universidad de George Washington. Su trabajo lo tenía viajando constantemente a seminarios y cumbres y como lector invitado, en Historia Europea, a escuelas por todo el país. Kate estaba en el departamento de restauraciones del Museo Smithsoniano de Arte Americano. Sus hijas estaban floreciendo. La vida era perfecta.

      Pero como la frase famosa de Robert Frost, “nada dorado permanece”. Una tarde invernal Kate se desmayó en el trabajo — al menos eso fue lo que creyeron sus compañeros cuando ella repentinamente se blandeó y se cayó de su silla. Llamaron a una ambulancia, pero ya era demasiado tarde. Ella fue declarada muerta al llegar al hospital. Una embolia, ellos dijeron. Un coágulo de sangre había viajado a su cerebro y causado un accidente cerebro vascular isquémico. Los doctores usaban términos médicos apenas comprensibles siempre que daban una posible explicación, como si de alguna manera suavizara el golpe.

      Lo peor de todo, Reid estaba ausente cuando pasó. Él estaba en un seminario de pregrado en Houston, Texas, dando charlas acerca de la Edad Media cuando recibió la llamada.

      Así fue como descubrió que su esposa había muerto. Una llamada telefónica, fuera de un salón de conferencias. Después llegó el vuelo a casa, los intentos de consolar a sus hijas en medio de su propio dolor devastador, y eventualmente se mudaron a Nueva York.

      Él se levantó de la silla y volteó la foto. No le gustaba pensar acerca de todo eso, el final y las consecuencias. Él quería

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