El Don de la Batalla . Морган Райс
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Читать онлайн книгу El Don de la Batalla - Морган Райс страница 4
Thor, agotado y sin respiración, todavía tosiendo agua de mar, se tumbó en cubierta al lado de O’Connor: O’Connor se giró y lo miró, igualmente agotado, y Thor vio la gratitud en su mirada. Vio cómo O’Connor le daba las gracias. No hacía falta decir ninguna palabra, Thor lo entendía. Tenían un código silencioso. Eran hermanos de la Legión. Sacrificarse el uno por el otro era lo que hacían. Era por lo que vivían.
De repente, O’Connor empezó a reír.
Al principio Thor se preocupó, preguntándose si la locura todavía estaba sobre él, pero después se dio cuenta de que O’Connor estaba bien. Acababa de volver a su antiguo yo. Reía por el alivio, reía por la alegría de estar vivo.
Thor también empezó a reír, dejando atrás el esfuerzo y los demás se le unieron. Estaban vivos, a pesar de todo, estaban vivos.
Los otros miembros de la Legión se acercaron hacia delante, agarraron a O’Connor y a Thor y tiraron de ellos hasta que se pusieron de pie. Todos estrecharon las manos, se abrazaron con alegría, sus barco, finalmente entraba navegando con suavidad por las aguas que tenía enfrente.
Thor echó un vistazo y vio aliviado que se estaban alejando más y más de los Estrechos y la cordura descendía sobre todos ellos. Lo habían conseguido; habían atravesado los Estrechos, a un alto precio, sin embargo. Thor no creía que pudieran sobrevivir a otro viaje a través de ellos.
“¡Allí!” exclamó Matus.
Thor se giró a la vez que los demás y siguió hacia donde señalaba con el dedo y se quedó estupefacto por la vista que tenían ante ellos. Vio una visión totalmente nueva que se extendía ante ellos en el horizonte, un nuevo paisaje en esta Tierra de Sangre. Era un paisaje lleno de penumbra, con oscuras nubes colgando bajas en el horizonte, el agua todavía llena de sangre y, aún así, la silueta de la orilla estaba más cerca, más visible. Era negra, desprovista de árboles o vida, parecía hecha de ceniza y barro.
Los latidos de Thor se aceleraron cuando, más allá en la distancia, divisó un castillo negro, hecho de lo que parecía ser tierra, ceniza y barro, levantándose de la tierra como formando uno con ella. Thor percibía la maldad que emanaba de ella.
Había un estrecho canal que llevaba hasta el castillo, sus vías navegables estaban repletas de antorchas, bloqueadas por un puente levadizo. Thor vio antorchas ardiendo en las ventanas del castillo y sintió una repentina sensación de certeza: con todo su corazón, sabía que Guwayne estaba dentro del castillo esperándole.
“¡A toda vela!” exclamó Thor, sintiendo de nuevo que lo tenía todo bajo control, sintiendo que tenía una nueva meta.
Sus hermanos se pusieron enseguida en acción, elevando las velas mientras estas cogían la fuerte brisa que se levantaba por detrás y los empujaba hacia delante. Por primera vez desde que entraron a esta Tierra de Sangre, Thor tuvo una sensación de optimismo, la sensación de que realmente podía encontrar a su hijo y podía rescatarlo de allí.
“Me alegro de que estés vivo”, dijo una voz.
Thor se giró, bajó la vista y vio a Angel mirando hacia arriba y sonriéndole, mientras tiraba de su camisa. Él sonrió, se arrodilló a su lado y la abrazó.
“Igualmente yo de que tú lo estés”, respondió.
“No entiendo lo que pasó”, dijo ella. “En un minuto era yo misma y al siguiente…era como si no me conociera”.
Thor sacudió lentamente con la cabeza, intentando olvidar.
“La locura es el peor enemigo de todos”, respondió él. “Nosotros mismos somos el enemigo que no podemos vencer”.
Ella frunció el ceño preocupada.
“¿Volverá a pasar?” preguntó ella. “¿Hay algo en este lugar que se le parezca?” preguntó con miedo en la voz mientras observaba el horizonte con atención.
Thor también lo observaba mientras se preguntaba lo mismo, cuando poco después, ante su horror, la respuesta vino corriendo hacia ellos.
Se escuchó un tremendo chapoteo, como el ruido de una ballena saliendo a la superficie y Thor se sorprendió al ver la criatura más horrorosa que jamás había visto apareciendo ante él. Parecía un calamar monstruoso, de unos quince metros de altura, rojo brillante, del color de la sangre y se cernió amenazador sobre el barco al salir disparado del agua, sus interminables tentáculos de unos nueve metros de longitud, docenas de ellos esparciéndose en todas direcciones. Sus ojos amarillos pequeños y brillantes los miraban con el ceño fruncido, llenos de ira, mientras su enorme boca, repleta de afilados colmillos amarillos, se abría haciendo un ruido repugnante. La criatura bloqueó toda luz que los lúgubres cielos dejaban pasar y lanzó un grito sobrenatural mientras descendía directo hacia ellos, con los tentáculos extendidos, lista para devorar el barco entero.
Thor la observaba con terror, atrapado en su sombra junto a los demás y supo que habían ido de una muerte segura a otra.
CAPÍTULO DOS
El comandante del Imperio azotaba a su zerta una y otra vez mientras galopaba a través del Gran Desierto, siguiendo el rastro, como había estado haciendo durante días a través del suelo del desierto. Tras él, sus hombres cabalgaban casi sin aire para respirar, al límite de desplomarse, ya que no les había dado ni un instante para descansar durante todo el tiempo que habían estado cabalgando –incluso a lo largo de la noche. Sabía cómo tener a los zertas a sus pies y también sabía cómo hacerlo con los hombres.
No tenía piedad con él mismo y, desde luego, no tenía ninguna con sus hombres. Quería que fueran insensibles al agotamiento y al calor y al frío, especialmente cuando estaban en una misión tan sagrada como aquella. Al fin y al cabo, si aquel rastro llevaba hasta donde él esperaba que lo hiciera -a la misma legendaria Cresta- aquello podría cambiar el destino de todo el Imperio.
El comandante hundió sus talones en el lomo del zerta hasta que este chilló, obligándolo a ir aún más rápido, hasta que casi tropezar con sí mismo. Miró hacia el sol con los ojos entreabiertos, escudriñando el rastro mientras avanzaban. Había seguido muchos rastros en su vida y había matado a mucha gente al final de los mismos, sin embargo, jamás había seguido un rastro tan fascinante como aquel. Sentía lo cerca que estaba del mayor descubrimiento en la historia del Imperio. Su nombre sería conmemorado, cantado durante generaciones.
Subieron una cresta en el desierto y empezó a escuchar un débil ruido que crecía, como si una tormenta se estuviera fraguando en el desierto; echó un vistazo al llegar a la cima, esperando ver una tormenta de arena viniendo hacia ellos y se sorprendió al divisar, en cambio, un muro de arena inmóvil a casi unos cien metros, levantándose directamente del suelo hacia el cielo, dando vueltas y arremolinándose, como un tornado quieto.
Se detuvo, con sus hombres a su lado, y observó curioso cómo parecía no moverse. No lo comprendía. Era un muro de arena embravecida, pero no se acercaba más. Se preguntaba qué había al otro lado. De algún modo, percibía que era la Cresta.
“Su rastro termina”, dijo uno de los soldados en tono burlón.
“No