Un Canto Fúnebre para Los Príncipes . Морган Райс
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Catalina avanzó casi tambaleándose y consiguió embestir con un golpe de espada que alcanzó a un soldado en la axila, pero apenas consiguió bloquear un golpe de culata de un mosquete. Tropezó y el hombre se puso encima de ella, dando la vuelta al arma para apuntar con una bayoneta.
Entonces Catalina oyó un rugido y el gato del bosque saltó por encima de ella, estrellándose contra el hombre, desgarrándole el cuello con los dientes. La bestia rugió y saltó sobre otro y ahora los soldados dudaron y se echaron hacia atrás.
Catalina tuvo que arrodillarse allí para observarlo, pues estaba demasiado agotada para hacer más que eso. Cuando vio que uno de los soldados apuntaba con una pistola al gato, sacó un puñal y se lo lanzó por arriba. El arma salió disparada y él cayó del barco de espaldas.
Catalina vio que el gato saltaba por la borda, hacia los muelles y, un segundo más tarde, escuchó un grito cuando aquel atacó de nuevo.
—¡Que este barco salga al mar! —exclamó—. ¡Si nos quedamos aquí, estamos muertos!
Los marineros se pusieron en marcha de un salto y Catalina se esforzó para hacerlo, intentando rellenar el hueco. Algunos luchaban y eran como los defensores en un parapeto, empujando a los rivales que trepaban. El gato del bosque mordía y gruñía, saltaba sobre aquellos que intentaban subir a bordo a la fuerza, los golpeaba con fuerza con las garras y los apresaba con unos dientes afilados como agujas. Catalina no sabía cuándo su hermana había adquirido una compañía así, pero era verdaderamente fiel –y mortífera.
Si hubiera tenido toda su fuerza, podría haberse enfrentado a los soldados ella sola, avanzando entre ellos, corriendo y matando. Tal y como estaban las cosas, apenas podía reunir la energía para abatirlos junto a los marineros. Estos apartaban a Catalina, como si intentaran protegerla de la lucha. Ella solo quería que se concentraran en alejar el barco de los muelles.
El barco empezó a moverse lentamente. Los marineros usaban remos y varas largas para empujar y Catalina notó el movimiento en cubierta por sus esfuerzos. Un soldado dio un brinco hacia el barco, pero se quedó corto y cayó entre el barco y los muelles.
Allá abajo, Catalina veía que el gato del bosque todavía estaba gruñendo y matando, acorralado por los soldados. Catalina sospechaba que su hermana no querría que su compañero fuera abandonado y, en cualquier caso, el gato del bosque los había salvado. No podía dejarlo.
—Tienes que subir a bordo —exclamó, y después se dio cuenta de que era una estupidez esperar que lo comprendiera. En su lugar, reunió el poco poder que le quedaba, envolviendo la necesidad de subir a bordo con una imagen del barco marchándose y se lo lanzó a la criatura.
Este giró la cabeza, olfateó una vez el aire y brincó hacia el barco. Catalina vio que contraía los músculos y después saltaba. Clavó sus garras en la madera del barco mientras subía por la borda y, a continuación, se quedó en la barandilla, apretando su cabeza contra la mano de Catalina y ronroneando.
Catalina tropezó hacia atrás y sintió la firmeza de un mástil en su espalda. Prácticamente se deslizó hasta quedar sentada en cubierta, pues ya no tenía fuerza para estar de pie. Pero eso ya no importaba. Ya estaban a buena distancia de los muelles, solo algunos disparos aislados marcaban la presencia de sus atacantes allí.
Lo habían conseguido. Estaban a salvo y Sofía estaba viva.
Al menos por ahora.
CAPÍTULO DOS
Cuando Sebastián despertó, tenía dolor. Un dolor completo y total. Parecía rodearlo, palpitar dentro de él, absorbiendo cada fragmento de su ser. Sentía el sufrimiento palpitante en el cráneo, donde se había golpeado al caer, pero había otro dolor repetitivo, que le machacaba las costillas mientras alguien intentaba despertarlo a patadas.
Alzó la vista y vio que Ruperto lo estaba mirando posiblemente desde el único ángulo desde el cual su hermano no parecía un modelo de príncipe dorado. Desde luego, su expresión no encajaba con ese modelo, pues parecía que, si se hubiera tratado de otra persona, le habría cortado el cuello alegremente. Sebastián gemía de dolor, sintiendo que el impacto le podría haber roto las costillas.
—¡Despierta, idiota inútil! —dijo bruscamente Ruperto. Sebastián oyó la rabia y la frustración en ello.
—Estoy despierto —dijo Sebastián. Incluso él podía oír que las palabras eran cualquier cosa menos claras. Más dolor se apoderó de él, junto con una especie de vaga confusión que daba la sensación de que le habían golpeado en la cabeza con un martillo. No, con un martillo no; con el mundo entero—. ¿Qué pasó?
—Una chica te arrojó desde un barco, eso es lo que pasó —dijo Ruperto.
Sebastián sintió que su hermano lo agarraba con dureza mientras tiraba de él para ponerlo de pie. Cuando Ruperto lo soltó, Sebastián se tambaleó y casi cayó de nuevo, pero consiguió sujetarse a tiempo. Ninguno de los soldados que había a su alrededor se movió para ayudar pero, al fin y al cabo, eran los hombres de Ruperto y probablemente le tenían poca estima a Sebastián después de que escapara de ellos.
—Ahora te toca a ti contarme qué sucedió —dijo Ruperto—. Recorrí esta aldea de un extremo al otro y, por fin, me dijeron que ese era el barco que iba a tomar tu amada. —Hizo que sonara como una palabrota—. Ya que te arrojó una chica con su misma apariencia…
—Su hermana, Catalina —dijo Sebastián, recordando la velocidad con la que Catalina lo había empujado fuera del camarote, la rabia con la que lo había lanzado. Había querido matarlo. Había pensado que él había…
Entonces lo recordó, y esa imagen bastó para que se detuviera, quedándose allí de pie en blanco, sin capacidad de reacción, a pesar de que Ruperto decidiera que sería una buena idea darle una bofetada. Ese dolor parecía una pizca más que se añadía a una montaña. Incluso los moratones de cuando Catalina lo había arrojado parecían nada con la herida en carne viva y dolorosa que amenazaba con abrirse y apoderarse de él en cualquier momento.
—Dije que qué pasó con la chica que te engañó para convertirse en tu prometida —exigió Ruperto—. ¿Estaba allí? ¿Escapó con los demás?
—¡Está muerta! —dijo Sebastián bruscamente sin pensar—. ¿Es eso lo que quieres oír, Ruperto? ¡Sofía está muerta!
Parecía que la estaba viendo de nuevo, viéndola pálida y sin vida en el suelo del camarote, con un charco de sangre a su alrededor, la herida de su pecho llena por un puñal tan fino y afilado que podría haber sido una aguja. Podía recordar lo inmóvil que estaba Sofía, sin un ápice de movimiento que marcara su respiración, sin un resto de aire en su oreja cuando él lo había comprobado.
Incluso había sacado el puñal, con la estúpida esperanza instintiva de que eso mejoraría las cosas, a pesar de que sabía que las heridas no se enmendaban tan fácilmente. Lo único que había hecho era ensanchar el charco de sangre, cubrirse las manos con ella y convencer a Catalina de que había asesinado a su hermana. Visto así, era un milagro que solo lo hubiera arrojado del barco y no lo hubiera descuartizado.
—Por