Un Canto Fúnebre para Los Príncipes . Морган Райс

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Un Canto Fúnebre para Los Príncipes  - Морган Райс Un Trono para Las Hermanas

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      En ese momento, Sebastián sintió indignación. Indignación porque su hermano pensara que él podría haber hecho daño a Sofía. Indignación porque viera el mundo de esa manera. Indignación, sinceramente, por ser familia de alguien que veía el mundo como su juguete, donde todos los demás estaban en un nivel inferior, para satisfacer los papeles que él les encargara.

      —Yo no maté a Sofía —dijo Sebastián—. ¿Cómo pudiste pensar que yo podía hacer algo así?

      Ruperto lo miró con evidente sorpresa, antes de que su gesto cambiara a uno de decepción.

      —Y yo que pensaba que al final habías tenido agallas —dijo—. Que realmente habías decidido ser el príncipe responsable que finges ser y te habías deshecho de la zorra. Debería haber sabido que todavía serías completamente inútil.

      Entonces Sebastián se lanzó sobre su hermano. Se estrelló contra su hermano y los dos fueron a parar a los listones de madera de cubierta. Sebastián se puso encima, agarró a su hermano y le dio un puñetazo.

      —¡No hables así de Sofía! ¿No te basta con que ya no esté?

      Ruperto daba sacudidas y se retorcía debajo de él, se puso encima un momento y le dio un puñetazo. Continuaron dando vueltas por el ímpetu de la pelea y Sebastián sintió el borde del muelle contra su espalda en el instante antes de que él y Ruperto cayeran al agua.

      Se cerró sobre ellos mientras luchaba, se agarraban por el cuello el uno al otro casi por instinto. A Sebastián no le importaba. No le quedaba nada por lo que vivir, no ahora que Sofía no estaba. Tal vez si acababa tan frío y muerto como ella, habría una oportunidad de que se reencontraran en lo que fuera que hubiera más allá de la máscara de la muerte. Podía sentir que Ruperto le daba patadas, pero Sebastián apenas percibía el toque extra de dolor.

      Entonces sintió unas manos que lo cogían y lo sacaban del agua. Debería haber sabido que los hombres de Ruperto intervendrían para salvar a su príncipe. Sacaron a Sebastián y a Ruperto por sus brazos y por su ropa, tirando de ellos hasta tierra firme y prácticamente sujetándolos mientras el agua fría los calaba.

      —Soltadme —exigió Ruperto—. No, sujetadle a él.

      Sebastián sintió que le apretaban los brazos con las manos, inmovilizándolo. Entonces su hermano le golpeó fuerte en la barriga, de manera que Sebastián se hubiera doblado de dolor si los soldados no hubieran estado sujetándolo. Vio el momento en el que su hermano desenfundó un cuchillo, este era curvado y con el filo muy afilado: un cuchillo de cazador; un cuchillo para despellejar.

      Notó el corte de aquel filo cuando Ruperto lo apretó contra su cara.

      —¿Piensas que vas a poder atacarme? He cabalgado desde el otro lado del reino por tu culpa. Tengo frío, estoy mojado y mi ropa está hecha trizas. Quizás también debería estarlo tu cara.

      Sebastián sintió una gota de sangre bajo la presión de ese filo. Ante su sorpresa, uno de los soldados dio un paso adelante.

      —Su Alteza —dijo, la deferencia en su tono evidente—. Sospecho que la Viuda no desearía que permitiéramos que cualquiera de sus hijos resultara herido.

      Sebastián sintió que Ruperto se quedaba peligrosamente quieto y, por un instante, pensó que lo haría de todos modos. En su lugar, apartó el cuchillo, escondiendo su rabia tras la máscara de urbanidad que normalmente la ocultaba.

      —Sí, tienes razón, soldado. No querría que Madre se enojara porque yo he… dado un paso en falso.

      Era un término muy benigno para usar cuando había estado hablando de cortarle la cara a trozos a Sebastián hacía solo unos instantes. El hecho de que pudiera cambiar de esa manera confirmaba casi todo lo que Sebastián había oído decir sobre él. Siempre había intentado ignorar las historias, pero era como si hubiera visto al verdadero Ruperto tanto aquí como antes, cuando había torturado al jardinero en la casa abandonada.

      —Quiero reservar toda la ira de Madre para ti, hermanito —dijo Ruperto. Esta vez no golpeó a Sebastián, simplemente le dio una palmadita en el hombro de un modo fraternal que sin duda era fingido—. Escapar de esta manera, pelear contra sus soldados. Matar a uno de ellos.

      Casi demasiado rápido como para seguirlo, Sebastián se giró y apuñaló al que había planteado la objeción en el cuello. El hombre cayó, agarrándose la herida, su gesto de conmoción casi igualaba al de los que lo rodeaban.

      —Vamos a hablar claro —dijo Ruperto, con una voz peligrosa—. Yo soy el príncipe de la corona y estamos muy lejos de la Asamblea de los Nobles, con sus normas y sus intentos por reprimir a sus superiores. ¡Aquí no se me cuestionará! ¿Entendido?

      Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, rápidamente hubiera sido derribado por los otros soldados. En cambio, los hombres murmuraron su acuerdo a coro, todos ellos parecían saber que cualquiera que matara a un príncipe del linaje sería el responsable de reavivar las guerras civiles.

      —No te preocupes —dijo Ruperto, limpiando el cuchillo—. Bromeaba acerca de cortarte la cara. Ni tan solo diré que mataste a este hombre. Murió en la pelea del barco. Ahora, dame las gracias.

      —Gracias —dijo Sebastián en un tono monótono, pero solo porque imaginaba que esta era la mejor manera de evitar más violencia.

      —Además, creo que Madre creerá una historia sobre tu incompetencia antes que una sobre ti como asesino —dijo Ruperto—. El hijo que escapó, no pudo llegar a tiempo, perdió a su querida y una chica le dio una paliza.

      Sebastián podría haberse lanzado hacia delante de nuevo, pero los soldados todavía lo estaban sujetando con fuerza, como si esperaran exactamente eso. Tal vez, de algún modo, incluso lo estaban haciendo para protegerlo.

      —Sí —dijo Ruperto—, te queda mucho mejor el papel trágico que el del odio. Ahora mismo, pareces la misma imagen del dolor.

      Sebastián sabía que su hermano nunca comprendería esa verdad. Nunca comprendería el auténtico dolor que le consumía el corazón, mucho peor que cualquiera de los dolores de sus moratones. Nunca comprendería el dolor por perder a alguien a quien él amaba, pues Sebastián estaba seguro de que no quería a nadie excepto a sí mismo.

      Sebastián había amado a Sofía y ahora que ya no estaba empezaba a comprender cuánto, simplemente al ver cuánto de su mundo se le había arrebatado desde los instantes en los que la había visto tan inmóvil y sin vida, bella incluso muerta. Se sentía como una de esas cosas que se arrastran en las viejas historias, vacías con excepción de la carcasa de carne que rodea su dolor.

      La única razón por la que no lloraba era porque se sentía demasiado vacío para hacer incluso eso. Bueno, por eso y porque no quería darle a su hermano la satisfacción de verlo dolido. Ahora mismo, incluso hubiera agradecido que Ruperto lo hubiera matado, pues por lo menos eso hubiera puesto fin a la infinita prolongación de dolor que parecía extenderse a su alrededor.

      —Es hora de que regreses a casa —dijo Ruperto—. Puedes estar allí mientras yo informo a nuestra madre de todo lo que ha pasado. Me envió para que te trajera de vuelta, así que eso es lo que voy a hacer. Te ataré a un caballo si es necesario.

      —No tendrás que hacerlo —dijo Sebastián—. Iré yo.

      Lo dijo en voz baja, pero aun así, bastó para que

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