Un Canto Fúnebre para Los Príncipes . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Un Canto Fúnebre para Los Príncipes - Морган Райс страница 7
Lentamente, empezó a cambiar el rumbo, acercándose más a la orilla mientras Cora remaba.
—Date prisa —le dijo Emelina, que estaba junto a ella—. No sé cuánto tiempo podré soportarlo.
Cora continuó y la barquilla se movió lo que parecieron unos centímetros, pero se movió. Se acercó más y más hasta que, por fin, Cora pensó que los juncos podrían estar al alcance. Los agarró y consiguió hacerse con un puñado de ellos y los usó para tirar de su diminuta embarcación hasta acercarla a la orilla. Arrastró la barquilla de cuero hasta la orilla del río, después saltó y agarró a Emelina por el brazo.
Tiró de su amiga hasta la orilla y vio que la corriente se llevaba la barquilla de cuero. Cora vio que el caballo acuático se encabritaba con aparente rabia y destrozaba la pequeña embarcación hasta reducirla a astillas.
En cuanto estuvieron en tierra firme, Cora notó que la presión de su mente se reducía, mientras Emelina soltaba un soplido y se ponía de pie con sus propias fuerzas. Al parecer, fuera del agua, el caballo acuático no podía tocarlas. Volvió a encabritarse, a continuación se sumergió y desapareció de la vista.
—Creo que estamos a salvo —dijo Cora.
Vio que Emelina asentía.
—Pero creo que… quizás estaremos fuera del agua durante un rato.
Parecía agotada, así que Cora la ayudó a alejarse de la orilla. Les llevó un rato encontrar un camino, pero una vez lo hicieron, parecía natural seguirlo.
Continuaron a lo largo del camino y ahora parecía haber más gente de la que había habido en el norte. Cora vio pescadores que venían de las orillas, granjeros con carros llenos de mercancías. Ahora veía más gente que venía de todos lados, con montones de tela o rebaños de animales. Incluso un hombre llevaba una bandada de patos como si fuera un rebaño, que iban corriendo delante de él como podrían haberlo hecho las ovejas con otra persona.
—Debe haber un mercado ambulante —dijo Emelina.
—Deberíamos ir —dijo Cora—. Podrían devolvernos al camino que lleva al Hogar de Piedra.
—O podrían matarnos por brujas en el momento en que preguntáramos —remarcó Emelina.
Aun así, fueron, siguiendo el camino junto a los demás hasta que vieron el camino más adelante. Estaba en una pequeña isla en medio de los ríos, la ruta era vadeable desde cualquiera de una docena de puntos. En esa isla, Cora vio casetas y lugares de subasta para todo desde mercancías hasta ganado. Agradeció que hoy nadie estuviera intentando vender a alguno de los esclavos por contrato.
Emelina y ella se dirigieron hacia la isla, caminando por el agua en una de las vaderas que llevaban a ella. Iban con la cabeza baja, mezclándose todo lo posible con la multitud, especialmente cuando Cora vio la silueta enmascarada de una sacerdotisa deambulando a través de la multitud, repartiendo sus bendiciones de la diosa.
A Cora le atrajo un lugar donde unos actores estaban interpretando El baile de San Cuthbert, aunque no se trataba de la versión seria que algunas veces habían representado en el palacio. En esta versión había mucho más humor obsceno y excusas para peleas con espada, era evidente que la compañía conocía a su público. Cuando hubieron acabado, saludaron al público y la gente empezó a gritar los nombres de las obras de teatro y las escenas, con la esperanza de ver que representaban sus favoritas.
—Todavía no veo cómo podemos encontrar a alguien que conozca el camino hasta el Hogar de Piedra —dijo Emelina—. Al menos no sin prácticamente anunciarnos a los sacerdotes.
Cora también había estado pensando en ello. Tenía una idea.
—Verás si la gente empieza a pensar en ello, ¿no es cierto? —preguntó.
—Tal vez —dijo Emelina.
—Entonces hagamos que piensen en ello —dijo Cora. Se dirigió a los actores—. ¿Qué tal Las hijas del guardián de las piedras? —exclamó, esperando que la multitud la tapara y no fuera vista.
Ante su sorpresa, funcionó. Tal vez porque era una obra de teatro atrevida, incluso peligrosa, para pedirla: la historia de las hijas de un cantero que resultaron ser brujas y encontraron un hogar lejos de aquellos que las perseguirían. Era el tipo de obra de teatro por la que podrían arrestar a alguien si la representaba en el lugar equivocado.
Pero aquí la interpretaron, en todo su esplendor, figuras enmascaradas que representaban a los sacerdotes que perseguían a los jóvenes que interpretaban los papeles de las mujeres por miedo a la mala suerte. Cora miraba a Emelina con esperanza todo el tiempo.
—Bueno, ¿les está haciendo pensar en el Hogar de Piedra? —preguntó.
—Sí, pero eso no significa que… espera —dijo Emelina, girando la cabeza—. ¿Ves a aquel hombre de allí que está vendiendo lana? Está pensando en una vez que fue allí a comprar y vender. Esa mujer… su hermana fue allí.
—¿Así que tienes de nuevo una dirección? —preguntó Cora.
Vio que Emelina asentía.
—Creo que podemos encontrarlo.
No era una gran esperanza, pero era algo. El Hogar de Piedra aún estaba lejos y, con él, la expectativa de seguridad.
CAPÍTULO CUATRO
Desde arriba, la invasión parecía el movimiento circular de un ala abrazando la tierra que tocaba. El Maestro de los Cuervos disfrutaba de ello y, probablemente, era el único en posición de apreciarlo, pues sus cuervos le daban una perspectiva perfecta mientras su barcos hacían una entrada triunfal en la orilla.
—Tal vez haya otros vigilantes —dijo para sí mismo—. Tal vez las criaturas de esta isla verán lo que se les avecina.
—¿Qué sucede, señor? —preguntó un joven oficial. Era listo y tenía el pelo rubio, su uniforme brillaba por el esfuerzo de pulirlo.
—Nada de lo que te tengas que preocupar. Prepárate para desembarcar.
El joven se fue a toda prisa, con una especie de brío en sus movimientos que parecía ansiar acción. Tal vez se creía invulnerable porque luchaba con el Nuevo Ejército.
—Al final, todos ellos son comida para los cuervos —dijo el Maestro de los Cuervos.
Pero no hoy, pues él había escogido los lugares para desembarcar con cuidado. Existían partes del continente más allá del Puñal-Agua donde la gente disparaba a los cuervos como parte de la rutina, pero aquí todavía tenían que aprender la costumbre. Sus criaturas se habían esparcido, mostrándole los lugares donde los defensores habían colocado cañones y barricadas como preparación para una invasión, donde habían escondido hombres y fortificado aldeas. Habían creado una red de defensas que debería haberse tragado a una fuerza invasora entera, pero el Maestro de los Cuervos veía los agujeros que