Un Canto Fúnebre para Los Príncipes . Морган Райс
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Volvería a casa, a Ashton, y sería el tipo de príncipe que su familia quisiera que fuera. Nada de esto cambiaría nada.
Nada lo hacía, ahora que Sofía estaba muerta.
CAPÍTULO TRES
Cora estuvo más que agradecida cuando el suelo empezó a allanarse de nuevo. Parecía que Emelina y ella habían estado andando durante una eternidad, aunque su amiga no dejaba ver su esfuerzo.
—¿Cómo puedes continuar andando como si no estuvieras cansada? —preguntó Cora, mientras Emelina continuaba avanzando—. ¿Es magia o algo así?
Emelina miró hacia atrás.
—No es magia, solo es que… pasé la mayor parte de mi vida en las calles de Ashton. Si mostrabas que eras débil, la gente encontraba maneras de abusar de ti.
Cora intentó imaginarlo, vivir en un lugar donde hubiera probabilidad de violencia cada vez que alguien mostrara debilidad. Pero se dio cuenta de que no hacía falta que lo imaginara.
—En el palacio, era Ruperto o sus compinches —dijo—, o las chicas nobles que pensaban que podían tratarte mal solo porque estaban enfadadas por alguna otra cosa.
Vio que Emelina inclinaba la cabeza a un lado.
—Yo hubiera pensado que en el palacio era mejor —dijo—. Al menos no tenías que evitar a las bandas o a los que buscaban esclavos. No tenías que pasar las noches resguardada en carboneras para que nadie te encontrara.
—Porque ya tenía un contrato —puntualizó Cora—. Ni tan solo tenía una cama dentro de palacio. Daban por sentado que encontraría un rincón en el que dormir. Eso o que algún noble me querría en su cama.
Ante la sorpresa de Cora, Emelina la rodeó con sus brazos para darle un abrazo. Si había una cosa que Cora había aprendido por el camino, era que Emelina normalmente no era una persona efusiva.
—Una vez vi a unos cuantos nobles, allá en la ciudad —dijo Emelina—. Pensé que serían algo más listos y mejores que alguna de las bandas, hasta que me acerqué. Entonces vi que uno de ellos estaba pegando a un hombre sin sentido, solo porque podía hacerlo. Eran exactamente lo mismo.
Se hacía extraño, acercarse de esta manera por lo duras que habían sido sus vidas, pero Cora se sentía más cerca de Emelina de lo que lo había estado al principio de todo esto. No era solo porque habían pasado muchas cosas iguales en sus vidas. Ahora también habían viajado juntas durante un largo camino, y todavía existía la perspectiva de más kilómetros por venir.
—El Hogar de Piedra estará allí —dijo Cora, intentando convencerse tanto a sí misma como a Emelina.
—Seguro —dijo Emelina—. Sofía lo vio.
Se hacía extraño confiar tanto en los poderes de Sofía, pero lo cierto era que Cora realmente confiaba en ella, completamente. Con mucho gusto confiaría su vida a las cosas que Sofía había visto y no había nadie con quien compartiría el viaje que no fuera Emelina.
Continuaron y se dirigieron hacia el oeste, empezaron a ver más ríos, en redes que se conectaban como los capilares que van a parar a arterias más grandes. Pronto, parecía haber tanta agua como tierra, de modo que incluso los campos de en medio estaban medio anegados, la gente trabajaba la tierra en un barro que amenazaba con convertirse en ciénaga. La lluvia parecía ser una constante y, aunque de vez en cuando Cora y Emelina se acurrucaban para pasar lo peor, la mayor parte del tiempo avanzaban.
—Mira —dijo Emelina, señalando hacia una de las riberas. Lo único que Cora vio al principio fueron los juncos que se alzaban a su lado, perturbados por todas partes por el movimiento de pequeños animales. Entonces vio la barquilla de cuero volcada en la orilla como el caparazón de una criatura con coraza.
—Oh, no —dijo Cora, adivinando lo que Emelina tenía pensado hacer.
Emelina estiró el brazo para poner una mano sobre su brazo.
—No pasa nada. Se me dan bien los barcos. Venga, lo pasarás bien.
Se dirigió hasta la barquilla de cuero y lo único que pudo hacer Cora fue seguirla, esperando en silencio que no hubiera remos. Pero había un zagual y eso parecía ser lo único que necesitaba Emelina. Enseguida se metió dentro de la barquilla de cuero y Cora tuvo que saltar dentro y ponerse a su lado o tendría que andar a lo largo de la orilla.
Cora debía admitir que era más rápido que caminar. Bajaban el río como sobrevolándolo, como una piedrecita lanzada por una mano gigante. Era tan relajante como lo había sido ir en el carro. Más relajante, ya que en el carro habían pasado la mitad del tiempo bajando para empujarlo por colinas y para sacarlo del barro. Emelina también parecía estar disfrutando de guiarla, dirigiendo los cambios en el río cuando este pasaba de aguas revueltas a tranquilas y vuelta a empezar.
Cora vio el momento en el que el agua cambió y vio que el gesto de Emelina cambiaba en el mismo instante.
—Allí… hay algo —dijo Emelina—. Algo poderoso.
«¿Qué tenemos aquí?» —preguntó una voz, que sonaba dentro de la mente de Cora. «Dos criaturas jóvenes y frescas. Acercaos más, queridas. Acercaos».
Más adelante, Cora vio… bueno, no estaba muy segura de lo que veía. Al principio, parecía una mujer hecha de agua, pero un destello de luz más tarde, tenía aspecto de caballo. La necesidad de ir hacia ella era abrumadora. Daba la sensación de que delante estaba la seguridad.
No, era más que eso; parecía que el hogar la estaba esperando allí. El hogar que siempre había deseado, con calor, una familia, seguridad…
«Eso es. Venid a mí. Puedo daros todo lo que deseéis. Nunca volveréis a estar solas».
Cora deseaba instar a la barquilla de cuero para que avanzara. Deseaba lanzarse desde ella, para estar con la criatura que tanto prometía. Se medio levantó, dispuesta a hacer exactamente eso.
—¡Espera! —exclamó Emelina—. ¡Es una trampa, Cora!
Cora notó que algo se instalaba en su mente, un muro que se alzaba entre ella y las promesas de seguridad. Veía los esfuerzos de Emelina y supo que era la chica la que tenía que estar haciéndolo, obstruyendo el poder que empujaba hacia ellas con su talentos.
«No, venid a mí» —insistió la criatura, pero era un eco distante de lo que había sido.
Cora la miró, ahora la miró de verdad. Vio el remolino de agua que había allí; vio las corrientes a su alrededor que ahogarían a cualquiera que fuera tan estúpido como para atravesarlas. Recordó las viejas historias de los espíritus del río, los caballos acuáticos, el tipo de magia peligrosa que había puesto al mundo en contra de ella.
Vio que el agua empezaba a cambiar debajo de la barquilla de cuero y hasta que la corriente no empezó a arrastrarlas hacia delante, no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo.
—¡Emelina! —exclamó—. ¡Está tirando de nosotras!
Emelina estaba inmóvil, temblando por el evidente esfuerzo mientras luchaba por evitar que la criatura