Los muertos mandan. Висенте Бласко-Ибаньес

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Los muertos mandan - Висенте Бласко-Ибаньес

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a Valldemosa.

      Al entrar en el Borne atrajo su atención la inmovilidad de varios paseantes que bajo la sombra de los copudos árboles contemplaban a unos campesinos detenidos ante el escaparate de una tienda. Febrer reconoció sus trajes, distintos de los usados por los payeses de la isla. Eran ibicencos... ¡Ah, Ibiza! El nombre de esta isla evocaba el recuerdo de un año remoto de su adolescencia pasado allá. Al ver a aquellas gentes que hacían sonreír a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaime sonrió también, mirando con interés sus trajes y figuras.

      Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesino calzaba alpargatas blancas, sobre las que caía la ancha campana de un pantalón de pana azul. Su chaqueta-blusa iba sujeta sobre el pecho con un broche, dejando ver la camisa y la faja. Un mantón obscuro de mujer descansaba sobre sus hombros como un chal, y para completar este atavío semifemenil, que contrastaba con sus facciones duras y morenas de moro, llevaba bajo el sombrero un pañuelo anudado en el mentón, con las puntas colgando sobre la espalda. El hijo, que parecía tener catorce años, iba vestido como él, con el mismo pantalón estrecho de pierna y amplio de campana, pero sin el mantón ni el pañuelo. Un lazo de color de rosa pendía sobre su pecho a guisa de corbata, un ramito de hierbas asomaba a una de sus orejas, y el sombrero de cinta bordada a flores echado sobre el cogote dejaba en libertad una onda de rizos cayendo sobre el rostro moreno, enjuto, malicioso, animado por la luz de unos ojos africanos, de intensa negrura.

      La muchacha era la que llamaba más la atención, con su falda verde de menudos pliegues, bajo la cual se adivinaba la presencia de otras faldas, hinchado globo de varias envolturas que parecía empequeñecer aún más los pies finos y graciosos encerrados en blancas alpargatas. El pecho ocultaba sus contornos salientes bajo un mantoncillo amarillento con flores rojas. De éste surgían unas mangas de terciopelo de distinto color que el jubón, adornadas con doble fila de botones de filigrana, obra de los plateros chuetas. Una triple cadena de oro deslumbrante, rematada por una cruz, partía su pecho, pero con eslabones tan enormes, que a no ser huecos la hubiesen agobiado bajo su pesadumbre. El pelo negro separábase en dos crenchas sobre la frente y se perdía bajo un pañuelo blanco anudado en el mentón, volviendo a surgir atrás en forma de trenza larga y enorme, con adorno de cintas multicolores que tocaban el borde de la falda.

      La muchacha, con una cestilla al brazo, permanecía inmóvil en el borde de la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los cafés. Era blanca y sonrosada, sin la rudeza cobriza y dura de las hembras del campo. Tenía en sus facciones una delicadeza de monja aristocrática y bien cuidada, una pálida suavidad, animada por el reflejo luminoso de la dentadura y el tímido brillo de sus ojos bajo el pañuelo semejante a una toca monástica.

      Jaime, por una curiosidad instintiva, se aproximó al padre y al hijo, vueltos de espaldas a la muchacha y enfrascados en la contemplación del escaparate. Era una tienda de armas. Los dos ibicencos examinaban una por una todas las expuestas, con ojos ardientes y gestos de devoción, cual si adorasen ídolos milagrosos. El muchacho avanzaba su cabeza de pequeño moro, como si pretendiese introducirla por el cristal.

      —Fluxas... ¡Pare, fluxas!—exclamaba con la sorpresa del que encuentra un amigo inesperado, señalando a su padre unos pistolones Lefaucheux.

      Pero la admiración de los dos era para las armas desconocidas, que les parecían maravillosas obras de arte: para las escopetas sin llaves visibles, las carabinas de repetición y las pistolas con depósito, que podían hacer seguidamente muchos disparos. ¡Lo que inventan los hombres! ¡Lo que gozan los ricos!... Aquellas armas inmóviles les parecían seres vivientes, con un alma maligna y un poder sin límites. Debían matar solas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar.

      La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre la cabeza rápidamente.

      —¡Don Chaume!... ¡Ay, don Chaume!

      Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que, agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase al mismo tiempo que hablaba tembloroso. Estaban entreteniéndose en el Borne para ir a casa de don Jaime cuando éste se hubiese levantado. Ya sabía él que los señores se acuestan tarde. ¡Qué felicidad verle!... ¡Aquí los atlots, y que mirasen bien al señor! Era don Jaime: era el amo. Diez años que no le había visto, pero lo mismo le hubiese reconocido entre mil personas.

      Febrer, desconcertado por las vehemencias cariñosas del payés y la curiosidad respetuosa de sus dos hijos, plantados ante él, no acertaba a coordinar sus recuerdos. El buen hombre adivinó este olvido en su mirada indecisa. ¿De veras que no le reconocía? Pep Arabi, de Ibiza... Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí.

      Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo. Se lo había vendido a Pep, cuyos padres y abuelos venían cultivando la finca.

      Fue esto en la época que aún tenía dinero. ¿Pero de qué podía servirle aquella tierra en una isla apartada a la que no volvería nunca?... Y en una genialidad de gran señor bondadoso, la cedió a Pep a bajo precio, capitalizándola con arreglo al arrendamiento tradicional y concediendo amplios plazos para el pago; cantidades que, al sobrevenir después épocas de apuro, habían representado muchas veces para él una alegría inesperada. Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahora sentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior.

      Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y se llamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y siete años. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.

      Quería trabajar la tierra, como su padre y sus abuelos, pero él lo destinaba al Seminario de Ibiza, ya que era listo en asuntos de letra. Sus tierras las guardaba para un muchacho bueno y trabajador que se casase con Margalida. Ya andaban muchos en la isla tras de ella, y apenas volviesen iba a empezar la temporada de los festeigs, el cortejo tradicional, para que escogiese marido.

      Pepet, su hijo, estaba llamado a más altos destinos: iba a ser cura, y después que cantase misa entraría en un regimiento o se embarcaría con rumbo a América, como lo habían hecho otros ibicencos que recogían allá mucho dinero y lo enviaban a sus padres para comprar tierras en la isla.

      ¡Ay, don Jaime, y cómo pasa el tiempo!... Él había visto al señor casi un niño, cuando pasó un verano con su madre en Can Mallorquí. Pep le había enseñado a manejar la escopeta, a cazar los primeros pájaros. «¿Se acuerda vostra mercé?...» Él estaba entonces para casarse; aún vivían sus padres. Luego sólo se habían visto una vez, en Palma, para la venta del predio—un gran favor que no olvidaba nunca—; y ahora, cuando volvía a presentarse, ya era casi un viejo, con hijos tan altos como él.

      Al explicar su viaje, enseñaba su fuerte dentadura de campesino con sonrisas de inocente malicia. ¡Una verdadera calaverada, de la que hablarían mucho tiempo las gentes allá en Ibiza! Él había sido siempre andariego y atrevido: resabios del tiempo en que fue soldado. El patrón de un laúd, gran amigo suyo, tenía carga para Mallorca, y le había invitado como por broma. Pero con él no valían bromas: ¡lo pensado, hecho al instante! Los chicos no habían estado en Mallorca; en toda la parroquia de San José, que era la suya, no llegaban a una docena las personas que conocían la capital. Muchos habían ido a América; uno había estado en Australia. Algunas vecinas hablaban de sus viajes a Argelia en faluchos contrabandistas; pero a Mallorca nadie iba, y con razón. «No nos quieren, don Jaime: nos miran como animales raros, nos creen salvajes, como si no fuésemos todos

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