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en sus emigraciones, haciéndola caer de rodillas con la emoción de un encuentro divino. En la calma de este retorcimiento tempestuoso e inmóvil, en la soledad de estos campos poblados de espantables y perennes visiones, cantaban los pájaros, extendían su invasión hasta el pie de los troncos carcomidos las flores silvestres, y las hormigas iban y venían en infinito rosario, socavando como mineras infatigables las añosas raíces.

      Gustavo Doré había dibujado—según decían muchos isleños—en estos olivares sus más fantásticas concepciones, y el recuerdo de dicho artista trajo a la memoria de Jaime el de otros más célebres que pasaron también por el mismo camino y vivieron y sufrieron en Valldemosa.

      Dos veces había visitado la Cartuja sólo por ver de cerca los lugares inmortalizados por el amor triste y enfermizo de una pareja de seres famosos. Su abuelo le había hablado muchas veces de «la francesa» de Valldemosa y su compañero «el músico».

      Un día, los habitantes de Mallorca y los peninsulares que se habían refugiado en la isla huyendo de los horrores de la guerra civil, vieron desembarcar un matrimonio extranjero acompañado de un niño y una niña. Era en 1838. Al bajar el equipaje a tierra, los isleños admiraron con asombro un piano enorme, un piano Erard, como entonces se veían pocos. El piano quedó cautivo en la Aduana, mientras se resolvía el enredo de ciertos escrúpulos administrativos, y los viajeros fueron a alojarse en una posada, alquilando después la finca de Son Vent, inmediata a Palma.

      El hombre parecía enfermo; era más joven que ella, pero enflaquecido por las dolencias, pálido, con una palidez transparente de hostia, los claros ojos brillantes de fiebre, el angosto pecho agitado por ruda y continua tos. Unas patillas finísimas sombreaban sus mejillas; una cabellera tumultuosa de león coronaba su frente, cayendo atrás en cascada de rizos. Ella era varonil y corría con todos los trabajos de la casa, como una buena burguesa más pródiga en voluntad que en habilidades. Jugaba con sus hijos lo mismo que una niña, y su rostro bondadoso y risueño ensombrecíase únicamente al oír la tos del «amado enfermo». Un ambiente de exotismo, de existencia irregular, de protesta contra las leyes que rigen a los humanos, parecía envolver a esta familia vagabunda. Ella vestía trajes de cierta fantasía, con un puñal de plata clavado en la cabellera, adorno romántico que escandalizaba a las devotas señoras mallorquinas. Además, no iba a misa a la ciudad, no hacía visitas, no salía de su casa más que para juguetear con sus hijos o sacar al sol al pobre tísico, dándole el brazo. Los niños eran tan extraordinarios como la madre: la hija iba vestida de muchacho, para correr por los campos con mayor soltura.

      Pronto la isleña curiosidad se enteró de los nombres de estos forasteros de aspecto alarmante. Ella era una francesa, autora de libros: Aurora Dupín, antigua baronesa separada de su marido, que se había hecho una reputación universal por sus novelas, firmándolas con un nombre masculino y el apellido de un asesino político: Jorge Sand. Él era un músico polaco, organismo delicado que parecía dejar un pedazo de existencia en cada una de sus obras, y se sentía moribundo a los veintinueve años. Le llamaban Federico Chopin. Los hijos eran de la novelista, que estaba ya en los treinta y cinco años.

      La sociedad mallorquina, encerrada en sus preocupaciones tradicionales, como un molusco en sus valvas, y enemiga por instinto de las novedades de París, indignóse ante este escándalo. ¡No eran casados!... ¡Y ella escribía novelas que espantaban por su audacia a las gentes de bien!... La curiosidad femenil quiso conocerlas, pero en Mallorca sólo recibía libros don Horacio Febrer, el abuelo de Jaime, y los pequeños volúmenes de Indiana y Lelia propiedad de aquél corrieron de mano en mano sin que los lectores los entendiesen. ¡Una mujer casada que escribía libros y vivía con un hombre que no era su marido!...

      Doña Elvira, la abuela de Jaime, una señora venida de Méjico, cuyo retrato había él contemplado tantas veces, y a la que se imaginaba siempre vestida de blanco, con los ojos en alto y el arpa dorada entre las rodillas, visitó a la solitaria de Son Vent. Gozábase en abrumar con su superioridad de forastera a las señoras de la isla que no sabían francés; escuchaba a la escritora sus líricos elogios de la originalidad de este paisaje africano, con sus blancas casitas, espinosos cactos, esbeltas palmeras y seculares olivos, que tan rudamente contrastaba con el armónico orden de las campiñas de Francia. Luego, doña Elvira, en las tertulias de Palma, defendía con vehemencia a la escritora, una pobre mujer apasionada, cuya vida actual era más abundante en tristezas y cuidados de hermana de la Caridad que en satisfacciones de amor. El abuelo tuvo que intervenir, prohibiendo a la esposa estas visitas para acallar murmuraciones.

      Se hizo el vacío en torno a la escandalosa pareja. Mientras los niños jugaban con su madre en el campo, como pequeños salvajes, el enfermo tosía recluido en su dormitorio, detrás de los cristales, o se asomaba a la puerta buscando un rayo de sol. Por las noches, a altas horas, era la visita de la musa, enfermiza y melancólica, y sentado al piano improvisaba entre toses y gemidos su música, de una voluptuosidad amarga.

      El dueño de Son Vent, un burgués de la ciudad, dio orden a los forasteros de levantar el campo, como si fuesen una banda de bohemios. El pianista estaba tísico, y él no quería contagiar su finca. ¿Adonde ir?... El regreso a la patria era difícil: estaban en pleno invierno, y Chopin temblaba como un pájaro abandonado pensando en los fríos de París. La isla inhospitalaria era amada, sin embargo, por la dulzura de su clima. Como único refugio se ofreció a ellos la cartuja de Valldemosa: edificio sin bellezas arquitectónicas, sin otro encanto que el de su antigüedad medioeval, pero enclavado entre montañas por cuyas laderas se derrumban bosques de pinos, teniendo como suaves cortinas que amortiguan el ardor del sol plantaciones de almendros y palmeras, entre cuyo ramaje alcanzan los ojos la verde llanura y el lejano mar. Era un monumento casi en ruinas, un convento de melodrama, lúgubre y misterioso, en cuyos claustros acampaban vagabundos y mendigos. Para entrar en él era preciso atravesar el cementerio de los frailes, con sus fosas removidas por las raíces de las plantas silvestres, que sacaban los huesos a flor de tierra. En las noches de luna vagaba por el claustro un espectro blanco, el alma de un fraile maldito que aguardaba la hora de la redención paseándose por el lugar de sus pecados.

      Allá marcharon los fugitivos un día lluvioso de invierno, azotados por el aguacero y el huracán, siguiendo el mismo camino que ahora seguía Febrer, pero un camino antiguo que sólo tenía de tal el nombre. Los carros de la caravana iban, como decía Jorge Sand, «con una rueda por la montaña y otra por el fondo de una torrentera». El músico, arrebujado en un capote, temblaba y tosía bajo la lona del toldo, estremeciéndose con los dolorosos vaivenes. La novelista seguía a pie en los malos pasos, llevando a sus hijos de la mano en este viaje de vagabundos.

      Pasaron todo el invierno en la soledad de la Cartuja. Ella, calzando babuchas y con el puñalito en la cabellera mal peinada, hacía la cocina animosamente, con la ayuda de una mozuela del país, que aprovechaba el menor descuido para engullirse los bocados destinados al «querido enfermo». Los chicuelos de Valldemosa apedreaban a los pequeños franceses, creyéndolos moros, enemigos de Dios. Las mujeres robaban a la madre al venderla los comestibles, y además la apodaban «la Bruja». Todos hacían la cruz a estos gitanos que se atrevían a vivir en una celda del monasterio, cerca de los muertos, en continuo trato con el fraile fantasma que se paseaba por el claustro.

      De día, mientras descansaba el enfermo, preparaba ella el puchero y ayudaba a la sirvienta, con sus manos finas y pálidas de artista, a mondar las legumbres. Luego corría con sus hijos a la abrupta costa de Miramar, cubierta de arboleda, donde Raimundo Lulio estableció su escuela de estudios orientales. Sólo al llegar la noche comenzaba su verdadera existencia.

      El claustro, obscuro, enorme, conmovíase con una música misteriosa que parecía venir de muy lejos, al través de los recios paredones. Era Chopin, que, inclinado ante el piano, componía sus Nocturnos. La novelista, a la luz de una vela, escribía Spiridón, la historia del monje que acaba por demoler todas sus creencias, y muchas veces cortaba su trabajo para correr al lado del músico y preparar sus tisanas, alarmada por la frecuencia de su tos. En las noches

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