Los muertos mandan. Висенте Бласко-Ибаньес
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Jaime gozaba de cierta popularidad en las sociedades y cafés de Barcelona y Valencia donde había juegos de azar. Le llamaban «el mallorquín de las onzas», porque su madre le remitía el dinero en onzas de oro, que rodaban con reflejo escandaloso sobre las mesas verdes. Al prestigio de esta magnificencia monetaria iba unido su extraño título de butifarra, que hacía sonreír en la Península, evocando en la imaginación de muchos una especie de autoridad feudal, con derechos de soberano, sobre lejanas islas.
Transcurrieron cinco años. Jaime era ya hombre, pero aún no había llegado a la mitad de sus estudios. Sus condiscípulos de la isla, al volver durante el verano, regocijaban a los contertulios de los cafés del Borne con el relato de las aventuras de Febrer en Barcelona. Le veían del brazo por las calles con mujeres de llamativo lujo; la gente bravia que frecuenta las timbas guardaba grandes respetos al «mallorquín de las onzas» por su fuerza y su coraje. Contaban que una noche había agarrado a cierto matón, levantándolo en vilo con sus brazos de atleta para arrojarlo por una ventana. Y los mallorquines pacíficos, al oír esto, sonreían con un orgullo de localidad. Era un Febrer, un verdadero Febrer. La isla producía mozos bravos como siempre.
La buena doña Purificación, madre de Jaime, tuvo un grave disgusto y una alegría maternal al saber que cierta hembra escandalosa había llegado a la isla en seguimiento de su hijo. La comprendía y la excusaba. ¡Un mozo tan guapo como su Jaime!... Pero la mozuela alborotó con sus trajes y ademanes las tranquilas costumbres de la ciudad; las buenas familias se indignaron, y doña Purificación trató con ella, valiéndose de intermediarios, para darle dinero y que abandonase la isla.
En otras vacaciones el escándalo fue mayor. Jaime, que cazaba en Son Febrer, tuvo relaciones con una payesa joven y hermosa, y casi anduvo a escopetazos con un mozo rústico que la pretendía. Sus amores campestres le ayudaban a pasar el destierro del verano. Era un legítimo Febrer, lo mismo que su abuelo. La pobre señora sabía a qué atenerse respecto a aquel suegro siempre serio y correcto, que acariciaba la barbilla de las payesas jóvenes con una frialdad de señor grave. En los alrededores del predio de Son Febrer eran muchos los mozos que tenían la cara de don Horacio; pero su esposa la mejicana, alma poética, vivía muy por encima de estas vulgaridades, mientras con el arpa en las rodillas y los ojos entornados recitaba las poesías de Ossián. Las rústicas beldades de nítido rebocillo, trenza suelta y blancas alpargatas atraían a los pulcros y señoriales Febrer con una fuerza irresistible.
Cuando doña Purificación se quejaba de las largas excursiones de caza que emprendía su hijo por la isla, éste se quedaba en la ciudad, pasando el día en el jardín para ejercitarse en el tiro de pistola. Enseñaba a su asustadiza madre un saco guardado a la sombra de un naranjo.
—¿Ve usted esto?... Es un quintal de pólvora. Hasta que no lo queme no descanso.
Y madó Antonia temía asomarse a las ventanas de su cocina, y las monjas que ocupaban una parte del antiguo palacio mostraban un instante sus tocas blancas, ocultándose inmediatamente como palomas amedrentadas por el continuo tiroteo.
El jardín, encerrado entre tapias almenadas lindantes con la muralla de mar, estremecíase de la mañana a la noche bajo el estrépito de las detonaciones. Huían los pájaros con medroso aleteo; trepaban por los agrietados muros verdosos lagartos, ocultándose entre las capas de hiedra; trotaban los gatos por las avenidas con un galope de terror. Los árboles eran viejísimos, respetables, como el palacio: naranjos centenarios, de tronco retorcido, que necesitaban el apoyo de un cerco de horquillas para sostener sus miembros venerables; magnolieros gigantes, con más leña que hojas; palmeras infecundas, que se remontaban en el espacio azul buscando el mar por encima de las almenas para saludarlo con vaivenes de su cabeza empenachada.
El sol hacía crujir las cortezas de los árboles y estallar las simientes olvidadas a flor de tierra; danzaban como chispas de oro los insectos zumbadores en las barras de luz que perforaban el follaje; caían con blando chapoteo, de tarde en tarde, los higos maduros despegándose de las ramas; sonaba a lo lejos el arrullo del mar, batiendo las rocas al pie de la muralla; y en esta calma poblada de murmullos seguía Febrer disparando pistoletazos. Era ya un maestro. Cuando apuntaba al monigote dibujado en el muro, lamentábase de que no fuese un hombre, un enemigo odiado al que necesitase exterminar. Esta bala iba al corazón. ¡Pum! Y sonreía satisfecho al ver marcarse el agujero del proyectil en el mismo lugar a que había apuntado.
El estrépito de los tiros, el humo de la pólvora, despertaban en su imaginación belicosas fantasías, historias de lucha y de muerte en las que siempre era un héroe triunfador. ¡Veinte años, y aún no se había batido!... Necesitaba un lance para dar prueba de su coraje. Era una desgracia que no tuviese enemigos, pero ya procuraría crearse alguno cuando volviera a la Península. Y persistiendo en estos desvaríos de su imaginación, excitada por el estampido de las detonaciones, fingía un lance de honor. Su adversario le tocaba al primer tiro y él caía al suelo. Aún tenía la pistola en la mano; debía defenderse, debía contestar tendido en el suelo. Y con gran escándalo de su madre y de madó Antonia, que al asomarse le creían loco, permanecía echado de bruces y disparaba en esta posición, amaestrándose «para cuando le hiriesen».
Al volver a la Península con el propósito de seguir sus interminables estudios, iba fortalecido por la vida de campo, arrogante por sus ensayos del jardín y deseoso de tener el ansiado duelo con el primero que le diese el más leve pretexto. Pero como era hombre cortés, incapaz de injustas provocaciones, y su aspecto imponía respeto a los insolentes, transcurría el tiempo y el lance no llegaba. Su vitalidad exuberante, su fuerza impulsiva, consumíanse en obscuras aventuras y estúpidos derroches, de los que hablaban luego en la isla con admiración los compañeros de estudios.
Viviendo en Barcelona, recibió un telegrama anunciador de que su madre estaba enferma de gravedad. Tardó dos días en embarcarse: no había un buque pronto a zarpar. Cuando llegó a la isla, su madre había muerto. De la antigua familia que había visto en su niñez no quedaba nadie. Sólo madó Antonia le podía recordar los tiempos pasados.
Cuando se vio dueño de la fortuna de los Febrer y en plena libertad, tenía veintitrés años. La tal fortuna estaba roída por las esplendideces de sus ascendientes y abrumada con toda clase de gravámenes. La casa de Febrer era grande, como esos buques que al encallar y perderse para siempre hacen la riqueza de la costa adonde van a morir. Sus restos y despojos, que hubieran mirado con desprecio los antiguos, representaban aún una fortuna.
Jaime no quiso pensar, no quiso saber. Necesitaba vivir, ver mundo, y renunció a sus estudios. ¿Qué le importaban las leyes y costumbres romanas y los cánones eclesiásticos para pasar una buena existencia? Ya sabía bastante. En realidad, lo mejor y más ameno de sus conocimientos se lo debía a su madre, cuando él vivía, siendo niño, en el palacio, sin haber visto maestros. Ella le había enseñado algo de francés y un poco de piano en un antiguo instrumento de teclas amarillentas y gran frontispicio de seda roja que casi llegaba al techo. Otros sabían menos que él y eran tan caballeros y mucho más dichosos. ¡A vivir!....
Permaneció dos años en Madrid. Tuvo amantes que le dieron cierta popularidad, caballos famosos, alborotó en los entresuelos de Fornos, fue íntimo amigo de un torero célebre y jugó fuerte. Tuvo un duelo, pero