Los muertos mandan. Висенте Бласко-Ибаньес
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De Constanza pasaron a Suiza, y después a Italia. Un año anduvieron juntos, contemplando paisajes, viendo museos, visitando ruinas, cuyas sinuosidades y escondrijos aprovechaba Jaime para besar la nacarada piel de Mary, gozándose en sus auroras de rubor y en el gesto de enfado con que protestaba: «¡Shocking!...» La acompañanta, insensible como una maleta a las novedades del viaje, seguía la confección de un gabán de punto de Irlanda empezado en Alemania, seguido a través de los Alpes, a lo largo de los Apeninos y a la vista del Vesubio y del Etna. Privada de poder hablar con Febrer, que ignoraba el inglés, lo saludaba con el brillo amarillento de sus dientes y volvía a su trabajo, siendo una figura decorativa de los halls de los hoteles.
Los dos amantes hablaban de casarse. Mary resolvía la situación con enérgica rapidez. A su padre sólo necesitaba escribirle dos líneas. Estaba muy lejos, y además nunca le había consultado en ningún asunto. Aprobaría cuanto ella hiciese, seguro de su seso y prudencia.
Estaban en Sicilia, tierra que recordaba a Febrer su isla. También los antiguos de la familia habían andado por allí, pero con la coraza sobre el pecho y en peor compañía. Mary hablaba del porvenir, arreglando la parte financiera de la futura sociedad con el sentido práctico de su raza. No le importaba que Febrer tuviese poca fortuna: ella era rica para los dos. Y enumeraba todos sus bienes, tierras, casas y acciones, como un administrador seguro de su memoria. Al regresar a Roma se casarían en la capilla evangélica y en una iglesia católica. Ella conocía a un cardenal que le había proporcionado una visita al Papa. Su Eminencia lo arreglaría todo.
Jaime pasó una noche en claro en un hotel de Siracusa... ¿Casarse? Mary era agradable: embellecía la vida y llevaba con ella una fortuna. ¿Pero realmente se casaba con él?... Comenzaba a molestarle el otro, el fantasma ilustre que había surgido en Zurich, en Venecia, en todos los lugares visitados por ellos que guardaban recuerdos del paso del maestro... Él se haría viejo, y la música, su temible rival, se conservaría siempre fresca. Dentro de pocos años, cuando el matrimonio hubiese quitado a sus relaciones el encanto de lo ilegal, el deleite de lo prohibido, Mary encontraría algún director de orquesta más semejante aún «al otro», o un violonchelista feo, melenudo y de pocos años que le recordase a Beethoven muchacho. Además, él era de otra raza, de otras costumbres y pasiones. Estaba cansado de aquella reserva pudibunda en el amor, de aquella resistencia a la entrega definitiva que le gustaba al principio, como una renovación de la mujer, pero había acabado por fatigarle. No; aún era tiempo de salvarse.
—Lo siento por lo que pensará de España... Lo siento por don Quijote—dijo haciendo su maleta en la madrugada.
Y huyó, yendo a perderse en París, adonde la inglesa no iría a buscarle. Odiaba a esta ciudad ingrata por la silba del Tannhauser, suceso ocurrido muchos años antes de nacer ella.
De estas relaciones, que habían durado un año, sólo guardó Jaime el recuerdo de una felicidad agrandada y embellecida por el paso del tiempo y un mechón de cabellos rubios. También debía tener entre varias guías de viaje y numerosas postales con vistas, guardadas en un mueble antiguo de su caserón, un retrato de la doctora en música, vistiendo una toga de luengas mangas y un birrete cuadrado del que pendía una borla.
De la vida que llevó después apenas se acordaba. Era un vacío de tedio cortado por congojas monetarias. El administrador mostrábase tardo y doliente en sus remesas. Jaime le pedía dinero, y contestaba con cartas quejumbrosas, hablando de intereses que había que satisfacer, de segundas hipotecas para las cuales apenas encontraba prestamistas, de irregularidad de una fortuna en la que no quedaba nada libre de gravamen.
Creyendo que con su presencia podía solucionar esta mala situación, Febrer hacía cortos viajes a Mallorca, terminados siempre por la venta de alguna finca; y apenas veía dinero en sus manos, levantaba otra vez el vuelo, sin prestar oído a los consejos del administrador. El dinero le comunicaba un optimismo sonriente. Todo se arreglaría. A última hora contaba con el recurso del matrimonio. Mientras tanto... ¡a vivir!
Y vivió todavía algunos años, unas veces en Madrid, otras en las grandes ciudades del extranjero, hasta que al fin el administrador cerró este período de alegres prodigalidades enviando su dimisión, sus cuentas, y con ellas la negativa a seguir remitiendo dinero.
Un año llevaba en la isla «enterrado», como él decía, sin otra diversión que las noches de juego en el Casino y las tardes pasadas en el Borne en una mesa de antiguos camaradas, isleños sedentarios que gozaban con el relato de sus viajes. Apuros y miserias: ésta era la realidad de su vida presente. Los acreedores le amenazaban con inmediatas ejecuciones.
Aún conservaba aparentemente Son Febrer y otros bienes de sus antepasados, pero la propiedad producía poco en la isla; las rentas, por una costumbre tradicional, eran iguales que en tiempo de sus abuelos, pues las familias de arrendatarios se perpetuaban en el disfrute de las fincas. Estos pagaban directamente a sus acreedores, pero aun así, no llegaban a satisfacer la mitad de los intereses. Los ricos adornos del palacio sólo los conservaba como un depósito. La noble casa de los Febrer estaba sumergida y él era incapaz de sacarla a flote. Pensaba fríamente algunas veces en la conveniencia de salir del mal paso sin humillaciones ni deshonras, haciendo que le encontrasen una tarde en el jardín, dormido para siempre bajo un naranjo, con un revólver en la diestra.
En tal situación, alguien le sugirió una idea al salir del Casino, después de las dos de la madrugada, a la hora en que el insomnio nervioso hace ver las cosas con una luz extraordinaria que parece darles distinto relieve. Don Benito Valls, el rico chueta, le apreciaba mucho. Varias veces había intervenido espontáneamente en sus asuntos, librándole de peligros inminentes. Era simpatía a su persona y respeto a su nombre. Valls no tenía más que una heredera, y además estaba enfermo: la exuberancia prolífica de su raza se había desmentido en él. Su hija Catalina había querido ser monja en la adolescencia; pero ahora, pasados los veinte años, sentía gran amor por las vanidades del mundo, y compadecía tiernamente a Febrer cuando hablaban ante ella de sus desgracias.
Jaime se resistió a la proposición casi con tanto asombro como madó Antonia. ¡Una chueta!... Pero la idea fue abriéndose camino, lubrificada en su incesante taladro por los apuros y las miserias crecientes que acompañaban la llegada de cada día. ¿Por qué no?... La hija de Valls era la heredera más rica de la isla, y el dinero no tiene sangre ni raza.
Al fin había cedido a las instancias de algunos amigos, oficiosos mediadores entre él y la familia, y aquella mañana iba a almorzar en la casa de Valldemosa, donde vivía Valls gran parte del año para alivio del asma que le ahogaba.
Jaime hizo un esfuerzo de memoria queriendo recordar a Catalina. La había visto varias veces, en las calles de Palma. Buena figura, rostro agradable. Cuando viviera lejos de los suyos y vistiese mejor, sería una señora «presentable»... ¿Pero podía amarla?...
Febrer sonrió escépticamente. ¿Acaso resultaba necesario el amor para casarse? El matrimonio era un viaje a dos por el resto de la vida, y únicamente había que buscar en la mujer las condiciones que se exigen en un compañero de excursión: buen carácter, identidad de gustos, las mismas aficiones en el comer y en el dormir... ¡El amor! Todos se creían con derecho a él, y el amor era como el talento, como la belleza, como la fortuna, una dicha especial que sólo disfrutaban contadísimos privilegiados. Por suerte, el engaño venía a ocultar esta cruel desigualdad, y todos los humanos acababan sus días pensando nostálgicamente en la juventud, creyendo haber conocido realmente el amor, cuando no habían sentido otra cosa que el delirio de un contacto de epidermis.