Los muertos mandan. Висенте Бласко-Ибаньес
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Poco a poco Febrer fue pasando las tardes en la habitación de la inglesa. Habían terminado las representaciones del festival de Mozart. Miss Gordon necesitaba diariamente el alimento espiritual de la música. Tenía un piano en su salón y un rimero de partituras que la acompañaban en sus viajes. Jaime sentábase junto a ella, frente al teclado, y procuraba seguirla como acompañante en las piezas que interpretaba, siempre del mismo autor, del dios, del único. El hotel estaba próximo a la estación, y el ruido de camiones, coches y tranvías enervaba a la inglesa, haciéndola cerrar las ventanas. La dama de compañía quedábase en su cuarto, satisfecha de verse libre de aquel chaparrón musical, cuyas delicias no podían compararse con las de hacer una buena labor de punto de Irlanda. Miss Gordon, sola con el español, le trataba como una maestra.
—A ver, otra vez: repitamos el tema de «la espada». Ponga usted atención.
Pero Jaime se distraía contemplando de reojo el cuello largo y blanquísimo de la inglesa, erizado de pelillos de oro, la red de venas azules que se marcaba levemente en la transparencia de su epidermis nacarada.
Llovía una tarde; el cielo plomizo parecía rozar los tejados de las casas; en el salón había una luz difusa de bodega. Tocaban casi a tientas, avanzando las cabezas para leer en la mancha blanca de la partitura. Zumbaba la selva de los encantos, moviendo sus verdes y rumorosas cabelleras ante el rudo Sigfrido, inocente hijo de la Naturaleza, ansioso de conocer el lenguaje y el alma de las cosas inanimadas. Cantaba el pájaro maestro, haciendo resaltar su dulce voz entrecortada sobre los murmullos del follaje. Mary se estremeció.
—¡Ah, poeta!... ¡poeta!
Y siguió tocando. Luego, en la creciente obscuridad del salón sonaron los rudos acordes que acompañan al héroe a la tumba; la fúnebre marcha de los guerreros llevando sobre el pavés el cuerpo membrudo, blanco y rubio de Sigfrido, interrumpida por la frase melancólica del dios de los dioses. Mary seguía temblando, hasta que de pronto sus manos abandonaron el teclado y su cabeza fue a posarse en un hombro de Jaime, como un pájaro que abate sus alas.
—¡Oh, Richard!... ¡Richard, mon bien aimée!
El español vio sus ojos extraviados y su boca llorosa que se ofrecían; sintió en sus manos las manos frías de ella, le envolvió su aliento. Sobre su pecho se aplastaron ocultas redondeces de elástica y firme dureza cuya existencia no había podido sospechar.
Y aquella tarde no hubo más música.
A media noche, cuando se acostó Febrer, aún no había salido de su asombro. Él era el precursor, el primero que llega; no tenía dudas. Después de tantos miramientos, así habían ocurrido las cosas, con la mayor simpleza, como quien ofrece la mano, sin que él pusiera nada de su parte.
Otro de sus asombros había sido oírse llamar con un nombre que no era el suyo. ¿Quién podía ser aquel Ricardo?... Pero en la hora de dulces y soñolientas explicaciones que siguen a las de locura y olvido, ella le había hablado de la impresión que sintió en Bayreuth al verle por primera vez entre las mil cabezas que llenaban el teatro. ¡Era él... él, como le representaban sus retratos de joven! Y al encontrarle de nuevo en Munich bajo el mismo techo, había sentido que la suerte estaba echada y era inútil luchar por desprenderse de esta atracción.
Febrer se examinó con irónica curiosidad en el espejo de su cuarto. ¡Lo que una mujer es capaz de descubrir! Sí; algo tenía del otro... la frente pesada, los cabellos lacios, la nariz picuda y la barba saliente, que, andando los años, se inclinarían buscándose, para darle cierto perfil de bruja... ¡Excelente y glorioso Ricardo! ¡Por dónde había venido a proporcionarle una de las mayores felicidades de su vida!... ¡Qué hembra tan original aquélla!
Y su asombro aún se aumentó en los otros días, mezclado con cierta amargura. Era una mujer que parecía renovarse diariamente, olvidando lo pasado. Le recibía con grave tiesura, como si nada hubiese ocurrido, como si en ella no dejasen rastro los hechos, como si el día anterior no existiese, y únicamente cuando la música evocaba la memoria del otro venían el enternecimiento y la sumisión.
Jaime, irritado, se proponía dominarla: por algo era hombre. Al fin fue consiguiendo que el piano sonase menos y que ella viese en su persona algo más que un retrato viviente del ídolo.
En su feliz embriaguez les pareció feo Munich y enojoso aquel hotel donde les habían conocido extraños el uno al otro. Sentían la necesidad de arrullarse libremente, de volar lejos, y un día se vieron en un puerto que tenía a su entrada un león de piedra y más allá la líquida planicie de un lago inmenso que se confundía con el cielo en la línea del horizonte. Estaban en Lindau. Un vapor podía llevarlos a Suiza, otro a Constanza, y prefirieron la tranquila ciudad alemana del famoso Concilio, yendo a instalarse en el Hotel de la Isla, antiguo monasterio de dominicos.
¡Cómo se conmovía Febrer al recordar este período, el mejor de su existencia! Mary seguía siendo para él una mujer de carácter original, en la que siempre quedaba algo por conquistar, abordable a ciertas horas y repelente y austera el resto del día. Era su amante, y sin embargo no podía permitirse un descuido, una libertad que revelase la confianza de la vida común. La más leve alusión a sus intimidades la hacía enrojecer de protesta: «¡Shocking!...»
Y no obstante, todas las madrugadas, al romper el alba, Febrer, siguiendo los corredores del antiguo convento, regresaba a su cuarto, deshacía la cama para que no sospechasen los sirvientes y se asomaba al balcón. Cantaban los pájaros en un jardín de altos rosales situado a sus pies. Más allá, el lago de Constanza se coloreaba de púrpura con la salida del sol. Los primeros esquifes de pesca partían las aguas con ondulaciones de color anaranjado; sonaban a lo lejos, veladas por la húmeda brisa mañanera, las campanas de la catedral; comenzaban a rechinar las grúas en la orilla donde el lago deja de serlo, encauzándose para convertirse en el Rhin; los pasos de los criados y los frotes de la limpieza despertaban en el hotel los ecos del claustro monacal.
Junto al balcón, adosada al muro, y tan inmediata que Febrer podía tocarla con la mano, había un torrecilla con montera de pizarra y antiguos escudos en su pared circular. Era la torre donde había vivido preso Juan Huss antes de marchar a la hoguera.
El español pensaba en Mary. A aquellas horas estaría en la penumbra perfumada de su habitación, con la rubia cabecita entre los brazos, durmiendo el primer sueño serio de la noche, cansado el cuerpo y vibrante aún por la más noble de las fatigas... ¡Pobre Juan Huss! Jaime le compadecía como si hubiese sido amigo suyo. ¡Quemarle ante un paisaje tan hermoso, tal vez una mañana como aquélla!... ¡Meterse en la boca del lobo y dar la vida por si el Papa era bueno o malo, o los laicos debían comulgar con vino lo mismo que los sacerdotes! ¡Morir por tales simplezas cuando la vida es tan hermosa y el hereje hubiera podido amenizarla ricamente con cualquiera de las rubias pechugonas y caderudas, amigas de cardenales, que presenciaron su suplicio!... ¡Infeliz apóstol! Febrer compadecía irónicamente la simpleza del mártir. Él veía la existencia con otros ojos... ¡Viva el amor!... Era lo único serio de la