Los muertos mandan. Висенте Бласко-Ибаньес
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Ya no era «el mallorquín de las onzas». El depósito de redondeles de oro guardado por su madre se había extinguido; pero arrojaba los billetes pródigamente en las mesas de juego, y cuando venía «la mala» escribía a su administrador, un abogado hijo de una familia de antiguos mossons, dependientes de los Febrer desde hacía siglos.
Se cansó de Madrid, donde se consideraba casi un extranjero. Perduraba en él el alma de los antiguos Febrer, grandes viajeros de todos los países menos de España, pues siempre habían vivido vueltos de espaldas a sus reyes. Muchos de sus abuelos eran familiares de todas las ciudades importantes del Mediterráneo; habían visitado a los príncipes de los pequeños Estados italianos, habían sido recibidos en audiencia por el Papa y por el Gran Turco, pero jamás se les ocurrió ir a Madrid.
Además, Febrer se irritaba muchas veces con sus parientes de la corte, jóvenes orgullosos de sus títulos nobiliarios, que sonreían al mencionar su rara cualidad de butifarra. ¡Y pensar que la familia había dejado que pasasen a los parientes de la Península varios marquesados, prefiriendo este título supremo de nobleza isleña y el goce de las altas dignidades caballerescas de Malta!...
Comenzó a viajar por Europa, fijando su residencia el otoño y parte del invierno en París, los meses de frío en la Costa Azul, la primavera en Londres y el verano en Ostende, con varias expediciones a Italia, a Egipto y a Noruega para ver el sol de media noche.
En esta nueva existencia apenas era conocido. Vivía como un viajero más, insignificante glóbulo circulante de la gran red arterial que el ansia del viaje extiende sobre el continente. Pero esta vida de continuo movimiento, con monotonías abrumadoras e inesperadas aventuras, satisfacía sus instintos atávicos, las aficiones heredadas de sus remotos ascendientes, grandes visitadores de pueblos nuevos.
Además, esta existencia errante halagaba su ansia por todo lo extraordinario. En los hoteles de Niza, falansterios de la corrupción mundial correcta e hipócrita, se había visto agraciado en la obscuridad de su cuarto por las más inesperadas visitas. En Egipto había tenido que huir de las caricias decadentes de una condesa húngara, marchita flor de elegancia, de ojos hundidos y violento perfume, que revelaba bajo tersos y juveniles esmaltes la podredumbre de su carne.
Estando en Munich cumplió veintiocho años. Había ido poco antes a Bayreuth para una representación de las óperas de Wagner, y ahora, en la capital de Baviera, asistía al teatro de la Residencia, donde se verificaba el festival de Mozart. Jaime no era melómano, pero su vida errante le obligaba a ir donde iba la gente, y su condición de pianista aficionado le había hecho asistir dos años seguidos a esta romería musical.
En el hotel que habitaba en Munich encontró a miss Mary Gordon, a la que había visto antes en el teatro de Wagner. Era una inglesa alta, esbelta, de pocas y finas carnes; un cuerpo de gimnasta, en el que los deportes habían contenido las amenas redondeces femeniles, dándola un aspecto juvenil, sano y asexual de bello muchacho. La cabeza era lo más hermoso: una cabeza de paje, con transparencias de porcelana, sonrosadas naricillas de perro juguetón, húmedos ojos azules y una cabellera rubia, de oro blanquecino en la superficie y oro obscuro en sus profundidades. Su belleza era adorable y frágil; la belleza británica que se pierde a los treinta años bajo violáceas rubicundeces y granulaciones de la piel.
En el restorán había sorprendido Jaime repetidas veces la mirada de sus ojos azules, cándidos y tranquilamente atrevidos, fijos en él. Iba con una dama gorda, fofa y de rostro arrebolado, una señora de compañía vestida de negro, con un sombrero de paja roja y un cinturón de igual color que partía en dos abultados hemisferios su pecho y su vientre. Ella, juvenil y ligera, parecía una flor de oro y nácar dentro de sus vestidos de franela blanca, de corte masculino, con corbata de hombre y un panamá de alas caídas, al que se arrollaba un velo azul.
Febrer se encontraba con ellas frecuentemente: en la Pinacoteca, frente a los Evangelistas de Durero; en la Glicoteca, contemplando los mármoles de Egina; en el teatro rococó de la Residencia, donde cantaban las obras de Mozart, sala de otro siglo, con una decoración de porcelana y guirnaldas que parecía imponer a los espectadores el uso del tacón de púrpura y la peluca blanca. Habituados a verse, Jaime la saludaba con una sonrisa, y ella parecía contestarle tímidamente con el brillo de sus ojos.
Una mañana, al salir de su cuarto, encontró a la inglesita en un rellano de la escalera. Inclinaba su busto de muchacho sobre la barandilla.
—¡Lift!¡lift!—gritaba con su vocecita de pájaro, avisando al encargado del ascensor para que lo subiese.
La saludó Febrer al entrar con ella en la caja movible y dijo algunas palabras en francés para entablar conversación. La inglesa callaba, mirándolo fijamente con sus pupilas azules claras, en las que parecía flotar una estrella de oro. Permaneció inmóvil como si no le entendiese, pero Jaime la había visto en el salón de lectura hojeando diarios de París.
Al salir del ascensor, la inglesa se dirigió con paso rápido a la oficina donde estaba pluma en mano el cajero del hotel. Éste la escuchó con gesto obsequioso, como un políglota pronto a entender a todos los huéspedes, y saliendo de su encierro fuese hacia Jaime, que fingía leer los anuncios del vestíbulo, turbado aún por su fracaso. Febrer creyó que no le hablaban a él. «Señor, esta señorita me pide que le presente.»
Y volviéndose hacia la inglesa, el hotelero añadió con germana tranquilidad, como quien cumple un deber de su cargo:
—Monsieur el hidalgo Febrer, marqués de España.
Sabía su obligación. Todo español que viaja con buenas maletas es hidalgo y marqués mientras no prueba lo contrario.
Luego indicó con sus ojos a la inglesa, que permanecía tiesa y grave durante esta ceremonia, sin la cual ninguna joven bien nacida puede cruzar su palabra con un hombre: «Miss Gordon, doctora de la Universidad de Melbourne.»
La miss alargó su manecita enguantada de blanco y sacudió con una rudeza gimnástica la diestra de Febrer. Sólo entonces se decidió a hablar.
—¡Oh, España!... ¡Oh, don Quichotte!
Sin saber cómo, salieron los dos del hotel hablando de las representaciones a que asistían por las tardes. Aquel día no era de teatro, y ella pensaba ir a la pradera llamada Teresienwiese, al pie de la estatua de la Bavaria, para ver la feria de los tiroleses y escuchar sus canciones. Después de almorzar en el hotel visitaron el campo de la feria; subieron a la cabeza de la enorme estatua, contemplando la planicie bávara, sus lagos y sus lejanas montañas; recorrieron la Galería de la Gloria, llena de bustos de bávaros célebres, cuyos nombres leían por primera vez, y acabaron yendo de barraca en barraca, admirando los trajes de los tiroleses, sus bailes gimnásticos, sus gorjeos y trinos iguales a los del ruiseñor.
Marchaban los dos como si se hubiesen conocido toda la vida, admirando Jaime en los ademanes de miss Gordon esa libertad varonil de las muchachas sajonas, que no temen el contacto con el hombre y se sienten fuertes al ser guardadas por ellas mismas. Desde aquel día salieron juntos a correr los museos, las academias, las viejas iglesias, unas veces solos, otras con la señora de compañía, que se esforzaba por seguir sus pasos. Eran dos camaradas que se comunicaban sus impresiones sin pensar nunca en la diversidad de sus sexos. Jaime sentía deseos de aprovecharse de esta intimidad diciendo galanterías, osando pequeños atrevimientos; pero se detenía en el momento oportuno. Con estas mujeres era peligrosa la acción, se mantienen impasibles, a prueba de toda clase de impresiones. Debía esperar que fuese ella la que tomase la iniciativa. Eran hembras que podían ir solas por el mundo, sintiéndose capaces de interrumpir los arrebatos de pasión con golpes de boxeo. Algunas había visto él en sus viajes que llevaban en el manguito,