Los muertos mandan. Висенте Бласко-Ибаньес

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Los muertos mandan - Висенте Бласко-Ибаньес

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Después sentábase en el cementerio de los monjes, esperando en vano la aparición del fantasma para animar su monótona existencia con algo novelesco.

      Una noche de Carnaval, la Cartuja fue invadida por los moros. Eran jóvenes de Palma que después de recorrer la ciudad disfrazados de berberiscos pensaron en «la francesa», avergonzados sin duda del aislamiento en que la tenían las gentes. Llegaron a media noche, turbando con sus canciones y guitarreos la calma misteriosa del convento, haciendo aletear medrosos a los pajarracos albergados en las ruinas. En una pieza de la celda bailaron danzas españolas, que el músico seguía atentamente con sus ojos de fiebre, mientras la novelista iba de un grupo a otro, sintiendo la simple alegría de la burguesa que no se ve olvidada.

      Esta fue su única noche feliz en Mallorca. Luego, al volver la primavera, el «amado enfermo» se sintió mejor y emprendieron el lento retorno a París. Eran aves de paso que detrás de su invernaje no dejaban otra huella que la del recuerdo. Ni siquiera pudo saber Jaime con certeza qué habitación había sido la suya. Las reformas realizadas en el convento habían borrado todo vestigio. Muchas familias de Palma veraneaban ahora en la Cartuja, convirtiendo las celdas en hermosas habitaciones, y cada cual quería que la suya fuese la de Jorge Sand, infamada y despreciada por sus abuelas. Febrer había visitado el convento con un nonagenario de los que fueron vestidos de moros a dar serenata a la francesa. No se acordaba de nada; no podía reconocer la habitación.

      El nieto de don Horacio sentía una especie de amor retrospectivo hacia aquella mujer extraordinaria. La veía como en los retratos de su juventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigmáticos bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien. ¡Pobre Jorge Sand! El amor había sido para ella lo que la antigua esfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sentía en el corazón su zarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeldías del amor las había conocido aquella mujer. La hembra caprichosa de las noches venecianas, la infiel compañera de Musset, era la misma enfermera que guisaba la cena y preparaba las tisanas al moribundo Chopin en la soledad de Valldemosa... ¡Si él hubiese conocido una mujer así, una mujer que llevase dentro mil mujeres, toda la infinita variedad femenil de dulzuras y crueldades!... ¡Ser amado por una hembra superior, a la que pudiera imponer el ascendiente varonil y que al mismo tiempo le inspirase respeto por su grandeza intelectual!...

      Quedó Febrer largo rato como adormecido por este deseo, mirando el paisaje sin verlo. Luego sonrió irónicamente, como si compadeciese su insignificancia. Recordaba el objeto de su viaje y se tenía lástima. Él, que soñaba con grandes amores desinteresados y extraordinarios, iba a venderse, ofreciendo su mano y su nombre a una mujer que apenas había visto; a contraer una alianza que escandalizaría a toda la isla... ¡Digno término de una vida inútil y atolondrada!

      El vacío de su existencia se le aparecía ahora claramente, sin los engaños de la presunción personal. La proximidad del sacrificio lo hacía replegarse en sus recuerdos, cual si buscase en ellos una justificación de los actos presentes. ¿Para qué había servido su paso por el mundo?...

      Volvió otra vez a las memorias de su infancia que había evocado en el camino de Sóller. Veíase en el venerable caserón de los Febrer con sus padres y su abuelo. Era hijo único. Su madre, una señora pálida, de belleza melancólica, había quedado enferma a consecuencia de su nacimiento. Don Horacio vivía en el segundo piso, en compañía de un viejo criado, como si fuese un huésped en la casa, mezclándose con la familia o aislándose de ella a su capricho.

      Jaime, en medio de la vaguedad de sus recuerdos infantiles, contemplaba con saliente relieve la figura de su abuelo. Jamás había encontrado una sonrisa en aquel rostro de patillas blancas, que contrastaban con sus ojos negros e imperiosos. Los de la casa tenían prohibido subir a sus habitaciones. Nadie le había visto más que en traje de calle, con una pulcritud minuciosa. El nieto, que era el único que podía subir a su dormitorio a todas horas, encontrábale de buena mañana con su levita azul, alto cuello de puntas y la negra corbata arrollada en varias vueltas, sujeta por una perla enorme. Hasta en días de enfermedad conservaba su aspecto correcto, de una elegancia antigua. Si la dolencia le obligaba a guardar cama, daba órdenes al criado para que no recibiese ni a su hijo.

      Febrer pasaba las horas sentado a los pies de su abuelo, escuchando sus relatos e intimidado por la enorme cantidad de libros que desbordaba de los armarios, extendiéndose por sillas y mesas. Le veía igual en todo tiempo, con su levita forrada de seda roja, que parecía siempre la misma y era renovada, sin embargo, cada seis meses. Las estaciones no traían otra mudanza que el convertir el invernal chaleco de terciopelo en otro de seda bordada. Cifraba su principal orgullo en la ropa blanca y en los libros. Le traían del extranjero docenas de docenas de camisas, que muchas veces amarilleaban olvidadas, sin estrenar, en el fondo de los armarios. Los libreros de París enviábanle enormes paquetes de volúmenes recién publicados, y en vista de sus continuas demandas, escribían en la dirección una línea que don Horacio mostraba con burlona complacencia: «Mercader de libros.»

      Hablaba al último de los Febrer con una bondad de abuelo, esforzándose por que entendiese sus relatos, a pesar de que era parco en palabras y poco sufrido en sus relaciones con la familia. Le contaba sus viajes a París y Londres: los primeros en buque de vela hasta Marsella y luego en silla de posta; los otros en vapores de ruedas y en camino de hierro, grandes inventos cuya infancia había presenciado. Hablaba de la sociedad en la época de Luis Felipe; de los grandes estrenos del romanticismo, a los que había asistido; de las barricadas que había visto levantar desde su cuarto, callándose que al mismo tiempo abarcaba el talle de una «griseta» asomada junto a él.

      Su nieto había nacido en buen tiempo: el mejor de todos. Don Horacio se acordaba de sus desavenencias con su terrible padre, que le habían obligado a viajar por Europa; aquel caballero que salía al encuentro del rey Fernando para pedirle la vuelta a los usos antiguos, y bendecía a los hijos diciéndoles: «Dios te haga un buen inquisidor.»

      Luego enseñaba a Jaime grandes estampas con vistas de las ciudades en las que había vivido, y que al niño le parecían poblaciones de ensueño. Algunas veces se quedaba contemplando el retrato de «la abuela del arpa», de su esposa, la interesante doña Elvira, el mismo lienzo que estaba ahora en el recibimiento con las demás señoras de la familia. No parecía conmoverse. Conservaba la misma gravedad con que acompañaba las bromas a que era aficionado y las palabras gruesas que matizaban su conversación, pero decía con voz algo trémula:

      —Tu abuela era una gran señora, un alma de ángel, una artista. Yo parecía un bárbaro a su lado... Era de nuestra familia, pero vino de Méjico para casarse conmigo. Su padre fue marino y se quedó allá con los «insurgentes». No hay en toda nuestra raza quien se parezca a aquella mujer.

      A las once y media de la mañana abandonaba al nieto, y calándose un sombrero de copa, de seda negra en invierno y de castor en verano, salía a dar un paseo por las calles de Palma, siempre por igual sitio e idénticas aceras, lo mismo cuando llovía que cuando abrasaba el sol, insensible al frío y al calor, puesto de levita en todo tiempo, siguiendo su marcha con la regularidad de los autómatas de reloj, que aparecen, caminan y se ocultan al sonar ciertas horas.

      Sólo una vez en treinta años había modificado su camino por las calles solitarias y blancas de sol, en las que resonaban sus pasos. Una mañana había oído la voz de una mujer en el interior de una casa:

      —Atlota... las doce. Pon el arroz, que pasa don Horacio.

      Él se había vuelto hacia la puerta con su gravedad de gran señor:

      —No soy reloj de p...

      Y soltó la palabra gorda, sin despojarse de su seriedad, como lanzaba siempre las expresiones más atroces. Desde aquel día modificó su camino, para huir de los que tenían fe en la exactitud de sus paseos.

      Algunas veces hablaba

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