Entre naranjos. Висенте Бласко-Ибаньес
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Las calles estaban solitarias. Se habían ido a los campos los que horas antes las llenaban en ruidosa manifestación. Los desocupados se encerraban en los cafés, frente a los cuales pasaba apresuradamente el diputado, recibiendo al través de las ventanas el vaho ardiente en que zumbaban choques de fichas y bolas de marfil, y las animadas discusiones de los parroquianos.
Rafael llegó al puente del Arrabal, una de las dos salidas de la vieja ciudad edificada sobre la isla. El Júcar peinaba sus aguas fangosas y rojizas en los machones del puente. Unas cuantas canoas balanceábanse amarradas a las casas de la orilla. Rafael reconoció entre ellas la barca que en otro tiempo le servía para sus solitarias excursiones por el río, y que, olvidada por su dueño, iba soltando la blanca capa de pintura.
Después se fijó en el puente; en su puerta ojival, resto de las antiguas fortificaciones; en los pretiles de piedra amarillenta y roída como si por las noches vinieran a devorarla todas las ratas del río, y en los dos casilicios que guardaban unas imágenes mutiladas y cubiertas de polvo.
Eran el patrono de Alcira y sus santas hermanas; el adorado San Bernardo, el príncipe Hamete, hijo del rey moro de Carlet, atraído al cristianismo por la mística poesía del culto, ostentando en su frente destrozada el clavo del martirio.
Los recuerdos de su niñez, vigilada por una madre de devoción crédula e intransigente, despertaban en Rafael al pasar ante la imagen. Aquella estatua desfigurada y vulgar era el penate de la población, y la cándida leyenda de la enemistad y la lucha entre San Vicente y San Bernardo, inventada por la religiosidad popular, venía a su memoria.
El elocuente fraile llegaba a Alcira en una de sus correrías de predicador y se detenía en el puente, ante la casa de un veterinario, pidiendo que le herrasen su borriquilla. Al marcharse le exigía el herrador el precio de su trabajo, e indignado San Vicente por su costumbre de vivir a costa de los fieles, miraba al Júcar exclamando:
—Algún día dirán: así estaba Alsira.
—No mentres Bernat estiga,—contestaba desde su pedestal la imagen de San Bernardo.
Y, efectivamente; allí estaba aún la estatua del santo como centinela eterno, vigilando el Júcar para oponerse a la maldición del rencoroso San Vicente. Es verdad que el río crecía y se desbordaba todos los años, llegando hasta los mismos pies de San Bernat, faltando poco para arrastrarle en su corriente; es verdad también que cada cinco o seis años derribaba casas, asolaba campos, ahogaba personas y cometía otras espantables fechorías, obedeciendo la maldición del patrón de Valencia; pero el de Alcira podía más, y buena prueba era que la ciudad seguía firme y en pie, salvo los consiguientes desperfectos y peligros cada vez que llovía mucho y bajaban las aguas de Cuenca.
Rafael, sonriendo al poderoso santo como a un amigo de su niñez, pasó el puente y entró en el Arrabal, la ciudad nueva, anchurosa y despejada—como si las apretadas casas de la isla, cansadas de la opresión, hubiesen pasado en tropel a la ribera opuesta, esparciéndose con el alborozo y el desorden de colegiales en libertad.
El diputado se detuvo en la entrada de la calle donde estaba el Casino. Hasta él llegaba el rumor de la concurrencia, mayor que otros días, con motivo de su llegada. ¿Qué iba a hacer allí? Hablar de los asuntos del distrito, de la cosecha de la naranja o de las riñas de gallos, describirles cómo era el jefe del gobierno y el carácter de cada ministro. Pensó con cierta inquietud en don Andrés, aquel Mentor que por recomendación de su madre, si se despegaba de él alguna vez, era para seguirle de lejos... Pero, ¡bah!, que le esperasen en el Casino. Tiempo le quedaba en toda la tarde para abismarse en aquel salón lleno de humo, donde todos al verle se abalanzarían a él mareándole con sus preguntas y confidencias.
Y embriagado cada vez más por la luz meridional y aquellos perfumes primaverales en pleno invierno, torció por una callejuela, dirigiéndose al campo.
Al salir del antiguo barrio de la Judería y verse en plena campiña, respiró con amplitud, como si quisiera encerrar en sus pulmones toda la vida, la frescura y los colores de su tierra.
Los huertos de naranjos extendían sus rectas filas de copas verdes y redondas en ambas riberas del río; brillaba el sol en las barnizadas hojas: sonaban como zumbidos de lejanos insectos los engranajes de las máquinas del riego, la humedad de las acequias, unida a las tenues nubecillas de las chimeneas de los motores, formaba en el espacio una neblina sutilísima que transparentaba la dorada luz de la tarde con reflejos de nácar.
A un lado alzábase la colina de San Salvador con su ermita en la cumbre, rodeada de pinos, cipreses y chumberas. El tosco monumento de la piedad popular parecía hablarle como un amigo indiscreto, revelando el motivo que le hacía abandonar a los partidarios y desobedecer a su madre.
Era algo más que la belleza del campo lo que le atraía fuera de la ciudad. Cuando los rayos del sol naciente le despertaron por la mañana en el vagón, lo primero que vio, antes de abrir los ojos, fue un huerto de naranjos, la orilla del Júcar y una casa pintada de azul, la misma que asomaba ahora, a lo lejos, entre las redondas copas de follaje, allá en la ribera del río.
¡Cuántas veces la había visto en los últimos meses con los ojos de la imaginación!...
Muchas tardes en el Congreso, oyendo al jefe que desde el banco azul contestaba con voz incisiva a los cargos de las oposiciones, su cerebro, como abrumado por el incesante martilleo de palabras, comenzaba a dormirse. Ante sus ojos entornados desarrollábase una neblina parda, como si espesara la penumbra húmeda de bodega en que está siempre el salón de sesiones; y sobre este telón destacábanse como visión cinematográfica las filas de naranjos, la casa azul con sus ventanas abiertas, y por una de ellas salía un chorro de notas, una voz velada y dulcísima cantando lieders y romanzas que servía de acompañamiento a los duros y sonoros párrafos del jefe del gobierno. De repente, Rafael despertaba con los aplausos y el barullo. Había llegado el momento de votar, y el diputado, viendo todavía los últimos contornos de la casa azul que se desvanecían, preguntaba a su vecino de banco:
—¿Qué, votamos? ¿Sí o no?
La misma visión se le presentaba por las noches en el teatro Real, allí donde la música sólo servía para hacerle recordar la voz del huerto extendiéndose por entre los naranjos como un hilo de oro, y en las comidas con los compañeros de comisión, cuando con el veguero en los labios y retozándoles la alegría voluptuosa de una digestión feliz, iban todos a acabar la noche en alguna casa de confianza donde no corriera peligro su dignidad de representantes del país.
Ahora volvía a ver con intensa emoción aquella casa y marchaba hacia ella, no sin vacilaciones; con cierto temor que no podía explicarse y que agitaba su diafragma, oprimiéndole los pulmones.
Pasaban los hortelanos junto al diputado, cediéndole el borde del camino, y él contestaba distraídamente a su saludo.
Todos ellos se encargarían de contar dónde le habían visto. No tardaría su madre en saberlo. Por la noche tempestad en el comedor de su casa. Y Rafael, siempre caminando hacia la casa azul, pensaba con amargura en su situación. ¿A qué iba allá? ¿Por qué empeñarse en complicar su vida con dificultades que no podía vencer? Recordaba las dos o tres escenas cortas, pero violentas, que meses antes había tenido con su madre. El furor autoritario de aquella señora tan devota y rígida de costumbres, al enterarse de que su hijo visitaba la casa azul y era amigo de una extranjera a la que no trataban las personas decentes de la ciudad y de la que sólo hablaban bien los hombres en el Casino cuando se veían libres de la protesta de sus familias.
Fueron escenas borrascosísimas.