Entre naranjos. Висенте Бласко-Ибаньес
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La puerta estaba cerrada. Al través de un balcón entreabierto veíase un pedazo de seda azul ligeramente curvado: la espalda de una mujer.
Los pasos de Rafael hicieron ladrar a un perro en el fondo del huerto; huyeron cacareando las gallinas que picoteaban en un extremo de la plazoleta y cesó la música, oyéndose el arrastrar de una silla, como si alguien se pusiera en pie.
Apareció en el balcón una amplia bata de color celeste. Lo único que vio Rafael fueron los ojos, el relámpago verde que pareció llenar de luz todo el hueco del balcón.
—¡Beppa! ¡Beppina!—gritó una voz firme, sonora y caliente de soprano.—Apri la porta.
E inclinando su cabeza rubia obscura, cargada de gruesas trenzas, como un casco de oro antiguo, dijo sonriendo con confianza amistosa y burlona:
—Bien venido, Rafaelito. No sé por qué, le esperaba esta tarde. Ya nos hemos enterado de sus triunfos: hasta este desierto llegaron la música y los vivas. Mi enhorabuena, señor diputado. Pase adelante su señoría.
II
Desde Valencia hasta Játiva, en toda la inmensa extensión cubierta de arrozales y naranjos que la gente valenciana encierra bajo el vago título de la Ribera, no había quien ignorase el nombre de Brull y la fuerza política que significaba.
Cual si no se hubiera realizado la unidad nacional, y el país siguiera dividido en taifas o waliatos como cuando existía un rey moro en Carlet, otro en Denia y otro en Játiva, el régimen de elecciones mantenía una especie de señorío inviolable en cada distrito, y al recorrer en el gobierno de la provincia el mapa político, siempre que se fijaban en Alcira, decían lo mismo.
—Ahí estamos seguros. Contamos con Brull.
Era una dinastía que venía reinando treinta años sobre el distrito, cada vez con mayor fuerza.
El fundador de la casa soberana había sido el abuelo de Rafael, el ladino don Jaime, que había amasado la fortuna de la familia con cincuenta años de lenta explotación de la ignorancia y la miseria. Comenzó de escribiente en el ayuntamiento; después había sido secretario del juzgado municipal, pasante del notario y ayudante en el Registro de la propiedad. No quedó empleo menudo de los que ponen en contacto a la ley con el pobre que él no monopolizase, y de este modo, vendiendo la justicia como favor y valiéndose de la arbitrariedad o la astucia para dominar al rebelde, fue haciendo camino y apropiándose pedazos de aquel suelo riquísimo que adoraba con ansias de avaro.
Charlatán solemne que a cada momento hablaba del artículo tantos de la ley aplicable al caso, los pobres hortelanos tenían tanta fe en su sabiduría como miedo a su mala intención, y acudían a solicitar su consejo en todos los conflictos, pagándole como a un abogado.
Cuando hizo una pequeña fortuna, continuó en las modestas funciones para conservar en su persona ese respeto supersticioso que infunde a los labriegos todo el que está en buenas relaciones con la ley, pero en vez de ser un pedigüeño, solicitante eterno del ochavo de los pobres, se dedicó a sacarles de apuros, prestándoles dinero con la garantía de las futuras cosechas.
Dar dinero a préstamo le parecía una mezquindad. Las angustias de los labradores eran cuando moría el caballo y había que comprar otro. Por esto don Jaime se dedicó a vender a los hortelanos bestias de labor más o menos defectuosas que le proporcionaban unos gitanos de Valencia y que él colocaba con tantos elogios cual si se tratase del caballo del Cid. Nada de venta a plazos. Dinero al contado; los caballos no eran de él—según afirmaba con la mano puesta en el pecho—y sus dueños querían cobrarlos en seguida. Lo único que podía hacer, obedeciendo a su gran corazón, débil ante la miseria, era buscar dinero para la compra, pidiéndolo a cualquier amigo.
Caía en la trampa el infeliz labriego impulsado por la necesidad y se llevaba el caballo después de firmar con toda clase de garantías y responsabilidades el préstamo de una cantidad que no había visto, pues el don Jaime, representante de un ser oculto que facilitaba el dinero, la entregaba al mismo don Jaime, representante del dueño del caballo. Total: que el rústico adquiría una bestia sin regateo por el duplo de su valor, habiendo además tomado a préstamo una cantidad con crecido interés. En cada negocio de estos, don Jaime doblaba el capital. Después venían inevitablemente los apuros de la víctima; los intereses amontonándose; las nuevas concesiones, más ruinosas todavía, para amansar a don Jaime y que diese un mes de respiro.
Todos los miércoles, día de mercado en Alcira y de gran aglomeración de hortelanos, la calle donde vivía don Jaime era un jubileo. Se presentaban a pedir prórrogas entregando algunas pesetas como donativo gracioso que no influía en la rebaja del débito; solicitaban otros un préstamo humildemente, con timidez, como si vinieran a robar al avariento rábula; y lo extraño del caso era que, según notaban los vecinos, toda aquella gente después de dejar allí cuanto tenía, marchaba contenta, con rostro de satisfacción, como si acabara de librarse de un peligro.
Esta era la principal habilidad de don Jaime. La usura sabía presentarla como un favor; hablaba siempre en nombre de los otros, de los ocultos dueños del dinero y los caballos, hombres sin entrañas que le apretaban a él haciéndole responsable de las faltas de los deudores. Aquellos disgustos los merecía por tener buen corazón, por meterse a hacer favores, y tal convicción sabía infundir a sus víctimas el demonio del hombre, que cuando llegaba el embargo y la apropiación del campo o de la casita, aún decían con resignación muchos de los despojados:
—El no tiene la culpa. ¿Qué había de hacer el pobre si le obligaban? Son los otros; los otros que se chupan la sangre del pobre.
Y de este modo, tranquilamente, el pobre don Jaime adquiría un campo aquí, luego otro más allá, después un tercero que unía a los dos, y a la vuelta de pocos años formaban un hermoso huerto de naranjos, adquirido con más trampas y malas artes que dinero efectivo. Así iba agrandando sus propiedades, y siempre risueño, las gafas sobre la frente y el estómago cada vez más voluminoso, se le veía entre sus víctimas, tuteándolas con fraternal cariño, dándolas palmaditas en la espalda cuando llegaban con nuevas peticiones y jurando que le haría morir en la calle como un perro aquella manía de hacer favores.
Así fue prosperando, sin que las burlas de la gente de la ciudad le hicieran perder la confianza de aquel rebaño de rústicos que le temían como a la Ley y creían en él como en la Providencia.
Un préstamo a un mayorazgo derrochador le hizo dueño del caserón señorial que desde entonces pasó a ser de la familia Brull. Comenzó a frecuentar el trato de los grandes propietarios de la ciudad, que aunque despreciándole, le abrieron un hueco entre ellos con esa instintiva solidaridad de la masonería del dinero. Para adquirir mayores respetos, se hizo devoto de San Bernardo, pagó fiestas de iglesia y estuvo siempre al lado del alcalde, fuese quien fuese. Para él no hubo ya en Alcira otras personas, que las que al llegar la cosecha recogían miles de duros; los demás eran la canalla.
Por entonces, emancipado de los bajos oficios que había desempeñado y dejando los negocios de usura en manos de los que antes le servían de intermediarios, comenzó a preocuparse del casamiento de su hijo Ramón. Era su único heredero, una mala cabeza que alteraba con sus genialidades el bienestar tranquilo que rodeaba al viejo Brull descansando